Génesis 1,27
Dios creó al terrícola a su imagen, a imagen de Dios lo creó. Varón y hembra los creó.
El relato de la creación del mundo ocupa un lugar especial en la Biblia. Dada la prominencia de su posición al inicio del libro del Génesis, aquí es donde muchos lectores comienzan su exploración de las Sagradas Escrituras. En los debates sobre la homoafectividad y su lugar en la vida cristiana, se citan con frecuencia los famosos versículos que dan su visión del origen de la humanidad. Particularmente los utilizan algunos creyentes – ciertamente por motivos cuestionables – como argumento para rechazar las relaciones íntimas entre dos mujeres o dos hombres. Por todo ello, urge examinar detenidamente el contenido de esta leyenda primaria.
Dios Creador
“Al principio Dios(es) creó los cielos y la tierra”. En esta parte del Testamento Hebreo, el nombre divino no es tan sencillo como nos lo hacen ver las versiones bíblicas castellanas. Realmente es ambiguo por una razón fundamental: el hebreo clásico no distingue entre mayúsculas y minúsculas. En el capítulo 1 del Génesis, el Creador actúa como Elohīm, palabra que se presta a dos interpretaciones. Desde el punto de vista formal y gramatical, es plural. De ahí que deba traducirse, en determinados contextos, como “dioses”. El primero de los Diez Mandamientos enumerados en el Éxodo 20,3 reza así: “No tendrás ante mí otros dioses (elohīm)”. Sin embargo, en el relato de la creación del mundo, la situación es diferente. Se produce un hecho extraordinario puesto que el plural Elohīm se une semánticamente al verbo singular baraa, “él creó” (Grelot 2006, 11). Normalmente el plural de baraa sería bareū, “ellos crearon”, pero está ausente. Por tanto, en este texto se justifica la traducción “Dios creó” en lugar de “dioses crearon”.
Dicho de otra manera, y dado el evidente desequilibrio gramatical entre el sujeto Elohīm (plural) y el verbo correspondiente (singular), surge desde el principio una peculiar tensión literaria en torno al nombre del Creador. Según la tradición judía, es ésta una de las maneras en que el narrador sugiere que la esencia de lo divino trasciende la percepción humana. A los mortales se nos enseña a pensar en categorías de singular y plural, pero la esfera divina se eleva por encima de tales limitaciones. Una alusión simbólica a este fenómeno lo apreciamos también en el versículo l,2 del Génesis donde dice que “el Espíritu de Dios planeaba encima de las aguas”. Siendo Elohīm gramaticalmente masculino, el vocablo hebreo ruaj, “espíritu”, “aliento” o “viento”, pertenece al género femenino.
En el segundo capítulo del Génesis, se presenta un nuevo hecho insólito con relación al nombre del Supremo Hacedor. A partir del versículo 2,4 Elohīm aparece junto a otra palabra hebrea compuesta por cuatro consonantes: YHVH, el llamado tetragrama o tetragrámaton (Browning 1998, 445). En muchos ambientes académicos se estila la pronunciación “Yavé”, pero desde el siglo II EC tal costumbre está ausente de la tradición judía. Para los adeptos a la fe mosaica esta sigla es tan sagrada que ninguna boca humana, habituada a expresar cosas insignificantes o profanas, debe pronunciarla en voz alta. Como consecuencia de ello, cuando la comunidad judía recita las páginas de la Biblia, recurre en el caso de YHVH a otras advocaciones hebreas, especialmente Ha-Shem (“El Nombre”) y Adonāy, que significa “El Señor” (Browning 1998, 445). Esta última variante pasó a hacerse tan corriente entre cristianos que “el Señor” es hasta la fecha la solución preferida por múltiples versiones bíblicas a la hora de traducir la sigla YHVH.
Cuando aparecen juntos YHVH y Elohīm, las ediciones castellanas en su mayoría emplean la conocida fórmula “el Señor Dios”. Sin embargo, y a pesar de su familiaridad, presenta varias desventajas. En primer lugar, propaga una imagen de la deidad que corresponde a una importante persona del sexo masculino, situación que elimina la ambivalencia genérica de Elohīm inherente a su actuación en Gn 1. En segundo lugar, la palabra Señor es relativamente concreta a diferencia del carácter inescrutable del tetragrama YHVH. En tercer lugar, “el Señor” refleja claramente una posición de autoridad en una jerarquía social. Como hemos señalado anteriormente, existen otras opciones más sugerentes, por ejemplo “el Eterno”.
