Posted On 22/11/2010 By In Ética, Opinión With 2918 Views

Crisis ecológica ¿Crisis de valores?

Las raíces de nuestra crisis ecológica

En el año 1966, Lynn White, Jr. Historiador, medievalista, profesor en la Universidad de California, Los Ángeles, pronunciaba bajo este título una conferencia ante la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias[1]. Entonces el movimiento hippy en California estaba en pleno auge. Con él resurgía un estilo de vida caracterizado, entre otros aspectos, por la recuperación de una relación más estrecha con la naturaleza. Un aspecto que Lynn White reconocía. Las tesis de White dadas las circunstancias que definen la cuestión ecológica merecen ser visitadas de nuevo.

De entrada  White, en su conferencia, precisaba que ante la crisis ecológica, la “mentalidad de retorno a la “naturaleza salvaje” no es la solución. “Ni el atavismo –decía, ni las operaciones de simple maquillaje no van a resolver la crisis ecológica de nuestro tiempo. Mientras no reflexionemos sobre los fundamentos, nuestras medidas específicas pueden tener repercusiones todavía más graves. El remedio puede ser peor que la enfermedad”. Queda claro, para White que no se trata de un regreso al pasado, como tampoco se trata de aplicar soluciones a medias, de pura apariencia. De ahí la necesidad de tomar el problema desde sus raíces.

White, en su reflexión expone sus puntos de partida. Toda forma de vida modifica su medioambiente. El hombre, desde que pasó a ser una especie prolífica, siempre ha afectado notablemente su medioambiente. Para White una de las raíces de la crisis ecológica está en el “matrimonio” que Europa y América del Norte concluyeron entre la ciencia y la técnica. Y White también apunta el carácter occidental de la ciencia y la técnica modernas. Ellas encuentran antecedentes en grandes sabios del Islam de la edad media, quienes a su vez habían superado a sus homólogos griegos. Pero hoy día, alrededor del globo, “toda la ciencia que cuenta es occidental en su estilo y en su método, sea cual sea el idioma o el color de la piel de los científicos.

Tradicionalmente la ciencia tenía una orientación aristocrática, especulativa, intelectual; la técnica sin embargo pertenecía a un estrato social inferior, pertenecía a la burguesía, surgida de los talleres artesanales; era de carácter empírico y práctico. Según White, a mediados del siglo XIX se produce la fusión de ambas. Las revoluciones democráticas, al reducir las barreras sociales, condujeron a afirmar una unidad funcional del cerebro y de la mano. “Nuestra crisis ecológica es el producto de la emergencia de una cultura democrática totalmente nueva. La cuestión es saber si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus propias implicaciones. Probablemente no será posible, a menos que pensemos de nuevo nuestros axiomas”.

Otra de las raíces para White está en el abandono de una agricultura de subsistencia.  Con la aparición de nuevas técnicas agrícolas la mediación entre el hombre y la tierra ya no estaba tan sólo en las necesidades de la familia; las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por los nuevos utillajes pasaban a ocupar un primer plano. El punto de arranque de esta nueva realidad según White está en la invención de un nuevo tipo de arado, a finales del siglo VII en Europa del norte, que requería el uso de 8 bueyes. La necesidad de unir recursos en la consecución de la fuerza motriz necesaria dio lugar a un nuevo sistema de repartición de tierras, sobre la base de la aportación de cada familia en la constitución de dicha fuerza motriz. “La relación del hombre con el suelo fue profundamente transformada. Antes el hombre formaba parte de la naturaleza, a partir de entonces pasó a ser explotador de la naturaleza”. El objetivo ya no es la obtención de los bienes necesarios para la subsistencia. La técnica establece nuevos criterios. Se tratará de aprovechar al máximo las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por la técnica. El hombre se aleja de la naturaleza.

