Debo quejarme ante mi prójimo y solicitarle consuelo. Lo que él entonces me ofrezca y me prometa como consuelo, eso será también un «sí» junto a Dios en el cielo. A la inversa, también debo yo consolar al otro y decirle: Querido amigo, querido hermano, ¿por qué no te olvidas de tu preocupación? No es voluntad de Dios que te advenga un solo sufrimiento. Dios dejó que su hijo muriera por ti, para que no estéis tristes y puedas vivir alegre. Por eso, anímate y no tengas miedo: con ello prestarás a Dios un servicio y le harás un favor; y si os arrodilláis juntos y rezáis un padrenuestro, este será sin duda escuchado en el cielo, pues Cristo dice: “Estoy en medio de vosotros” (Mateo 18, 20). No dice: “Lo veo, lo oigo”, ni “Quiero venir a ellos”, sino: “Ya estoy aquí”. (Lutero, Sermón sobre Mateo 18).
Este pequeño extracto de un sermón de Lutero que acabo de compartir, ha de ser, no tengo dudas de ello, una de las más hermosas invitaciones hechas por el Reformador alemán a la confrontación, la consolación y la oración entre los hermanos. Para aquellos que me conocen y han leído alguno de mis escritos, sabrán que nada más lejos de mí que el antiintelectualismo y el desprecio por la actividad teológica-académica. Pero, debo decir, para sorpresa quizás de muchos, que si existe un lugar de mayor riesgo y de peligro para la sencillez de la fe, para el genuino seguimiento cristiano y para tomar a Dios y al prójimo en serio, esos son, precisamente, las facultades de teología y los espacios ilustrados de estudio teológico-académico. ¿Las razones? Quizás muchas, pero, al menos, quiero compartir algunas de las que pienso, suelen ser, las más recurrentes o, al menos, las que yo en mi propia experiencia he podido descubrir:
En primer lugar, aquella continua sobreexposición al estudio científico y profesional de las Escrituras, al punto que, aquella misma familiarización, hace que el individuo pierda muy prontamente aquella capacidad de asombro, misterio y prosternación que siempre ha de acompañar el estudio privado y profesional de las Escrituras y, por lo mismo, el privarle a éstas su condición tanto normativa como de interpelación continuas en nuestras vidas.
En segundo lugar, presentaría como otra razón a esgrimir, el hecho de que las doctrinas, los dogmas, en fin, aquello que constituye el depósito de fe de la Iglesia, ya deja de ser visto como un acto directo y aséptico de revelación y, ¡enhorabuena!, para ser comprendido como un largo proceso de reflexión humana, en torno a la revelación y a sus sistematizaciones en la historia. Un proceso en el que el componente humano resulta imposible ahora de soslayar y no advertir, al punto tal que ni siquiera se hallan exentos en éste los intereses políticos, económicos y de escuela, tal como los grandes concilios ecuménicos y sus artículos doctrinales, sobre todo, de orden cristológico, bien podrían ponerlo de manifiesto.
A esto, desde luego, debe sumársele, y como un tercer elemento a considerar, el engañoso y soberbio corazón del ser humano y su constante e inveterada tendencia a buscar sus propios derroteros de realización y autoafirmación, al margen y a espaldas de los proporcionados por Dios. Una tendencia de la cual el estudiante de teología, cuánto más el profesor, no se hallan ni mucho menos inmunes, exentos, protegidos, sino que, incluso, en la medida en que su campo de información y de conocimientos, su promoción, reconocimiento y éxito se amplían, y con ello el riesgo alimentar un peligroso narcisismo, puede llegar a ser incluso más radical y feroz.
Y si, además, a todo esto, se le agrega, como suele ser lamentablemente la tendencia una ausencia y displicencia solapada y encubierta, pero no menos real y concreta, por la vida en comunidad, y el dar cuentas ante ella, el resultado más seguro es, entonces, despreciar el valor de la oración, de la oración, como lo apuntaba Lutero, con el otro, de la mutua confrontación, como, asimismo, la consolación.
No es azaroso, y creo que muy pocos podrían desmentir lo que digo, o afirmar que no guarda relación alguna con la veracidad de los hechos, que cuando dos individuos con intereses teológicos se reúnen, hablarán, por lo general, de un millar de temáticas de carácter teológico, de sus autores y lecturas favoritas, de sus últimas producciones y publicaciones, hasta, incluso, uno de ellos podría llegar hasta presumir que maneja mucho más y mejor ciertos tópicos que el otro, pero, con mucha probabilidad, jamás nunca será un encuentro para orar el uno por el otro, para confrontar el pecado del otro y para consolarse, asimismo, uno al otro. Incluso, el ocupar aquel tiempo en oración, confrontación, y consolación, al que apuntaba Lutero, podría resultar para ellos, y tal como pensaba Kant respecto de la oración, un momento nada más que para ruborizarse, sentir vergüenza, al fin de cuentas, un tiempo de ningún provecho.
Desde luego, la solución aquí no es abandonar el estudio científico de las Escrituras, el contacto profundo con la historia del pensamiento cristiano y filosófico, y el diálogo fecundo con las corrientes teológicas contemporáneas, de modo de refugiarnos en un puro emocionalismo inocuo e intrascendente, dar la espalda a los legítimos cuestionamientos que la sociedad moderna o posmoderna le dirige al cristianismo, y desarrollar un modo de existencia cristiana al mejor estilo de los mundos paralelos, tal como lo ha practicado una buena parte del protestantismo, de cuño más usamericano, y con las ruinosas consecuencias para ese mismo protestantismo y aún más para el cristianismo, suficientemente ya conocidas por todos.
No, la cuestión de fondo tiene que ver con un problema del corazón humano, y ese corazón a menos que se vuelva a Dios, que reconozca la absoluta dependencia de su gracia y dirección, en otras palabras, su bancarrota espiritual, y haga de Cristo y su evangelio su última lealtad y no un recurso sucedáneo o, lo que es peor, un discurso únicamente de beneficio e interés, seguirá extraviado e indolente y despreciativo respecto de los dones de Dios, como lo es la oración, la confrontación y la mutua consolación. Incluso, todo aquello, sagazmente promocionado y albergado, en el marco de la actividad teológica-académica. Éste, mis querido hermanos, es un derrotero muy peligroso por el cual se desliza actualmente una buena parte de la iglesia y, por lo mismo, no podemos seguir minimizando sus riesgos, mirar para el lado, sólo porque nos resulta incómodo reconocerlo y atenderlo.
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