Hay quienes piensan que el significado de YHVH se relaciona lingüísticamente con háyah, “ser” o “estar”, verbo hebreo que en los manuscritos bíblicos se deletrea con las consonantes HYH o hyh (Grelot 2006: 13-14). La hipótesis se basa en un famoso pasaje del libro del Éxodo donde Moisés se encuentra inesperadamente a YHVH en medio del desierto. Viendo que la deidad se dirige a él desde la zarza ardiente (3,14), pide saber su nombre. La respuesta que recibe se puede interpretar de varias maneras: “Soy el que soy”, “Soy el que seré” o “Soy el que estoy”. Según la tradición judía, el carácter insólito de la expresión deja entrever que la mente humana es incapaz de abarcar la magnitud del Creador del universo. Por tanto, no debemos acotar la esfera divina tratando el nombre de YHVH como cualquier otro (Éxodo 6,2-3) sino que las cuatro letras del tetragrama nos invitan a meditar con humildad sobre la profundidad del misterio divino.
Dada la complejidad conceptual del término, permanece la pregunta sobre si es posible o no traducir YHVH a un español entendible. Algunos comentaristas se inclinan a mantener el potencial vínculo entre YHVH y el verbo háyah. Sobre esta base, interpretan YHVH como “Yo seré comoquiera que esté” (Fox 1995, xxix, 273). De manera aproximada, podríamos tal vez sintetizar el sentido de la sigla a “El que es” o “El que está”. Para reproducir tal idea de manera aun más sencilla, nos quedan pocas posibilidades. Algunos traductores han escogido “El Eterno” (MK 1996; Magonet 2004, 15-16, 142), propuesta que reconoce que la deidad existió ayer, existe hoy y seguirá siendo y estando mañana.
Varón y hembra
Cuando surgen debates sobre las relaciones íntimas entre dos personas del mismo sexo desde una perspectiva bíblica, algunas voces se empeñan en declarar que el ser humano fue creado varón y hembra. Muchos lectores parecen creer que el relato de la creación es inequívoco y transparente en este sentido y que no tienen cabida las personas LGTB en el llamado orden natural instituido. Ahora bien, si examinamos detenidamente la prosa hebrea, veremos cómo surgen varios detalles asombrosos. En los versículos 1,26-27 del Génesis, por ejemplo, presenciamos la creación de un ser primario único que es a la vez varón y hembra. Ésta es la esencia del mensaje expresado por el Creador: “Hagamos un ser humano, a nuestra imagen y acorde con nuestra semejanza”.
En tiempos pasados, algunos teólogos cristianos han sugerido que la oración refleja la actuación de un soberano que se expresa usando el “Nos” plural propio del lenguaje monárquico. Otros han querido ver la presencia conjunta de Padre, Hijo y Espíritu Santo (Vaerge 2014, 73, 112). Sin embargo, ambas interpretaciones adolecen de un problema de fondo: pertenecen a la era posbíblica. Es importante subrayar que disponemos de maneras más convincentes y fundamentadas en el mismo texto para analizar el plural gramatical empleado por el Hacedor. El fenómeno aparece solamente en el Génesis, a saber, en los versículos 1,26 y 3,22. Se trata posiblemente de una indicación de que la deidad no se limita a un solo género. De modo análogo, el primer ser humano creado posee en su constitución básica un número igual de componentes masculinos y femeninos (Carmichael 2010, 8-9, 40). Explicando la situación en otros términos, estamos ante un ser que se puede describir como bisexual o hermafrodita.
Al mismo tiempo, a los lectores y oyentes se les avisa que tanto el costado masculino como el femenino reflejan la imagen divina de modo que todo ser humano, sin excepción alguna, forma parte de la esfera divina. La imagen de Dios se reproduce en la forma de hombres, mujeres, heterosexuales, bisexuales, lesbianas, gay, transgénero e intersex. Este último término alude a aquellos individuos que nacen con las características de ambos sexos biológicos o cuyos genitales están sólo parcialmente desarrollados. En resumen, podemos concluir que la creación en su totalidad es multifacética y diversa. Desde el primer momento, el mundo creado contiene mucho más que lo llamado normal o predecible ya que incluye lo insólito, lo indefinido y lo indefinible.