Otro factor está en “la fe implícita en el progreso perpetuo” desconocida en la antigüedad greco-romana, y que tiene sus orígenes en la teología judeo-cristiana. El cristianismo hereda del judaísmo un concepto de tiempo lineal e irreversible. Diferente del concepto cíclico más propio de las mitologías greco-romanas. En el judaísmo todo tiene un “principio” en el que todo empieza: la creación. Un Dios todopoderoso crea el mundo. En él pone al hombre y a la mujer que dan nombre a los animales, estableciendo así su soberanía sobre ellos. Todo en la naturaleza está al servicio del hombre, hecho a imagen de Dios.  El cristianismo –para White, es la religión más antropocéntrica que el mundo haya conocido. En el siglo II Tertuliano e Ireneo de Lyon, entienden que al crear al hombre  Dios prevé la imagen de Cristo encarnado, el segundo Adán. El hombre comparte así en buena medida la trascendencia de Dios en relación con la naturaleza. En el cristianismo es Dios quien quiere que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.

White recuerda que en la antigüedad cada árbol, fuente, riachuelo tenían su “guarda espiritual”. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo ha permitido la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia en relación a la sensibilidad de objetos naturales. “Los espíritus en los objetos naturales, que antes protegían la naturaleza contra el hombre se evaporaron. Ello confirmó el monopolio efectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo y las antiguas inhibiciones hacia la explotación de la naturaleza se hundieron”.  Ciencia y técnica se unieron para dar a la humanidad poderes que, a juzgar por las numerosas consecuencias ecológicas, han escapado al dominio del hombre. Si es así, el cristianismo lleva una pesada carga de responsabilidad”. White va más allá. Entiende que la ciencia y la técnica modernas provienen de actitudes cristianas que han acabado teniendo influencia universal, independientemente de postulados religiosos. Así, para el mundo moderno, “a pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, en nuestro corazón, no nos consideramos parte integrante de los procesos naturales. Nos consideramos superiores a la naturaleza, la desdeñamos, utilizándola según nuestra más fútil fantasía”.

La crítica de White, hasta este punto, certera y que puede ser percibida como demoledora, encuentra un punto de inflexión. Para él la ciencia y la técnica contribuirán a solucionar el problema sólo si encontramos una nueva religión o si somos capaces de pensar de nuevo la antigua. De entrada el historiador, descarta que la solución esté en volverse hacia otras formas de religión como el budismo zen o el hinduismo que conciben las relaciones entre el hombre y la naturaleza de una manera inversa al concepto cristiano, dado que son creencias profundamente condicionadas por la historia de Asia, y ajenas por lo tanto al mundo occidental.

Finalmente, White apunta a Francisco de Asís, “el más grande revolucionario de la historia cristiana desde Cristo”. La clave para entenderlo está en la virtud de humildad. Francisco de Asís instaura una “democracia de todas las criaturas de Dios”. Par él el sol, la luna, la hormiga, son hermanos  y hermanas. Cada uno a su manera “canta las alabanzas del creador”.  Cierto es que con la espiritualidad de Francisco de Asís se observan coincidencias con la creencia en la reencarnación, o la metempsicosis. Pero según White, Francisco de Asís no defendía ni una ni otra. “Su visión de la naturaleza y el hombre reposaba en una especie de “panpsiquismo” de todas las cosas animadas e inanimadas, destinadas a la glorificación de su Creador trascendente quien, en un último gesto de humildad cósmica, se hizo carne, descansó indefenso en un pesebre y murió colgado en una cruz”.

White concluye diciendo que no se trata de ponerse a hablar con los lobos o los pajarillos, pero es necesario entender que la actual crisis ecológica planetaria que no cesa de aumentar en gravedad es el producto del dinamismo tecnológico y científico nacido en el ámbito medieval occidental contra el cual San Francisco se opuso de manera original. No se puede entender el desarrollo de la ciencia y la técnica haciendo abstracción de las actitudes especificas hacia la naturaleza que arraigan profundamente en el dogma cristiano. La crisis ecológica seguirá agravándose mientras no abandonemos el postulado cristiano según el cual la naturaleza no tiene otra razón de existir que la de estar al servicio del hombre. Nuestra ciencia y nuestra técnica están impregnadas de la arrogancia cristiana de dominación de la naturaleza. Ellas solas no van a solucionar el problema. Las raíces del malestar ecológico son religiosas, el remedio pues, también debe ser religioso. La conciencia religiosa, a pesar de ser herética, de los primeros franciscanos de la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza podría sugerir una orientación.

