Los grandes avances de físicos, astrónomos y astrofísicos en el campo del estudio del Universo, su origen y evolución; sus constantes fundamentales y sus fenómenos asombrosos, como la materia oscura y los agujeros negros, obligan forzosamente a replantear, a los que no lo hayan hecho todavía, el relato de la creación según Génesis 1. Es del todo insostenible creer o seguir pensando que la Biblia nos está ofreciendo un relato científico a la par con el que nos ofrece la ciencia. No es cuestión de protestar que uno cree más a Dios que la Ciencia. Es ridículo, infantil, y va contra la misma revelación ya que esta no nos pone en semejante disyuntiva. No podemos apelar a Dios en un debate sobre el que Él no ha revelado nada. La Biblia es un libro religioso y como tal, ofrece respuestas religiosas, por eso el relato de la creación está estructurado en un ciclo “litúrgico” de siete días: seis de trabajo creador y uno de descanso. Evidentemente el propósito de este relato no es informarnos de lo que estaba muy por encima de la mente y capacidad comprensiva de sus redactores, por más inspirados divinamente que estuvieran. El fundamentalismo hermenéutico, en su afán de ajustarse y salvar la letra, llega a decir que Moisés, supuesto autor del Pentateuco, fue objeto de una visión divina en la que contempló, como en una proyección cinematográfica, la creación del Universo y de la vida en la tierra, de manera que ahora tenemos en la Biblia un descripción exacta, aunque muy resumida, de lo que ocurrió al principio.
Pero, el caso es que esta película imaginada en nada se corresponde con la película como realmente es. Una de las últimas constataciones de cómo es realmente el Universo, es la tremenda violencia galáctica y cósmica presente en el mismo. Hasta no hace tanto, los físicos estaban habituados a pensar en el Universo como un gran complejo mecánico, con todos sus componentes operando en armoniosa compenetración, como el mecanismo de un reloj perfectamente construido, con “precisión, cálculo y regularidad”, como decían los antiguos; o como el deuterocanónico libro de Sabiduría expresa: “Tú lo has dispuesto todo con moderación y orden y equilibrio (Sab. 11:20 DHH). La Vulgata latina traducía: “Tú dispones todas las cosas con justa medida, número y peso”. Esa era la imagen universalmente aceptada, que ha llegado hasta nuestros días, y que muchos siguen haciéndose de Dios como el Gran Arquitecto del Mundo, el Relojero que mantiene funcionando la maquinaria del Cosmos. Tal era, más o menos, la física clásica o mecanicista.
“La mayoría de los científicos posteriores a Newton –nos dice el profesor David Morrison– han concebido el Sistema Solar como una máquina determinista que obedece las leyes naturales con la precisión de un aparto de relojería. Nuestra cosmología apenas dejaba espacio a los colisiones violentas”[1].
Hoy sabemos que nuestro Universo, nuestro Cosmos (lo ordenado), al mismo tiempo que sistema de regularidad y estabilidad, de aparente inmutabilidad, es un lugar lleno de violencia, de tal modo que podemos hablar de tsunamis cósmicos, capaces de arrasar galaxias enteras; bombas termonucleares de una magnitud destructiva superior a todo lo que podemos imaginar, dada la liberación de grandes cantidades de energía, cantidades que escapan a nuestra experiencia cotidiana.
La mayoría de los cuerpos cósmicos que conocemos, estrellas, planetas, lunas, anillos, siguen órbitas estables, pero existen cuerpos menores, cometas y asteroides, que en su mayor parte obedecen a órbitas estables, pero algunos, que no tienen una trayectoria estable, pueden provocar cruces con las órbitas de otros planetas. En algunos de estos cruces, puede producirse una coincidencia de cuerpos dando lugar a una colisión cósmica. Periódicamente caen en nuestro planeta Tierra, procedentes del cielo, trozos de roca e incluso fragmentos de planetas menores, asteroides, o de cometas que nos dejan cicatrices como prueba. En nuestro viaje alrededor del Sol nos acompañan más de media docena de planetas, varias lunas, asteroides, cometas, polvo volcánico, gas, radiación nuclear, neutrinos, viento solar y otros raros objetos y fragmentos. Cada segundo avanzamos más de 30 kilómetros en el espacio y si algo está allí esperándonos o se mueve hacia el mismo punto que nosotros chocaremos con resultados impredecibles. “La Tierra camina a través de un campo minado de catástrofes potenciales” (David Morrison). A nivel del mar, dice el físico Frank Close, de quien tomamos todos estos datos, nos protege la atmósfera, pero fuera en el espacio el más pequeño grano de arena puede ser letal; una partícula del tamaño de una cabeza de alfiler podría agujerear el armazón de una nave espacial, y una piedra del tamaño de la yema de un dedo podría destruirla por entero[2]. Los cráteres conocidos debidos a impactos y de tamaño superior a un kilómetro salpican completamente nuestro globo terráqueo.