El narrador hebreo menciona en 1,26 un ser primario único. El texto reza literalmente: “Hagamos un adam a nuestra imagen”. Si tomamos al pie de la letra la redacción original, adam significa “terrícola” puesto que se ha formado a base de la tierra, cuyo nombre en hebreo es adamah.[1] Esta información se nos proporciona en Gn 2,7. Una vez creado, el ser humano recibe el nombre de ha-adam, “el terrícola”, ya que el prefijo hebreo ha-equivale al artículo definido “el” del castellano. Dicho de otra manera, el texto sugiere que hasta 2,27 existe un ser humano solitario.
¿Uno o dos?
Seguramente algunos lectores argüirán que en 1,27 Dios “los” creó varón y hembra y que en 1,28 “los” bendijo. Es cierto que se produce un cambio desde el singular hacia el plural. No obstante, este hecho no justifica alterar el texto que se traduce. Por otra parte, téngase en cuenta que el relato bíblico de la creación del mundo no es un análisis histórico o arqueológico sino más bien una reflexión teológica y literaria sobe la esencia de Dios y de la humanidad. Como ya hemos dicho anteriormente, es perfectamente lógico que el Creador diga “hagamos” porque la naturaleza divina incluye tanto lo femenino como lo masculino. Por consiguiente, el primer ser humano creado a imagen de Dios tiene en su cuerpo componentes de ambos sexos biológicos. El texto hebreo lo deja en evidencia en 1,27 donde habla de zákhar, “varón”, y nekébah, “hembra”.
De este modo, el contexto nos permite ver que es lógico y natural describir al terrícola desde dos perspectivas. Cuando se le presenta como un ser singular aparece como “lo”, mientras que el plural “los” nos induce a considerar de manera conjunta los costados femenino y masculino. Este importante aspecto se pone de relieve nuevamente en los versículos 5,1-2 del Génesis donde el narrador recalca de manera sintética la dualidad inherente al adam primitivo: (a) Dios lo creó a su propia imagen y semejanza; (b) la imagen divina es en parte masculina, en parte femenina; (c) Dios nombró a la nueva criatura adam y (d) “los” bendijo.
Pocos cristianos están acostumbrados a esta clase de análisis literario. No obstante, en la tradición judía hay teólogos que hace siglos se vieron inducidos a pensar así sobre la base del texto hebreo (Carden 2006, 23-26). En décadas recientes, varias académicas feministas se han interesado por el tema.[2] Existen factores históricos que explican por qué la tradición cristiana se resiste a entrar en este terreno. Sucede que la iglesia primitiva no leyó el relato de la creación del mundo en el idioma original sino en la famosa traducción griega llamada Septuaginta (Biblia de los Setenta o LXX). Más adelante, la iglesia romana pasó a estudiar la Biblia casi exclusivamente en latín. Como consecuencia de ello, los teólogos cristianos se vieron privados de la capacidad de meditar sobre el refinamiento de la prosa hebrea de la fuente primaria, hecho que explica la brecha interpretativa que se detecta entre la óptica del cristianismo y la tradición judía en lo referente al Génesis.
Quienquiera que se dedique al estudio del relato de la creación en hebreo clásico descubrirá pronto que es prematuro hablar de Adán y Eva en el capítulo 1 del Génesis. Al principio, la palabra ha-adam se refiere específicamente al terrícola recién creado con sus costados femenino y masculino. Según progresa la narración, la palabra va cambiando de significado hasta convertirse en nombre propio alusivo al Adam varón. Esta situación se produce de manera inequívoca en Gn 4,25 al tiempo que desaparece el prefijo ha-. El nombre Eva, en hebreo Jáwwah, aparece por vez primera en Gn 3,20.[3] La mujer lo recibe porque va a convertirse en “madre de toda vida”. Las palabras “hombre” (īsh) y “mujer” (íshshah) no figuran en el capítulo inicial del Génesis. Se introducen en 2,23 tras la dramática escena narrada en Gn 2,22.
¿Costilla o costado?
Según el Creador, “no es bueno” que el terrícola esté solo (2,18). Con el fin de resolver el problema, se le brinda la oportunidad de conocer y darle nombre a todos los animales. Sin embargo, a lo largo de este proceso se comprueba que ningún animal puede llenar el vacío existencial que afecta al terrícola. Queda claro que un ser humano necesita otra clase de compañía. Por tanto, el Creador decide facilitar una solución más adecuada. Anteriormente el narrador ha sugerido que el terrícola tiene dos costados distintos y el Hacedor procede ahora a aprovechar la posibilidad de dividirlo en dos (2,21).