Han pasado 44 años y la cuestión entonces planteada por White, como no, sigue vigente y con mayor pertinencia. Algunas de sus afirmaciones sorprenden. El debate a partir de ellas tuvo lugar y se ha mantenido. La aproximación a sus tesis y el debate, sin embargo, dadas las necesidades urgentes en materia de ecología, lógicamente debe ser de otro tono. No estamos en condiciones que nos permitan quedarnos tan solo al nivel del teórico, o simplemente teológico y doctrinal. La tentación apologética que intentara contrarrestar las afirmaciones de White sólo puede tener un precio: no querer ver la realidad de un mundo que necesita nuevos planteamientos. Los cambios son necesarios. Es ineludible responder a los problemas ecológicos que cada vez afectan directamente a los pueblos de la tierra, y que tienen implicaciones globales. Ya no es posible cerrar los ojos y los oídos como se ha hecho durante tanto tiempo. Las iglesias, los creyentes, deben reflexionar sobre su responsabilidad, y sobre todo pasar a la acción.


[1] Publicado en “Crise écologique, crise des valeurs?”, Dominique Bourg et Philippe Roch, dir. Labor et Fides, Ginebra, 2010. Esta obra publica las intervenciones del coloquio interdisciplinar celebrado en Lausanne los días 4 al 6 de junio de 2009 sobre el tema: “Medioambiente y espiritualidad: Occidente, ante la crisis ecológica ¿debe reinventar-se?.

Carlos Capó, España

Las raíces de nuestra crisis ecológica


En el año 1966, Lynn White, Jr. Historiador, medievalista, profesor en la Universidad de California, Los Ángeles, pronunciaba bajo este título una conferencia ante la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias[1]. Entonces el movimiento hippy en California estaba en pleno auge. Con él resurgía un estilo de vida caracterizado, entre otros aspectos, por la recuperación de una relación más estrecha con la naturaleza. Un aspecto que Lynn White reconocía. Las tesis de White dadas las circunstancias que definen la cuestión ecológica merecen ser visitadas de nuevo.

De entrada  White, en su conferencia, precisaba que ante la crisis ecológica, la “mentalidad de retorno a la “naturaleza salvaje” no es la solución. “Ni el atavismo –decía, ni las operaciones de simple maquillaje no van a resolver la crisis ecológica de nuestro tiempo. Mientras no reflexionemos sobre los fundamentos, nuestras medidas específicas pueden tener repercusiones todavía más graves. El remedio puede ser peor que la enfermedad”. Queda claro, para White que no se trata de un regreso al pasado, como tampoco se trata de aplicar soluciones a medias, de pura apariencia. De ahí la necesidad de tomar el problema desde sus raíces.

White, en su reflexión expone sus puntos de partida. Toda forma de vida modifica su medioambiente. El hombre, desde que pasó a ser una especie prolífica, siempre ha afectado notablemente su medioambiente. Para White una de las raíces de la crisis ecológica está en el “matrimonio” que Europa y América del Norte concluyeron entre la ciencia y la técnica. Y White también apunta el carácter occidental de la ciencia y la técnica modernas. Ellas encuentran antecedentes en grandes sabios del Islam de la edad media, quienes a su vez habían superado a sus homólogos griegos. Pero hoy día, alrededor del globo, “toda la ciencia que cuenta es occidental en su estilo y en su método, sea cual sea el idioma o el color de la piel de los científicos.

Tradicionalmente la ciencia tenía una orientación aristocrática, especulativa, intelectual; la técnica sin embargo pertenecía a un estrato social inferior, pertenecía a la burguesía, surgida de los talleres artesanales; era de carácter empírico y práctico. Según White, a mediados del siglo XIX se produce la fusión de ambas. Las revoluciones democráticas, al reducir las barreras sociales, condujeron a afirmar una unidad funcional del cerebro y de la mano. “Nuestra crisis ecológica es el producto de la emergencia de una cultura democrática totalmente nueva. La cuestión es saber si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus propias implicaciones. Probablemente no será posible, a menos que pensemos de nuevo nuestros axiomas”.