No hace mucho se halló el agujero negro más destructor del Universo, que devora una estrella al día. Si bien este agujero negro fue descubierto en 2018, los astrónomos solo recientemente han podido calcular su extrema voracidad. Según datos publicados por los astrónomos este agujero ultramasivo se halla en el interior de un quásar a 12.500 millones de años luz de la Tierra, es decir que está presente desde cuando el universo tenía solo 1.300 millones de años, menos del 10% de su edad actual.
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Solo por curiosidad. No fueron los físicos John Wheeler, ni Stephen Hawking, ni George Ellis o Roger Penrose, los primeros en advertir la presencia de agujeros negros. Agárrense bien. El primero en describir un agujero negro fue un pastor anglicano y filósofo naturalista que vivió en el siglo XVIII: John Michell (1724-1793). Teorizando sobre la velocidad de la luz y dando por sentado que luz estaba compuesta de pequeñas partículas de materia, dedujo que una estrella cuando tuviera 500 veces la masa del sol, la luz no podría escapar de ella y sería invisible para el mundo exterior. La luz, explicó, emitida por tal cuerpo sería forzada a volver sobre sí por su propia gravedad. “Es extraordinario que llegara a la misma conclusión a la que se llega en la versión de la relativista del problema”[3]. John Michell llegó a sugerir que se podrían detectar los invisibles agujeros negros si alguno de ellos tuviera estrellas luminosas girando alrededor de ellos, y de hecho, este es uno de los métodos que los astrónomos utilizan a día de hoy para localizar agujeros negros[4].
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En suma, el Universo es el escenario de los fenómenos más violentos que podamos imaginar: colisiones galácticas, explosión de supernovas, y agujeros negros que no permanecen fijos en un lugar, como hasta poco se creía, sino que se mueven, se desplazan y absorben y destruyen todo lo que entra en su campo de acción[5].
A la luz de estos datos, podemos decir que nosotros, los terrícolas, estamos vivos de milagro. Lo asombroso es que estemos aquí. Hace 4.400 millones de años nuestro planeta colisionó con un planeta embrionario que pudo haber causado la destrucción total de la Tierra. En 1946, tratando de buscar una explicación de la misteriosa formación de la Luna, el geólogo canadiense Reginald Aldworth Daly (1871-1957), propuso la teoría de que un planeta del tamaño de Marte pudo impactar contra la Tierra, lo que provocó el lanzamiento en torno a ella de grandes cantidades de materia, parte de la cual pudo reagruparse dando lugar a nuestro satélite lunar –ningún otro planeta conocido tiene un satélite tan grande como el nuestro en relación a su tamaño. Esta teoría ganó credibilidad cuando en 2014 un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga (Alemania) llevó a cabo un estudio en el que se confirmaba con alta probabilidad, a partir del análisis de la composición de las rocas lunares recogidas por los astronautas de las misiones Apolo. Recientemente un grupo de científicos de la Rice University, de Houston (EE.UU.), observaron que ese impacto no solo originó la Luna, sino que pudo ser también el responsable de la aparición de los elementos que hicieron posible la vida en la Tierra[6].
La gigantesca colisión del planeta embrionario con nuestro planeta posiblemente aportó los elementos esenciales para la vida en una etapa muy tardía de su creación. En entrevista con BBC News Brasil, el geólogo y científico especializado en planetas Rajdeep Dasgupta, recordó que “el carbono, el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno, el azufre y el fósforo son los elementos clave para la vida tal como la conocemos… Sin carbono, nitrógeno y azufre no es posible producir los hidrocarburos, aminoácidos y proteínas necesarias para la vida”[7].
