No existe una exégesis sin presuposiciones,[1] nos acercamos a la Biblia desde una precomprensión previa, muchas veces determinada por la doctrina y otras veces acomodada a intereses particulares, o definida por un entendimiento concreto del mundo, de Dios o de su Revelación (¡o vete a saber qué cosas más!).
Gadamer decía que cada persona que se acerca a un texto histórico lo hace desde el contexto propio, desde su experiencia, desde su época, desde sus convicciones, desde la herencia cultural o histórica… y esta precomprensión constituye una estrategia de lectura, se trata de una situación hermenéutica de la que cada lector o lectora parte.[2]
Respecto a las presuposiciones a la hora de leer un texto, somos rápidos en darnos cuenta cuando vemos la interpretación bíblica que hacen movimientos religiosos heterodoxos, pero cuando se trata de nuestra propia lectura bíblica, ahí nuestro discernimiento crítico no suele estar tan espabilado (algo así como aquello de la paja en el ojo ajeno). Es verdad que, una vez emancipado un texto –no necesariamente bíblico– de su autor, entabla una relación libre –y lícita– con el lector, aunque esta puede salir por peteneras. Los argumentos de Ricoeur los dejamos para otro momento.
Apenas cuestionamos que las lentes con las que leemos la Biblia pudieran errar o estuviesen estrictamente determinadas por aspectos culturales o sociales de nuestra época o de tiempos pasados (tradición). Si bien considero importante la identidad confesional de las iglesias, especialmente de las históricas, es conveniente reconocer que, por magistralmente bíblicas que sean (o parezcan), tras ellas encontramos la proyección de un entendimiento de una época concreta (siglos XVI y XVII mayormente) que no siempre está en sintonía con lo que los textos bíblicos vehiculan en su sentido prístino (ya sé que meterme en esto en el loco mundo de las hermenéuticas subjetivas –donde en realidad se hace lo mismo– es andar como en ese pasillo del «juego del mosca» donde me van a dar collejas hasta en la foto del carnet de identidad).
La vuelta a las fuentes y la consecuente formulación de las confesiones de Fe de la escolástica protestante de la Reforma Magisterial fueron revitalizantes para la Iglesia; pero la formulación de algunas de estas doctrinas dependió de los conocimientos propios de su tiempo y de las comprensiones que se tenían en la época. Los estudios bíblicos no estaban tan desarrollados en los siglos XVI y XVII como lo están ahora.
Si incluso hoy podemos entender mejor a Pablo en su contexto judío que hace solo setenta años (ciertamente en los estudios académicos del siglo pasado se comprendía a Pablo de un modo superhelenizado), cuánto más habremos mejorado respecto al entendimiento que se tenía hace 500 años.
No abogo por desechar la tradición, ni la apostólica, ni la patrística, ni la de la iglesia en general incluyendo la desarrollada en la Reforma. ¡Claro que no! Tenemos una herencia y un vínculo con la catolicidad teologal. Como protestantes no tiramos la tradición a la basura sino que la subordinamos a las Escrituras y la juzgamos desde ella, admirando sus aciertos y rechazando –y aprendiendo de– sus fracasos. Calvino muestra el valor que esta tiene en el Libro IV de su Institución de la Religión Cristiana. El problema que veo es cómo a veces la tradición –en nuestro caso más concretamente la reformada– se normativiza inflexiblemente de un modo que adquiere una autoridad magisterial (una especie de sola traditio) y deja de ser una tradición viva. La tradición solo es viva en la Iglesia si no se enquista, si se permite al Espíritu vehicular la Palabra para la práctica de fe apostólica de las comunidades, y desde luego permitiendo el pensamiento y el uso de la razón, teniendo la capacidad de reconocer patinazos de antaño. Creo que al decir esto no estoy abriendo ninguna puerta a la herejía.
En cuanto a la interpretación bíblica, pienso que no podemos justificar los desaciertos y errores del pasado bajo la excusa de una rígida tradición normativa, argumentando que así quedaron petrificadas en tablas de piedra, es decir: las confesiones de Fe (y no estas en sí mismas, que son legítimas, sino la óptica temporal que aguardan).
Un detalle, aunque se sale un pelín del tema al que quiero apuntar, resulta inquietante que se defienda la glosa que tenemos en 1 Juan 5,7-8 (el famoso comma johanneum que no aparece en los manuscritos más antiguos) argumentando que la Confesión de fe de Westminster aluda a ella, así como que también el comentarista Matthew Henry la haya dado por buena, tal y como justificaban G. W. y D. E. Anderson en un artículo para la Sociedad Bíblica Trinitaria (sociedad independiente que no pertenece a las Sociedades Bíblicas Unidas).[3] Este tipo de defensas son en realidad una contradicción para la fe evangélica que considera que la Biblia tiene autoridad sobre la Iglesia, en vez de la Iglesia –con sus documentos– sobre la Biblia forzándola a calzar en sus presupuestos. En razón al lema reformado ecclesia reformata semper reformanda secundum verbum Dei, no hay que tenerle miedo a los resultados de la crítica textual y a las implicaciones que esta pueda tener para la vida de la Iglesia (aparte que este comma johanneum ni siquiera afecta a la doctrina trinitaria, pero válgame el ejemplo).
