Posted On 03/09/2013 By In Biblia, Opinión, Teología With 4341 Views

“¿Creemos en un solo Dios, padre todopoderoso?” ¿De Verdad?

Porque nada hay imposible para Dios (Lc. 1, 37)

No se nos malentienda. No planteamos si se conoce o se acepta el llamado Credo de Nicea, cuya primera declaración citamos literalmente en el título; no nos cuestionamos si se prefiere en su lugar el Credo apostólico, ese que comienza con la fórmula “Creo en Dios Padre Todopoderoso”, o cualquier otro. La pregunta que hoy ponemos sobre el tapete con la intención de suscitar una pequeña reflexión en el amable lector es si los cristianos de hoy creemos realmente en un Dios que todo lo puede, un Dios omnipotente, como enseñan las Sagradas Escrituras y se ha plasmado en los distintos credos y confesiones de fe históricas de la Cristiandad. Son demasiados los creyentes que hemos ido encontrando a lo largo de nuestra vida —¡y seguimos encontrando!— que parecieran no tener demasiado clara esta idea. En ciertos círculos evangélicos mayoritarios de nuestro país y en las sectas, donde lo que impera —mal que les pese a muchos— es una crasa ignorancia de las enseñanzas bíblicas, son demasiado comunes las predicaciones y los cultos llamados “de reavivamiento” en los que se apela de continuo, v.gr., a la decisión de aceptar a Cristo incluso con manifestaciones físicas muy concretas (alzar la mano, ponerse en pie delante de todo el mundo, avanzar hasta el estrado y cosas por el estilo), siempre teñida de un fuerte emocionalismo, de manera que da la impresión de que si alguien no responde a ese tipo de planteamientos, sea por timidez natural, por un sentido cultural del ridículo o simplemente porque considera absurda toda esa parafernalia, “ha rechazado el Evangelio”, y como llegan a afirmar algunos, “Dios ha querido salvarlo, pero no ha podido”. Esos mismos ámbitos suelen ser aquéllos en los que se prodigan mensajes machacones que amenazan de continuo con perder la salvación a cualquiera que no cumpla con determinadas reglamentaciones, de manera que el Dios que redime a los hombres en Cristo según las Escrituras parece estar siempre perdiendo almas, no ser capaz de conservarlas, ya que todo depende del esfuerzo de éstas en unos porcentajes determinados. Si a esto añadimos el maniqueísmo larvado (o no tan larvado) de muchos creyentes actuales que en realidad profesan un claro y escandaloso dualismo —por un lado Dios, que es bueno, y por el otro Satanás, que es malo—, en el que Dios no siempre lleva la mejor parte, pues tenemos el cuadro completo. Expresiones como “Satanás se metió por medio y desbarató toda la obra de Dios”, o “no era la voluntad de Dios que eso sucediera, pero…”, forman parte del lenguaje (o del patois) de muchos círculos cristianos.

Por decirlo de forma clara, el Dios en que muchos cristianos contemporáneos profesan creer es un dios nadapoderoso, impotente más que omnipotente, incapaz de mantener lo que ha realizado y constantemente limitado en su actuación y en sus designios por las fuerzas malignas de Satanás, cuando no por las “decisiones” y la voluntad de los seres humanos. Luego no nos extrañe que proliferen sectas satánicas, que se nutren precisamente de gentes educadas en el cristianismo; como decía hace años uno de sus dirigentes europeos más destacados: si Satanás es tan poderoso, bien merece la pena darle culto, por si acaso. Y no nos llame la atención que el Islam vaya haciendo cada día más adeptos, incluso entre personas que en otro tiempo han profesado la fe cristiana y evangélica; conocemos ya algunos casos precisos. Y es que el Dios Altísimo que predican el Corán y la Sunna (la tradición musulmana mayoritaria) es un Dios que realmente todo lo puede y cuyos designios son inamovibles, un Dios realmente soberano.

Dejémonos de historias. El Dios que hallamos en las páginas de la Santa Biblia está en las antípodas de lo que por desgracia se proclama en ciertos grupos cristianos. Ni siquiera los evidentísimos antropomorfismos y antropopatismos del Antiguo Testamento, con toda su riqueza teológica y sobre todo estilística, empañan la imagen general que proyectan los Escritos Sagrados acerca del omnímodo poder divino. A ninguno de los hagiógrafos, profetas, apóstoles y autores apostólicos que redactaron la Biblia se les hubieran pasado por las mientes planteamientos como los que hoy se escuchan en tantos círculos pretendidamente cristianos.