Llegados a este punto del relato, muchas personas están acostumbradas a pensar que la primera mujer se hizo a base de una costilla sacada del tórax de Adam. Desde la antigüedad la historia de la costilla se ha contado innumerables veces y hasta hoy se venera como clásica en todas partes del mundo. No obstante, algunos elementos de esta visión no encajan debidamente en el relato original. En el texto hebreo, buscaríamos en vano la palabra “costilla” puesto que está ausente. Lo que es más, no existe en ninguna parte del Testamento Hebreo. La única palabra que se acerca a tal significado es ћilћēn, vocablo plural arameo incluido en el libro de Daniel (7,5) y generalmente traducido como “costillas”. El problema es que ћilћēn no figura en Gn 2. En 2,21-22 se utiliza un término muy diferente, concretamente la palabra hebrea tselaћ, cuya traducción exacta es “costado”, “lado”, “flanco” o “ladera” (Carden 2006, 28).
Según la redacción hebrea, la trascendental intervención quirúrgica emprendida por el Creador implica dejar separados los dos costados del adam original. Como consecuencia de ello, surgen dos personas: una, que es varón, se clasifica como īsh, “hombre”. Asimismo, el Hacedor utiliza literalmente el costado femenino para “construir” (bánah) un segundo ser en la forma de íshshah, “mujer” (2,23). De tal manera, la conformación física de la mujer se describe como obra de un artista o arquitecto, imagen que ha inspirado a algunos comentaristas a llamarle “corona” o momento culminante del proceso de la creación del mundo (Terrien 1985, 9-11). De todos modos, tras convertirse en dos seres separados, tanto él como ella van a enfrentar un futuro diferente. Literalmente hablando son dos compañeros iguales hechos del mismo material (2,23), reflejando ambos la imagen divina (Carr 2003, 18).
Misoginia
Si tantos biblistas han dado el excepcional paso en 2,21 de interpretar “costado” como “costilla”, es lógico suponer que una leyenda de tales características tiene un origen histórico-cultural. En efecto, la raíz del problema parece hundirse en una cultura de misoginia generalizada (Svartvik 2006, 225). Algunos filósofos de la antigüedad estaban convencidos de que el varón está plenamente desarrollado, que es racional y dado al pensamiento sistemático y, por tanto, rey de la creación. En este contexto, Aristóteles presenta a la mujer como un ser “inmaduro” o “incompleto” cuyo desarrollo biológico se ha detenido en una fase prematura (McCleary 2004, 68). Por consiguiente, ella vive gobernada por instintos y emociones irracionales y le toca ocupar una posición inferior. En los numerosos ambientes partidarios de tales hipótesis especulativas, la ficción de la costilla sacada del varón se aceptó con agrado ya que confirmaba la superioridad masculina y relegaba a la mujer a un lugar secundario y de dependencia.
En el cristianismo de hoy, tales visiones de la mujer no tienen cabida. No obstante, fueron muy comunes en épocas pasadas. En su primera carta a los Corintios 11,9 el apóstol Pablo refleja el mismo ideario afirmando que la mujer existe “para el hombre”. En su mayoría, los padres de la iglesia, que vivieron entre los siglos II y V EC, expresaban ideas misóginas. Destacan en este contexto los nombres de Juan Crisóstomo, Clemente de Alejandría, Orígenes, Ambrosio y Agustín de Hipona. Asimismo, prevalecen las actitudes de menosprecio hacia la mujer en la literatura teológica de la Edad Media (Jordan 1997, 169). Las explicaciones son varias: en primer lugar, en los autores de estos periodos influye el pensamiento de los antiguos filósofos precristianos. En segundo lugar, vale la pena recordar que los teólogos, en su inmensa mayoría, eran célibes. Se mantenían a distancia de las mujeres porque pensaban que ellas tenían la culpa si al hombre le invadían pensamientos “impuros” capaces de apartarlo de la disciplina requerida por la vida espiritual (Karras 2005, 28-37, 116).
En general, según los padres de la iglesia, los hombres deben evitar escuchar a las mujeres porque éstas son insensatas. De igual modo, un respetable cabeza de familia hace bien si mantiene a su(s) mujer(es) e hija(s) estrictamente vigiladas debido al supuesto apetito sexual desenfrenado que las caracteriza (Loader 2013, 34, 67). La mirada represiva sobre la mujer continuó generalmente sin cambios a lo largo de la Edad Media y más allá de la Reforma protestante. Si bien es cierto que la misoginia ha venido retrocediendo durante el siglo XX, continúa en pie en determinados ambientes hasta nuestros días.