Otra de las raíces para White está en el abandono de una agricultura de subsistencia.  Con la aparición de nuevas técnicas agrícolas la mediación entre el hombre y la tierra ya no estaba tan sólo en las necesidades de la familia; las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por los nuevos utillajes pasaban a ocupar un primer plano. El punto de arranque de esta nueva realidad según White está en la invención de un nuevo tipo de arado, a finales del siglo VII en Europa del norte, que requería el uso de 8 bueyes. La necesidad de unir recursos en la consecución de la fuerza motriz necesaria dio lugar a un nuevo sistema de repartición de tierras, sobre la base de la aportación de cada familia en la constitución de dicha fuerza motriz. “La relación del hombre con el suelo fue profundamente transformada. Antes el hombre formaba parte de la naturaleza, a partir de entonces pasó a ser explotador de la naturaleza”. El objetivo ya no es la obtención de los bienes necesarios para la subsistencia. La técnica establece nuevos criterios. Se tratará de aprovechar al máximo las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por la técnica. El hombre se aleja de la naturaleza.

Otro factor está en “la fe implícita en el progreso perpetuo” desconocida en la antigüedad greco-romana, y que tiene sus orígenes en la teología judeo-cristiana. El cristianismo hereda del judaísmo un concepto de tiempo lineal e irreversible. Diferente del concepto cíclico más propio de las mitologías greco-romanas. En el judaísmo todo tiene un “principio” en el que todo empieza: la creación. Un Dios todopoderoso crea el mundo. En él pone al hombre y a la mujer que dan nombre a los animales, estableciendo así su soberanía sobre ellos. Todo en la naturaleza está al servicio del hombre, hecho a imagen de Dios.  El cristianismo –para White, es la religión más antropocéntrica que el mundo haya conocido. En el siglo II Tertuliano e Ireneo de Lyon, entienden que al crear al hombre  Dios prevé la imagen de Cristo encarnado, el segundo Adán. El hombre comparte así en buena medida la trascendencia de Dios en relación con la naturaleza. En el cristianismo es Dios quien quiere que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.

White recuerda que en la antigüedad cada árbol, fuente, riachuelo tenían su “guarda espiritual”. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo ha permitido la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia en relación a la sensibilidad de objetos naturales. “Los espíritus en los objetos naturales, que antes protegían la naturaleza contra el hombre se evaporaron. Ello confirmó el monopolio efectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo y las antiguas inhibiciones hacia la explotación de la naturaleza se hundieron”.  Ciencia y técnica se unieron para dar a la humanidad poderes que, a juzgar por las numerosas consecuencias ecológicas, han escapado al dominio del hombre. Si es así, el cristianismo lleva una pesada carga de responsabilidad”. White va más allá. Entiende que la ciencia y la técnica modernas provienen de actitudes cristianas que han acabado teniendo influencia universal, independientemente de postulados religiosos. Así, para el mundo moderno, “a pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, en nuestro corazón, no nos consideramos parte integrante de los procesos naturales. Nos consideramos superiores a la naturaleza, la desdeñamos, utilizándola según nuestra más fútil fantasía”.

La crítica de White, hasta este punto, certera y que puede ser percibida como demoledora, encuentra un punto de inflexión. Para él la ciencia y la técnica contribuirán a solucionar el problema sólo si encontramos una nueva religión o si somos capaces de pensar de nuevo la antigua. De entrada el historiador, descarta que la solución esté en volverse hacia otras formas de religión como el budismo zen o el hinduismo que conciben las relaciones entre el hombre y la naturaleza de una manera inversa al concepto cristiano, dado que son creencias profundamente condicionadas por la historia de Asia, y ajenas por lo tanto al mundo occidental.