Se cree que la colisión no habría sido frontal, sino de lado, justamente en el ángulo preciso para que ninguno de los dos cuerpos se aniquilaran. Al contrario, parte de ese planeta, al que se puso el nombre de Theia, fue incorporado, mediante fusión, por la Tierra, aportando así los elementos claves para la vida. Por otra parte, la formación de la Luna aminoró el movimiento rotatorio de la Tierra sobre su eje, contribuyendo así a la aparición de la vida. Algunas simulaciones matemáticas llevan a la conclusión de que si la Tierra no tuviera la Luna, la inclinación de su eje variaría caóticamente entre unos 30 y 70 grados, lo que implicaría una gran inestabilidad climática que dificultaría la existencia de la vida en la superficie de la Tierra. Debemos a la Luna más de lo parece, gracias a ella se puede decir que somos un planeta privilegiado[8] tocante a la existencia de vida y vida humana.
Se ajuste o no a nuestras ideas y preferencias de cómo debería ser la Creación de Dios, el hecho es que esta es ordenada y caótica; regular y violenta; accidental y finamente ajustada en sus leyes fundamentales para la aparición de la vida. La vida inteligente que nosotros representamos, y que es la conciencia del Universo, la posibilidad de que el Universo sea consciente de sí mismo. Tenemos que comenzar a convivir con la imagen que la ciencia nos ofrece del Universo y ajustar nuestra mente a lo que la ciencia viene descubriendo por encima de toda duda y a lo que realmente dice la Biblia, para qué lo dice y cómo lo dice.
No se defiende la credibilidad de la fe adoptando posturas negacionistas de lo que ciencia está diciendo, y de lo que le queda por decir. No podemos repetir los errores del pasado, que se perpetuaron durante siglos, y que hoy nos parecen absurdos. Bertrand Russell nos recuerda que la primera batalla enconada entre la teología y la ciencia fue la disputa astronómica. Me parece que hoy estamos en la misma situación. Russell recuerda a Copérnico y su sistema heliocéntrico, y nos informa que:
“al principio, los protestantes fueron mucho más severos contra él que los católicos. Lutero decía: «el pueblo presta oídos a un astrólogo advenedizo que ha tratado de mostrar que la tierra se mueve, no el cielo o el firmamento, el sol y la luna. Quien quiera aparecer más inteligente, debe idear algún nuevo sistema que será, sin duda, el mejor de todos. Este necio quiere poner del revés toda la ciencia astronómica; pero las Sagradas Escrituras nos dicen que Josué mandó detenerse al sol y no a la tierra».
Melanchthon era igualmente enérgico; también lo fue Calvino, quien después de citar el texto del Salmo 93,1 («Afirmó también el mundo, que no se moverá»), concluía de modo triunfante: «¿Quién se atreve a colocar la autoridad de Copérnico sobre la del Espíritu Santo?» Todavía Wesley, en el siglo XVIII, aunque no se atrevía a ser tan rotundo, afirmaba sin embargo que las nuevas doctrinas astronómicas «tienden a la incredulidad»”[9].
Hoy se repite el mismo error en el campo de biología y la evolución humana, con un fundamentalismo hermenéutico que quiera aprisionar la mente en el estrecho espacio de sus prejuicios bíblicos de corte literalista, sean creacionistas de tierra antigua o tierra joven –y un buen número de diseño inteligente-, lo cual conduce a un suicido intelectual de nuestros jóvenes más inquietos y mejor informados. Es sabido que no se puede convencer a un terraplanista de su error, tampoco a un creacionista “científico” de su falta de ciencia, y de teología. “Los estudios sobre terraplanistas y otras teorías de la conspiración indican que ellos creen ser quienes están actuando con lógica y razonando de forma científica”[10]. Lo mismo ocurre con los creacionistas científicos, ellos son los únicos que están razonando de forma científica y fiel a la Biblia, al tomar a Dios por su palabra y no ceder a la presión de los incrédulos y de los infieles liberales y modernistas.
