En los momentos en donde me sentí perdido, confundido o en medio de un padecimiento psíquico a lo largo de mi propio camino de fe, busqué ayuda recurriendo a los pastores y otros referentes dentro de mi comunidad. Con el paso del tiempo, fui comprobando que mi experiencia buscando ayuda se asemejaba a la de muchas otras personas que conocía y a las historias con las que hoy, como psiquiatra, me voy encontrando mientras acompaño el proceso personal de otros. Lamentablemente, muchas de esas historias —incluida la mía— describen una experiencia común: el hecho de no habernos sentido escuchados, y por el contrario, el haber sentido el peso del juicio y de la falta de empatía; la sensación de que nos han «tirado la Biblia por la cabeza», y finalmente, el haber vivido el agravamiento de nuestra situación inicial, por no mencionar consecuencias peores.
Si bien las causas de este tipo de experiencias pueden ser muy diversas, hay una de ellas en la que quiero poner especial atención en este breve artículo.
No es raro de escuchar que quienes tengan algún tipo de educación pastoral formal reciban algún tipo de capacitación en Consejería Bíblica. Y ese es precisamente el punto que quiero señalar. Hablar de Consejería Bíblica es en sí mismo una declaración de principios: supone de antemano que todo lo que necesita alguien que presenta un problema, inquietud o demanda es un consejo, un consejo con base bíblica.
¿De dónde surge esta idea? A mediados del siglo XX aparecieron algunos cristianos como Clyde Narramore y Paul Tournier, entre otros, que reflexionaron intentando armonizar las propuestas de diversas corrientes psicoterapéuticas existentes con una perspectiva bíblica del ser humano; pero no fue hasta el año 1970, cuando vio la luz Competent to Counsel (Equipado para aconsejar) de Jay E. Adams, donde se consolidaría el modelo de Consejería Bíblica. Esta perspectiva rápidamente ganaría el apoyo de muchos cristianos, entre ellos John MacArthur y David Powlison, quienes luego influenciaron fuertemente en el protestantismo latinoamericano de mi generación.
Desde este modelo, Adams sostiene categóricamente que, «Hay, en las Escrituras, solo tres fuentes específicas de problemas personales en la vida: actividad demoniaca (principalmente posesión), pecado personal, y enfermedades orgánicas. Las tres están relacionadas entre sí. Todas las posibilidades quedan cubiertas por estos tres sectores, sin que quede lugar para uno nuevo, el cuarto: no hay, pues, enfermedades mentales no-orgánicas.»[1]. Bajo esta influencia se nos enseñó que de no tratarse de una enfermedad de base orgánica, todo padecimiento tenía relación directa con nuestro pecado o con posesión demoniaca. Una idea que ha hecho estragos en muchísimas personas y continúa haciéndolo hasta el día de hoy.
Como si todo esto fuera poco, el tratamiento que ofrece está centrado en aconsejar bíblicamente, en equipar a la persona con el conocimiento bíblico suficiente como para resolver los problemas que lo aquejan. Por este motivo para Adams, «Los consejeros no creyentes (…) son soldados de los ejércitos de Satán, están al otro lado, y, por lo tanto, apenas puede esperarse que puedan librar a los aconsejados cristianos de las garras de Satán.»[2]. Adams resulta muy claro al respecto, una claridad que —por cierto— me llena de espanto.
Pero la realidad humana es indudablemente más compleja. La información difícilmente cambie a las personas. El propio pecado no alcanza para explicar nuestros dramas más hondos. Conocer la Biblia de punta a punta no garantiza una vida exenta de malestar. Y algo más: creo que en medio del dolor, rara vez necesitamos un consejo y mucho menos un discurso violento generador de culpa, vergüenza y miedo del infierno. Tengo la firme convicción de que —en armonía con el espíritu del evangelio— los seres humanos somos más capaces de afrontar los problemas de la vida a medida que nos sentimos amados. A la luz de esto, creo que es apremiante reformular viejos esquemas heredados en torno al modo por el que abordamos el sufrimiento en nuestras comunidades de fe. El modelo de Consejería Bíblica no solo tiene una mirada claramente reduccionista del ser humano; sino que desprecia a la única fuerza capaz de transformar profundamente el alma humana. Necesitamos de forma urgente un modo de acompañamiento pastoral basado en el amor (Mateo 22:39), en un acercamiento compasivo y respetuoso del drama humano (Lucas 6:36); apoyado en una actitud no juiciosa (Mateo 7:1) y en el compromiso de resistirse a cualquier desigualdad de poder en la relación de ayuda (Mateo 23:8) reivindicando que lo verdaderamente sanante no es un buen consejo, sino el vivir un vínculo de amor autentico.
[1] Adams, J. Manual del consejero cristiano. Editorial CLIE. Barcelona. 1984. Pag. 23.
[2] Adams, J. Manual del consejero cristiano. Editorial CLIE. Barcelona. 1984. Pag. 129.
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