Finalmente, White apunta a Francisco de Asís, “el más grande revolucionario de la historia cristiana desde Cristo”. La clave para entenderlo está en la virtud de humildad. Francisco de Asís instaura una “democracia de todas las criaturas de Dios”. Par él el sol, la luna, la hormiga, son hermanos  y hermanas. Cada uno a su manera “canta las alabanzas del creador”.  Cierto es que con la espiritualidad de Francisco de Asís se observan coincidencias con la creencia en la reencarnación, o la metempsicosis. Pero según White, Francisco de Asís no defendía ni una ni otra. “Su visión de la naturaleza y el hombre reposaba en una especie de “panpsiquismo” de todas las cosas animadas e inanimadas, destinadas a la glorificación de su Creador trascendente quien, en un último gesto de humildad cósmica, se hizo carne, descansó indefenso en un pesebre y murió colgado en una cruz”.

White concluye diciendo que no se trata de ponerse a hablar con los lobos o los pajarillos, pero es necesario entender que la actual crisis ecológica planetaria que no cesa de aumentar en gravedad es el producto del dinamismo tecnológico y científico nacido en el ámbito medieval occidental contra el cual San Francisco se opuso de manera original. No se puede entender el desarrollo de la ciencia y la técnica haciendo abstracción de las actitudes especificas hacia la naturaleza que arraigan profundamente en el dogma cristiano. La crisis ecológica seguirá agravándose mientras no abandonemos el postulado cristiano según el cual la naturaleza no tiene otra razón de existir que la de estar al servicio del hombre. Nuestra ciencia y nuestra técnica están impregnadas de la arrogancia cristiana de dominación de la naturaleza. Ellas solas no van a solucionar el problema. Las raíces del malestar ecológico son religiosas, el remedio pues, también debe ser religioso. La conciencia religiosa, a pesar de ser herética, de los primeros franciscanos de la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza podría sugerir una orientación.

Han pasado 44 años y la cuestión entonces planteada por White, como no, sigue vigente y con mayor pertinencia. Algunas de sus afirmaciones sorprenden. El debate a partir de ellas tuvo lugar y se ha mantenido. La aproximación a sus tesis y el debate, sin embargo, dadas las necesidades urgentes en materia de ecología, lógicamente debe ser de otro tono. No estamos en condiciones que nos permitan quedarnos tan solo al nivel del teórico, o simplemente teológico y doctrinal. La tentación apologética que intentara contrarrestar las afirmaciones de White sólo puede tener un precio: no querer ver la realidad de un mundo que necesita nuevos planteamientos. Los cambios son necesarios. Es ineludible responder a los problemas ecológicos que cada vez afectan directamente a los pueblos de la tierra, y que tienen implicaciones globales. Ya no es posible cerrar los ojos y los oídos como se ha hecho durante tanto tiempo. Las iglesias, los creyentes, deben reflexionar sobre su responsabilidad, y sobre todo pasar a la acción.


[1] Publicado en “Crise écologique, crise des valeurs?”, Dominique Bourg et Philippe Roch, dir. Labor et Fides, Ginebra, 2010. Esta obra publica las intervenciones del coloquio interdisciplinar celebrado en Lausanne los días 4 al 6 de junio de 2009 sobre el tema: “Medioambiente y espiritualidad: Occidente, ante la crisis ecológica ¿debe reinventar-se?.

Carlos Capó, España

Las raíces de nuestra crisis ecológica


En el año 1966, Lynn White, Jr. Historiador, medievalista, profesor en la Universidad de California, Los Ángeles, pronunciaba bajo este título una conferencia ante la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias[1]. Entonces el movimiento hippy en California estaba en pleno auge. Con él resurgía un estilo de vida caracterizado, entre otros aspectos, por la recuperación de una relación más estrecha con la naturaleza. Un aspecto que Lynn White reconocía. Las tesis de White dadas las circunstancias que definen la cuestión ecológica merecen ser visitadas de nuevo.

De entrada  White, en su conferencia, precisaba que ante la crisis ecológica, la “mentalidad de retorno a la “naturaleza salvaje” no es la solución. “Ni el atavismo –decía, ni las operaciones de simple maquillaje no van a resolver la crisis ecológica de nuestro tiempo. Mientras no reflexionemos sobre los fundamentos, nuestras medidas específicas pueden tener repercusiones todavía más graves. El remedio puede ser peor que la enfermedad”. Queda claro, para White que no se trata de un regreso al pasado, como tampoco se trata de aplicar soluciones a medias, de pura apariencia. De ahí la necesidad de tomar el problema desde sus raíces.