El tema es importante por varias razones históricas. Los mismos teólogos cristianos que consideran inferior a la mujer, expresan con frecuencia puntos de vista negativos sobre la homoafectividad entre varones. Especialmente les horroriza la manifestación sexual de tales sentimientos e impulsos, sobre todo porque los escritores creen que una de las dos partes en una relación homoafectiva tiene necesariamente que adoptar un papel “femenino”. Además, rechazan las relaciones eróticas entre mujeres porque perciben tales formas de intimidad como “contrarias a la naturaleza”.
De la igualdad a la opresión
Es importante resaltar que la tradición cristiana viene malinterpretando otra palabra clave hebrea en Gn 2,18, a saber, ћezēr (McCleary 2004, 68). Generalmente este término debe traducirse como “sostenedor”, “protector”, “defensor” o “libertador”. Tanto es así que alude a menudo al Dios de Israel. Por ejemplo, Moisés elige poner a uno de sus hijos el nombre de Eliћezēr , apelativo que combina Elí, “Dios mío”, con ћezēr, “sostenedor” (Ex 18,4). En Dt 33,7 Moisés ruega a YHVH a defender a la tribu de Judá en calidad de ћezēr, “protector”. A la luz de estas circunstancias, vemos con claridad que la misión del nuevo ћezēr en Gn 2 no se limita a liberar al terrícola de su soledad. Al contrario, el ћezēr asegura de manera significativa el bienestar humano contribuyendo a su protección y a su desarrollo. Mediante esta palabra, el narrador subraya que la mujer, al igual que el hombre, se ha creado a imagen de Dios (Terrien 1985, 10-11). Esta impresión queda reforzada viendo que el Creador declara en el texto hebreo que el ћezēr ocupará una posición descrita como kenegdō. La traducción literal de este adverbio es “frente a él”, expresión que sirve para indicar el significado de “correspondiente”, “a su nivel” o “a su altura”.
Como hemos dicho anteriormente, los capítulos 1 y 2 del Génesis sientan las bases para que haya igualdad entre el varón y la hembra, ya que ambos reflejan un aspecto esencial de lo divino. Según el narrador, la jerarquía social en que predomina el varón no pertenece al orden de lo creado, o sea, no es inherente a la condición humana. Sólo tras la expulsión del Edén cambia la relación ya que la mujer se ve de manera creciente sujeta a la autoridad masculina.
En resumidas cuentas, es justo destacar varios factores de importancia planteados por el relato de la creación: (1) todo ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios; (2) en contraste con esto, un elevadísimo número de padres de la iglesia y teólogos medievales considera que la mujer es inferior al hombre y (3) estos mismos círculos han fomentado la secular opresión de las personas con orientaciones gay, lesbiana y bisexual. Tras la reforma protestante, las nuevas corrientes reformadas siguieron, en su inmensa mayoría, los pasos de la iglesia medieval aceptando sin cuestionarlo el enfoque represivo heredado de sus antecesores. Hasta la fecha, la desigualdad se mantiene como norma ineludible en una serie de denominaciones y grupos.[4]
Como hemos señalado anteriormente, la historia de la supuesta costilla del adam es un elocuente ejemplo de cómo una interpretación sesgada motivada por la antigua ideología androcéntrica y misógina logra desplazar la idea de la igualdad entre los dos géneros lanzada por el narrador hebreo. Lo realmente asombroso en este panorama es la continuidad de la traducción equivocada de tselaћ en las versiones bíblicas de nuestro tiempo, que todas proponen “costilla” en lugar de “costado”. Su fidelidad a una tradición eclesiástica nacida al margen de la Biblia obliga a los traductores a ejercer una forma de dominio sobre el texto sagrado, procedimiento que merece el calificativo de censura.
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[1] Hamilton 1990, 156; Korsak 1993, 227-29; Alter 1996, 8; Greenberg 2004, 47; McKeown 2008, 31.
[2] Korsak 1993, 227-30; Schottroff 1997, 24-38.
[3] La forma griega de “Eva” es Eua.
[4] Stuart & Thatcher 1997, 151-55; Marks 2009, 85; White 2015, 185.