En lo referente al diablo (o los diablos, en plural, porque se da a entender en las Escrituras que son numerosos), figura por demás extraordinaria de la literatura bíblica y de un grandísimo valor teológico si se la entiende adecuadamente, éste siempre aparece limitado por la omnipotencia divina, no al revés. Se le autoriza a actuar en ciertas ocasiones (Job 1, 12; 2, 6), se le permite ejercer cierto poder en este mundo, del cual se lo declara príncipe (Jn. 12, 31; 16, 11), se dice sin ambages que es acusador de los creyentes por naturaleza (Zac. 3, 1; Ap. 12, 10), pero se lo presenta siempre como alguien sometido muy a su pesar a la autoridad divina, y con una sentencia irrevocable de condenación eterna pendiente sobre su cabeza (Mt. 25, 41). Nada más lejos de un supuesto “dios del mal”, concepto propio de las religiones paganas, pero que, aunque nunca lo admitirían como tal, profesan de hecho muchos creyentes cristianos contemporáneos. Digámoslo claro: en la Santa Biblia el diablo nunca bloquea a Dios ni desbarata sus planes, no lo limita, no le impide llevar adelante sus designios salvíficos más de lo que podríamos hacer los seres humanos. La escena más impresionante que nos muestran las Escrituras de un tú a tú entre Dios y el diablo es la de las tentaciones de Jesús en el desierto. Una simple lectura superficial de cualquiera de las dos recensiones que tenemos en los evangelios, la de Mateo o la de Lucas, nos permite entender sin demasiada dificultad quién ostenta la autoridad en el universo, quién tiene la última palabra. Gracias a Dios.

Y en lo referente a la salvación eterna de los seres humanos, resulta lastimoso escuchar cómo creyentes cristianos, cuya buena fe y sinceridad no ponemos en duda, pero sí su conocimiento de las Escrituras, rebajan al Todopoderoso al nivel de un simple chapucero o un completo incompetente. De la seguridad de la salvación del creyente como algo inamovible en las Escrituras dan testimonio numerosos textos y pasajes, desde las palabras de Jesús que declaran que nadie puede arrebatar de la mano divina las ovejas de su Padre (Jn. 10, 27-29) hasta las impresionantes declaraciones de San Pablo Apóstol sobre la elección de los hijos de Dios (Ro. 8, 29-39), sin olvidar la controvertida declaración de Ap. 13, 8 que habla de los nombres inscritos en el libro de la vida del Cordero inmolado desde el principio del mundo, y que tanta tinta ha hecho correr a lo largo de los tiempos. La redención operada por Nuestro Señor Jesucristo es suficiente para asegurar la salvación de su pueblo, sin que se deba poner en duda, y sin que nuestros errores o nuestras malas decisiones la hagan tambalear o la anulen. Los constantes llamados a la perseverancia y a la responsabilidad del creyente en el camino del Señor, algo que Dios exige con toda justicia de su pueblo ya desde el Antiguo Testamento (donde, dicho sea de paso, la noción cristiana de salvación no es tan evidente como en el Nuevo), no sólo no contradicen la idea anterior, sino que la refuerzan. El Dios Todopoderoso encauza la vida de los creyentes aun a pesar de ellos mismos, aunque sus decisiones no sean siempre correctas, aunque en ocasiones se rebelen contra él o le desobedezcan, aunque cometan gravísimos errores que siempre acarrean su propio castigo. De ahí que, en tanto que heraldos de Cristo, debamos transmitir una Buena Nueva, no una “nueva a medias” o una “pésima nueva”: ¿se puede honestamente llamar Evangelio a la idea de que hoy uno puede salvarse y mañana perderse porque Dios no puede hacer nada más? ¿Es ésta una imagen correcta del Dios revelado en Jesús?

Si de verdad profesamos creer en un Dios Omnipotente, seamos más cuidadosos con lo que proyectamos o vehiculamos acerca de él.

Como dijo el ángel a María: nada hay imposible para Dios. Nada, efectivamente. Tal es nuestro testimonio de fe.

Juan María Tellería

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