La siguiente reflexión se remonta a mis clases presenciales de la asignatura sobre Los Credos primitivos. Su contenido y significado, que tuvimos en nuestra Facultad hace unos años. Uno de los temas que discutí con mis estudiantes fue la pregunta de cómo había que entender la formulación del Credo en el tercer artículo, que dice «Creo (…) Iglesia…». Parece que es una pregunta de relevancia perenne, porque justo en estos días hemos vuelto a esta fórmula, «Credo (…) Ecclesiam…», en el foro semanal de nuestro actual estudio online. Me doy cuenta de que los debates que teníamos entonces en las clases presenciales coinciden con los actuales. Hay comentarios de índoles diversas. Mientras que algunos, pocos, sí perciben que Iglesia tiene que ser algo más que la suma de sus partes (comunidades locales), otros defienden que no hay más misterio y confirman –con cierto miedo a caer en concepciones católicas- que la Iglesia no es más que aquel grupo de personas que se reúnen el domingo para celebrar un culto en un lugar concreto y a una hora determinada. El debate que mis estudiantes han mantenido me ha hecho pensar. ¿Por qué mientras la conciencia colectiva cristiana de los primeros siglos llegó a formular sin titubeos su fe en la Iglesia (aunque el «en» no aparece en todas las fuentes), parece que a nosotros hoy nos cuesta decir con convicción plena y franca: «Credo (…) Ecclesiam…»? ¿Es posible que aquí nos topemos con uno de los síntomas, si no causas, de nuestra actual crisis eclesial? Vamos a buscar otro ángulo para seguir reflexionando sobre estas preguntas.
En relación con mi investigación sobre Eugen Biser, estoy leyendo en estos días su libro sobre la libertad, que lleva el título Provocaciones de la libertad. Ante la dificultad de abordar un tema tan trillado y estereotipado como lo es éste, Biser establece una comparación con el concepto de sabiduría del Antiguo Testamento. Analizando las características de la sabiduría en el libro de Proverbios, saltan a la vista dos aspectos: por un lado la sabiduría, que aparece personificada como mujer, es un sujeto que defiende su propia causa. La sabiduría no es ni mucho menos un tema que se podría tratar o poner a un lado para retomarlo cuando uno quiera. Ella misma se presenta cuando y como quiere, llama, invita e insiste. Es provocadora e intenta convencer, con las habilidades seductoras propias de una mujer, a los que pasan por delante de ella. Sobre todo, la sabiduría es sujeto y no objeto. Por otro lado, una vez que alguien comienza a adquirirla, no puede nunca saciarse del todo. Es más, cuanta más sabiduría posee, más la deseará y la buscará. Nunca se la puede poseer de tal forma que uno se sacie totalmente, que no siga despertando ya interés o que su causa no sea ya pertinente.
Partiendo de este símil, Biser establece su comparación con la libertad. ¿Qué es lo que nos provoca hacia la libertad? ¡La libertad misma! También la libertad aparece como sujeto que defiende su propia causa, e igual que en el caso de la sabiduría, nunca es posible acabar con dicho tema. No es posible cruzar los brazos pensando que ya la poseemos. La libertad es más bien promesa que posesión, es más potencia que acto definitivo. En un breve recorrido por la historia del concepto, Biser resalta el logro del cristianismo. Mientras que en la antigüedad la conciencia de la libertad sólo aparecía parcialmente, todavía marcada por ciertas estructuras coactivas, en el cristianismo la libertad se convierte en algo deseable por su valor intrínseco. Aunque Pablo la entiende inicialmente ante todo como libertad ante la ley mosaica, ella aparece cada vez más como característica fundamental de la realización humana (Bultmann). Entendida no sólo como libertad de, sino sobre todo como libertad hacia, la libertad es por Cristo, espacio abierto, imprescindible para el proyecto de la realización humana. Se trata, pues, de una nueva comprensión de la libertad, entendida como fin en sí misma, que culmina en el versículo: «Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo» (Gal 5,1).