White, en su reflexión expone sus puntos de partida. Toda forma de vida modifica su medioambiente. El hombre, desde que pasó a ser una especie prolífica, siempre ha afectado notablemente su medioambiente. Para White una de las raíces de la crisis ecológica está en el “matrimonio” que Europa y América del Norte concluyeron entre la ciencia y la técnica. Y White también apunta el carácter occidental de la ciencia y la técnica modernas. Ellas encuentran antecedentes en grandes sabios del Islam de la edad media, quienes a su vez habían superado a sus homólogos griegos. Pero hoy día, alrededor del globo, “toda la ciencia que cuenta es occidental en su estilo y en su método, sea cual sea el idioma o el color de la piel de los científicos.

Tradicionalmente la ciencia tenía una orientación aristocrática, especulativa, intelectual; la técnica sin embargo pertenecía a un estrato social inferior, pertenecía a la burguesía, surgida de los talleres artesanales; era de carácter empírico y práctico. Según White, a mediados del siglo XIX se produce la fusión de ambas. Las revoluciones democráticas, al reducir las barreras sociales, condujeron a afirmar una unidad funcional del cerebro y de la mano. “Nuestra crisis ecológica es el producto de la emergencia de una cultura democrática totalmente nueva. La cuestión es saber si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus propias implicaciones. Probablemente no será posible, a menos que pensemos de nuevo nuestros axiomas”.

Otra de las raíces para White está en el abandono de una agricultura de subsistencia.  Con la aparición de nuevas técnicas agrícolas la mediación entre el hombre y la tierra ya no estaba tan sólo en las necesidades de la familia; las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por los nuevos utillajes pasaban a ocupar un primer plano. El punto de arranque de esta nueva realidad según White está en la invención de un nuevo tipo de arado, a finales del siglo VII en Europa del norte, que requería el uso de 8 bueyes. La necesidad de unir recursos en la consecución de la fuerza motriz necesaria dio lugar a un nuevo sistema de repartición de tierras, sobre la base de la aportación de cada familia en la constitución de dicha fuerza motriz. “La relación del hombre con el suelo fue profundamente transformada. Antes el hombre formaba parte de la naturaleza, a partir de entonces pasó a ser explotador de la naturaleza”. El objetivo ya no es la obtención de los bienes necesarios para la subsistencia. La técnica establece nuevos criterios. Se tratará de aprovechar al máximo las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por la técnica. El hombre se aleja de la naturaleza.

Otro factor está en “la fe implícita en el progreso perpetuo” desconocida en la antigüedad greco-romana, y que tiene sus orígenes en la teología judeo-cristiana. El cristianismo hereda del judaísmo un concepto de tiempo lineal e irreversible. Diferente del concepto cíclico más propio de las mitologías greco-romanas. En el judaísmo todo tiene un “principio” en el que todo empieza: la creación. Un Dios todopoderoso crea el mundo. En él pone al hombre y a la mujer que dan nombre a los animales, estableciendo así su soberanía sobre ellos. Todo en la naturaleza está al servicio del hombre, hecho a imagen de Dios.  El cristianismo –para White, es la religión más antropocéntrica que el mundo haya conocido. En el siglo II Tertuliano e Ireneo de Lyon, entienden que al crear al hombre  Dios prevé la imagen de Cristo encarnado, el segundo Adán. El hombre comparte así en buena medida la trascendencia de Dios en relación con la naturaleza. En el cristianismo es Dios quien quiere que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.

White recuerda que en la antigüedad cada árbol, fuente, riachuelo tenían su “guarda espiritual”. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo ha permitido la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia en relación a la sensibilidad de objetos naturales. “Los espíritus en los objetos naturales, que antes protegían la naturaleza contra el hombre se evaporaron. Ello confirmó el monopolio efectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo y las antiguas inhibiciones hacia la explotación de la naturaleza se hundieron”.  Ciencia y técnica se unieron para dar a la humanidad poderes que, a juzgar por las numerosas consecuencias ecológicas, han escapado al dominio del hombre. Si es así, el cristianismo lleva una pesada carga de responsabilidad”. White va más allá. Entiende que la ciencia y la técnica modernas provienen de actitudes cristianas que han acabado teniendo influencia universal, independientemente de postulados religiosos. Así, para el mundo moderno, “a pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, en nuestro corazón, no nos consideramos parte integrante de los procesos naturales. Nos consideramos superiores a la naturaleza, la desdeñamos, utilizándola según nuestra más fútil fantasía”.