Y ahora sí que voy al tema. Inconscientemente, muchos predicadores actuales cuando dicen que un argumento es «bíblico» sencillamente se refieren a que es «anselmiano». La teología de Anselmo de Canterbury (siglo XI) y más concretamente su libro Cur Deus Homo está todavía detrás del pensamiento teológico que se vive en muchas de nuestras iglesias en el siglo XXI.
Anselmo como estudioso, bajo su lema Fides quaerens intellectum (la Fe busca entender) habría disfrutado muchísimo de lo que sabemos hoy en día respecto a estudios bíblicos académicos, pero a finales de la Alta Edad Media estaban bastante limitados. Este hombre hizo lo que pudo en su época y hay que reconocer que fue una obra excelente en sus planteamientos, todo parece «ajustarse» magníficamente a la Biblia y dotarla de sentido de un modo casi incuestionable (y así ha sido por siglos).
Sin embargo, el entendimiento de Anselmo que, digámoslo ya, es el que lógicamente siguieron los reformadores protestantes y el que tenemos finalmente en nuestras confesiones de fe, obedece a una teoría jurídica occidental de la Edad Media que ha configurado nuestro entendimiento de cuestiones como: la ira de Dios, la justicia divina, la expiación, el eterno honor divino afectado por el pecado humano, etc. Repitámoslo: se trata de un entendimiento jurídico, occidental y medieval, alejado del contexto semítico oriental bíblico.
Cuando aplicas sistemáticamente esa teoría, dentro de una lógica excelentemente ordenada, todo parece muy bíblico. Es más, hoy en día todavía le parece lógica a mucha gente, en especial a aquellas personas jóvenes criadas en contextos evangélicos sin doctrina (generalmente de tipo neopentecostal) que una vez buscada la identidad protestante, sumergidos en ella disfrutan de estas sistematizaciones de la fe como doctrinas al fin consistentes y firmes, con una absoluta apariencia de ser legítimamente «bíblicas».
Me he centrado en Anselmo pero podríamos haber dicho tantas otras cosas sobre nuestro admirado Agustín de Hipona. Iglesias actuales que se presentan como confesionales, «bíblicas» y conservadoras simplemente tienen una herencia agustiniana y anselmiana de la comprensión bíblica (esto no es negativo siempre que se reconozca con autocrítica y discernimiento ¡yo mismo tengo esa herencia!). Quizá algún lector o lectura comprometido con movimientos contemporáneos de raíces hebreas o judeomesiánicos diga «¡eureka!» a lo que aquí planteo, sin embargo, por pretendidamente fiel que quieran ser estos movimientos a la tradición bíblica, en realidad tienen un problema parecido ya que, de continuo, vuelcan en la fe cristiana y a la exégesis una proyección interpretativa del judaísmo rabínico posterior a Jesús, que se distancia del pensamiento apostólico, así como la práctica de costumbres igualmente posteriores.
Sigue siendo válido el principio de 1 Tes 5,21: «Examinadlo todo, retened lo bueno», nuestras confesiones de fe han sido y son una bendición. No las rechazo, son una herencia, una base, un marco. Cada cierto tiempo, leo alguna confesión reformada o catecismo, las refresco y las reflexiono, reconociendo que están escritas en una época y una comprensión concreta que obedecen a una lógica determinada, y aún así, me bendicen.
Del mismo modo soy crítico con algunas teologías actuales y fugaces, hijas del presente. Todos venimos a la Biblia con nuestros mandos gamepad para manejarla. Unos usan joysticks y controladores desactualizados, otros usan mandos que tienen las propiedades de los controladores vintages pero con oportunidades nuevas (con más recursos), otros usan mandos tan concretos y específicos para determinadas funciones que desestiman las demás y no aplican para todo; pero en definitiva, lo que hemos de hacer no es imponer nuestro control en la Biblia para oír el eco de nuestra propia voz (o la voz de una tradición interpretativa), sino la voz de Dios que nos habla desde ella. Por esto mismo hay que ser críticos con los mandos gamepad con los que acudimos a manejar las Escrituras.
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[1] Cf. R. BULTMANN; Is Existence without Presuppositions Possible?, en: Existence and Faith: Shorter Writings of Rudolf Bultmann (London: Collins, 1964) pp.342-351.
[2] Cf. H. DE VIT; En la dispersión el texto es patria. Introducción a la hermenéutica clásica, moderna y posmoderna (San José: Universidad Bíblica Latinoamericana, 2002) pp.191-195.
[3] Artículo titulado: Por qué 1 Juan 5:7-8 está en la Biblia.