Convertirse y creer, de eso se trata.
No hay misterios, no hay secretos,
solo una invitación, clara y sencilla
pero contundente y desafiante.
No hay buena noticia posible,
no hay evangelio que sane o que libere
o que consuele y que abrace
si no se da ese paso esencial:
despertar desde el corazón
a la novedad del mensaje de Jesús
y comenzar a creer en su proyecto
abarcador, inclusivo, revolucionario.
Creer que es posible subvertir lo establecido,
creer que no hay muros que puedan impedir
que el amor abra surcos y cruce mares
hacia las dignidades que desde tanto se nos niegan;
creer que el tiempo de las tiranías
tiene sus horas marcadas
y que los césares de la muerte
no quedarán impunes.
Convertirse y creer,
desde el lugar de cada una, de cada uno,
desde las redes a orillas del lago,
desde la fila agotadora a las puertas del hospital,
desde la angustia de no tener empleo,
desde las lágrimas por la gente amada que no está,
desde las fuerzas gastadas de vidas vacías,
desde la soledad y el hastío,
desde todos los dolores y todos los sueños,
desde las frustraciones más hondas
y desde los anhelos más profundos del alma.
Convertirse y creer,
desde las cenizas de la esperanza,
anticipando el fuego que renueva,
la cercanía de la justicia,
la comunión de la gente buena,
la calidez de los abrazos que volverán,
la solidaridad del mundo nuevo,
un Dios que camina con su pueblo.
Convertirse y creer.
He ahí el llamado hacia el comienzo
de una salvación posible.
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