Posted On 30/06/2014 By In Opinión, Teología With 4039 Views

¿Crisis de fe o de teología?

Al ahondarse en las llamadas crisis de fe de muchas personas, suele constatarse un importante distanciamiento o falta de concordancia entre sus imágenes mentales de Dios y su comprensión de las cuestiones espirituales y su realidad existencial. Esta falta de correspondencia entre el paradigma creído y el paradigma vivido se halla en la base de muchas de las denominadas crisis de fe.

Son muchas las personas que, por una comprensión sencilla de los postulados de la fe o por haber recibido una presentación distorsionada del evangelio, han interiorizado la convicción de que al creer todas las cosas les irían bien, no tendrían ningún problema y vivirían permanentemente felices. El evangelio como póliza de seguro. Pero, con el paso del tiempo, han descubierto la falacia de tal argumentación y como cualquier otro mortal han sufrido enfermedades, han perdido el trabajo, su matrimonio ha entrado en crisis o han tenido problemas con los hijos. Esta confrontación entre la teoría y la práctica ha conducido a muchas personas a la crisis de fe.

Frente a la tozuda realidad de la vida, en algunos ambientes se pretende conciliar los caminos inescrutables de Dios con los hechos vividos y también sufridos por la persona, considerando como voluntad divina todos los despropósitos de esta vida. Ello conduce a asumir, como recibido de Dios, cuanto pueda acontecer; minimizando la tragedia implícita de una enfermedad incurable, la ruina económica o el desapego de los hijos. En tales reductos, el creyente debe encontrar, además, el sentido o el plan de Dios en la experiencia sufrida, por traumática que esta sea, por aquello de que a los que aman a Dios todas las cosas ayudan a bien.

Hay crisis que se derivan de un mal entendido providencialismo. Se trata de la imagen de Dios controlando todos los asuntos de este mundo y todas las situaciones personales. De nuevo, el paso del tiempo y la confrontación con la realidad hacen comprender que la creación es autónoma y que se rige por sus propias leyes y según las acciones libres de los hombres. Las fallas teutónicas dan lugar a terremotos, tsunamis o volcanes con sus secuelas de víctimas inocentes. Los virus provocan enfermedades, se forman tumores y hay enfermedades incurables… El pecado estructural genera situaciones históricas que reclaman justicia: los más de cincuenta millones de refugiados en países como Afganistán, Siria, Somalia, Sudan, R.D. Congo…; las más de doscientas niñas secuestradas en una escuela de Nigeria por un grupo fundamentalista; las pateras que cruzan el Mediterráneo con su secuela de muertes… La lista es interminable. Inevitablemente, frente a tanto sufrimiento y tanta víctima inocente surge de nuevo el dilema de Epicuro: Si Dios quiere erradicar el mal y no puede no es omnipotente y si puede pero no quiere es que no es bueno. La aparente falta de respuesta al dilema sitúa a muchos en el abandono de la fe.

Entender el concepto de la autonomía de la creación hace innecesaria la pregunta acerca de por qué Dios permite tales desaguisados sin intervenir, ya que nos permite comprender que las tragedias naturales, las enfermedades, el deterioro progresivo, el mal moral… forman parte de las leyes y procesos naturales, de nuestra propia contingencia y, en muchas ocasiones, de nuestras erróneas decisiones tomadas desde el reducto de la libertad. No es posible un mundo sin mal, porque su raíz última radica en su finitud. De igual modo, la libertad humana no puede ser perfecta ya que se halla altamente condicionada. El mal no es un problema de Dios, sino de la creación y de la criatura. Como señala el teólogo Andrés Torres Queiruga: …la experiencia muestra que, mientras haya un mundo en realización, el mal físico o el mal moral ha sido, es y será inevitable.

Las presentaciones distorsionadas de la divinidad contribuyen, asimismo, a las crisis de fe. Hay imágenes generadoras de angustia y temor, como la de un Dios que prohíbe y castiga la transgresión, en las que se enfatiza más el elemento de justicia y sanción que el amor que define su esencia. El miedo a un infierno eterno, por los pecados cometidos en la temporalidad, ha inhibido la libertad y el goce de placeres lícitos a lo largo de la historia del cristianismo. Se hace difícil conciliar la doble predestinación con la libertad humana, por poner otro ejemplo. Son imágenes que contribuyen a entender la fe cristiana como un yugo y una carga pesada en lugar de favorecer la imagen de un yugo suave y una carga ligera de la que Jesús hablaba.

La superación de las crisis demanda una fe madura. Es imprescindible erradicar, hasta donde sea posible, las proyecciones y las imágenes subjetivas de Dios. No debemos hacernos un Dios a nuestra imagen o según nuestros criterios. Debemos asumir que nos hallamos frente al Misterio y que todas las imágenes que nos hacemos de Dios son tan solo aproximaciones. Hay que dejar a Dios ser Dios.

Hay que asumir la autonomía de la creación y nuestra responsabilidad en mejorar el actual estado de cosas tanto desde una vertiente ecológica como ética. Hay que denunciar y luchar contra todas las formas de injusticia y opresión que nos circundan. Es necesario transformar las caducas estructuras políticas, sociales y económicas, más al servicio del sistema que de las personas; si bien conscientes de que, aun siendo todo ello necesario, no es suficiente para la emergencia del nuevo hombre del que nos hablan lo escritos del Nuevo Testamento. Si no cambian los corazones, como metáfora de pensamientos, sentimientos, actitudes, motivaciones…, los cambios estructurales son insuficientes porque con el paso del tiempo reproducirán nuevas disfuncionalidades.

La fe madura requiere de una hermenéutica bíblica fundamentada en el método histórico crítico que venga a sustituir la literalidad con la que en demasiados círculos se aborda el estudio de la Biblia. Cuando se pretende que el relato mítico tenga el valor de histórico o científico, el riesgo de la crisis de fe se halla implícito por el hecho de que, en algún momento, las personas, cada vez más preparadas, descubrirán la diferencia de ambos registros. Quizá cuanto antecede requiere replantear también la ecuación poder – formación; en nuestro caso, la peor de las combinaciones es el ejercicio del poder eclesial con poca formación teológica. Ya no es posible apelar al está escrito sin más razonamiento. Se requieren argumentos.

Es por todo ello que nos preguntamos si las crisis de fe no serán en definitiva crisis de teología. ¿Las personas se alejan de Dios o de los estereotipos interiorizados del entorno cultural y religioso en el que se han desarrollado? La función pedagógica de la iglesia, respecto a una teología actualizada, adquiere tintes de urgencia.

Jaume Triginé

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