Imposible el diálogo cuando alguien se niega al mismo, seamos respetuosos al menos y no impidamos la investigación libre y responsable, sabiendo que cada cual, en la medida de sus fuerzas, trata de ser coherente con sus ideas y creencias y con el momento histórico del tiempo que le toca vivir.
La ciencia no niega el misterio de la vida, de hecho la considera el gran enigma cuyo origen es del todo imposible de explicar. Me llama poderosamente la atención que el Premio Nobel Paul Nurse en su reciente estudio sobre la naturaleza de la vida recurra un buen número de veces a la palabra milagro y sus sinónimos, más propias del lenguaje teológico que del biológico[11]. Como creyentes sabemos que aunque nada de lo que existe es suficiente para dar razón de la existencia de la vida y vida inteligente, no somos un resultado accidental, casual, sino el resultado de una voluntad que ha querido y buscado la existencia de un mundo de seres humanos capaces de entrar en comunión con esa voluntad trascendente que es a la vez el fundamento del ser y su condición de permanecer en el ser. El fundamento que nos funda y nos otorga el valor de ser, el mismo que se manifestó paradójicamente en la persona de Jesús de Nazaret, declarado hijo de Dios por el poder de su vida, muerte y resurrección (Ro 1:4), de manera que Dios asume lo humano en su ser como una realidad consustancial, mientras que nosotros, habitantes de este pequeño planeta afortunado, somos humanos por donación de ese Dios tan humano, tan divino.
Bibliografía
Jayant V. Narlikar, Fenómenos violentos en el Universo. Alianza Editorial, Madrid 1987.
Nigel Calder, Violent Universe. British Broadcasting Corporation, 1969.
Kimberly Weaver, The Violent Universe: Joyrides through the X-ray Cosmos. The Johns Hopkins University Press, 2005.
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[1] David Morrison, “Los impactos y la vida: moradores de un sistema plenetario inseguro”, en Yervant Terzian y Elizabeth Bilson, eds., El Universo de Carl Sagan. Cambridge University Press, Madrid 1999, p. 94.
[2] Frank Close, Fin. La catástrofe cósmica y el destino del Universo. Crítica, Barcelona 1991.
[3] Malcolm S. Longair, La evolución de nuestro universo. Cambridge University Press, Madrid 1998, p. 80.
[4] John Michell: El hombre que describió los agujeros negros en 1783. https://recuerdosdepandora.com/ciencia/astronomia/john-michell-el-hombre-que-describio-los-agujeros-negros-en-1783. Cf. “November 27, 1783: John Michell anticipates black holes”, American Physical Society News, 27 (2009). https://www.aps.org/publications/apsnews/200911/physicshistory.cfm
[5] Jayant V. Narlikar, Violent Phenomena in the Universe (Dover Publications, 2012); Kimberly Weaver, The Violent Universe: Joyrides through the X-ray Cosmos. (Johns Hopkins University Press, 2005).
[6] “Delivery of carbon, nitrogen, and sulfur to the silicate Earth by a giant impact”, en Science Advances 23 Jan 2019. Azucena Martín, La colisión planetaria que originó la Luna hizo posible la vida en la Tierra, 23-6-2019. https://hipertextual.com/2019/01/colision-planetaria-luna-hizo-vida-tierra
[7] Edison Veiga, La megacolisión planetaria que pudo haber formado la Luna y hecho posible la vida en la Tierra, 27-1-2019. https://www.bbc.com/mundo/noticias-46993619
[8] Guillermo González y Jay Richards, El planeta privilegiado: Cómo nuestro lugar en el cosmos está diseñado para el descubrimiento. Palabra, Madrid 2006.
[9] Bertrand Russell, Religión y ciencia. FCE, México 1951, p. 22.
[10] Javier Salas, No puedes convencer a un terraplanista y eso debería preocuparte, https://elpais.com/elpais/2019/02/27/ciencia/1551266455_220666.html?fbclid=IwAR3Kh3gv00tjup4bVQpUDxhZteZxWehhep1c2vzidhFBdZVVbHhAqDzkydw
[11] Paul Nurse, ¿Qué es la vida? Planeta, Barcelona 2020.