Aproximándose a su antropología-modal y a su eclesiología, Biser entiende la libertad como una posibilidad de autorrealización humana. La libertad es la constante provocación que nos incita, nos empuja y nos recuerda el potencial de desarrollo que incluye nuestra existencia humana (creación) y a la que Cristo quiere conducirnos (redención). Libertad es para Biser una salida, no una posesión, una utopía más que un realismo, porque la medida es Dios y no, como en otros proyectos de libertad, el ser humano. Siendo uno de los importantes teólogos fundamentales de nuestro tiempo, Biser, evidentemente, no ignora las aspiraciones modernas por la libertad. Pero, considerando el secularismo más una consecuencia que un enemigo del cristianismo, la moderna búsqueda de libertad en el fondo no contradice la libertad cristiana, sino que la primera se fusiona con la segunda en el acto fundante de una existencia verdaderamente libre.
¿Acaso nos hemos ido por las ramas? ¡No! El tratado de Biser sobre la libertad, si se lee con suficiente sensibilidad y entre líneas, en el fondo habla de la Iglesia, pues ofrece una eclesiología implícita, encubierta. El espacio Iglesia, comprendido como espacio de superada enajenación, converge con la libertad y es fundamentalmente el espacio del desarrollo humano libre de las estructuras coactivas de la sociedad. Pero, y esto es lo que me parece más sugerente, el pensador católico ofrece una original interpretación del Ecclesia semper reformanda.
Tal vez, y siguiendo la problemática aludida al inicio, hemos caído en el error de creernos sujetos de la reforma de la Iglesia, como si la Iglesia fuese un objeto a nuestra disposición. Con buena intención protestante tendemos a considerar la Iglesia como la suma de nuestros proyectos, ya sean más sociales o evangelizadores. O, para recoger una de las metáforas cada vez más famosas, la Iglesia aparece como un dinosaurio que nosotros intentamos empujar y mover de su sitio, sin mucho éxito, porque –por más que en nuestra unión de comunidades se trate de un Micropachycephalosaurus (30 cm de longitud)- tiene un trasero muy pesado. Pensamos que reformar la Iglesia, lo cual es sin lugar a dudas la buena intención de todos los que trabajamos en ella, es algo de lo que nosotros somos los sujetos, tenemos la iniciativa, las ideas y el control. Una perspectiva seguramente torcida, que va a la par con aquella otra según la cual la Iglesia aparece como posesión nuestra.
Pero siguiendo a Biser y al Credo cristiano, el Ecclesia semper reformanda sólo lo podemos entender en el sentido de que es la Iglesia misma la que tiene la iniciativa, que la Iglesia es el sujeto y que es ella la que defiende su propia causa. Sería la confesión del Credo (…) Ecclesiam la que nos debería llevar a ver que la primera y la más importante condición del Ecclesia semper reformanda es que nosotros nunca poseemos la Iglesia: es ella la que nos tiene a nosotros. De manera similar al caso de la sabiduría, la confesión de la Ecclesia no la entrega nunca en nuestras manos de forma definitiva, sino que incrementa nuestra fe en ella; con la salvedad de que ella no es objeto de fe como lo es el trino Dios.
Biser tituló su libro Provocaciones de la libertad, que, adaptándolo a nuestro tema, podemos leer en clave de Provocaciones de la Iglesia. En la actualidad, es la Iglesia misma, la de nuestro Credo, la que nos quiere provocar, incitar y empujar. No a que reformemos la Iglesia, sino a ser ella la que nos reforme a nosotros, comenzando con una clara confesión de la Iglesia. Los primeros cristianos no hablaban de la reforma de la Iglesia, sino que la confesaban y se la creían de verdad. El Credo (…) Ecclesiam, que precede históricamente al Ecclesia semper reformanda, posee, anteponiendo la existencia gratuita al activismo, algo sumamente consolador que nos permite mirar más allá de los pequeños conflictos dominicales e insuficiencias eclesiales. En este sentido puede ser, si se lo permitimos, lo que siempre ha sido a lo largo de la historia, el primer paso hacia una eclesiología autóctona.
- «Credo (…) Ecclesiam», una reflexión - 11/04/2013