La crítica de White, hasta este punto, certera y que puede ser percibida como demoledora, encuentra un punto de inflexión. Para él la ciencia y la técnica contribuirán a solucionar el problema sólo si encontramos una nueva religión o si somos capaces de pensar de nuevo la antigua. De entrada el historiador, descarta que la solución esté en volverse hacia otras formas de religión como el budismo zen o el hinduismo que conciben las relaciones entre el hombre y la naturaleza de una manera inversa al concepto cristiano, dado que son creencias profundamente condicionadas por la historia de Asia, y ajenas por lo tanto al mundo occidental.

Finalmente, White apunta a Francisco de Asís, “el más grande revolucionario de la historia cristiana desde Cristo”. La clave para entenderlo está en la virtud de humildad. Francisco de Asís instaura una “democracia de todas las criaturas de Dios”. Par él el sol, la luna, la hormiga, son hermanos  y hermanas. Cada uno a su manera “canta las alabanzas del creador”.  Cierto es que con la espiritualidad de Francisco de Asís se observan coincidencias con la creencia en la reencarnación, o la metempsicosis. Pero según White, Francisco de Asís no defendía ni una ni otra. “Su visión de la naturaleza y el hombre reposaba en una especie de “panpsiquismo” de todas las cosas animadas e inanimadas, destinadas a la glorificación de su Creador trascendente quien, en un último gesto de humildad cósmica, se hizo carne, descansó indefenso en un pesebre y murió colgado en una cruz”.

White concluye diciendo que no se trata de ponerse a hablar con los lobos o los pajarillos, pero es necesario entender que la actual crisis ecológica planetaria que no cesa de aumentar en gravedad es el producto del dinamismo tecnológico y científico nacido en el ámbito medieval occidental contra el cual San Francisco se opuso de manera original. No se puede entender el desarrollo de la ciencia y la técnica haciendo abstracción de las actitudes especificas hacia la naturaleza que arraigan profundamente en el dogma cristiano. La crisis ecológica seguirá agravándose mientras no abandonemos el postulado cristiano según el cual la naturaleza no tiene otra razón de existir que la de estar al servicio del hombre. Nuestra ciencia y nuestra técnica están impregnadas de la arrogancia cristiana de dominación de la naturaleza. Ellas solas no van a solucionar el problema. Las raíces del malestar ecológico son religiosas, el remedio pues, también debe ser religioso. La conciencia religiosa, a pesar de ser herética, de los primeros franciscanos de la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza podría sugerir una orientación.

Han pasado 44 años y la cuestión entonces planteada por White, como no, sigue vigente y con mayor pertinencia. Algunas de sus afirmaciones sorprenden. El debate a partir de ellas tuvo lugar y se ha mantenido. La aproximación a sus tesis y el debate, sin embargo, dadas las necesidades urgentes en materia de ecología, lógicamente debe ser de otro tono. No estamos en condiciones que nos permitan quedarnos tan solo al nivel del teórico, o simplemente teológico y doctrinal. La tentación apologética que intentara contrarrestar las afirmaciones de White sólo puede tener un precio: no querer ver la realidad de un mundo que necesita nuevos planteamientos. Los cambios son necesarios. Es ineludible responder a los problemas ecológicos que cada vez afectan directamente a los pueblos de la tierra, y que tienen implicaciones globales. Ya no es posible cerrar los ojos y los oídos como se ha hecho durante tanto tiempo. Las iglesias, los creyentes, deben reflexionar sobre su responsabilidad, y sobre todo pasar a la acción.


[1] Publicado en “Crise écologique, crise des valeurs?”, Dominique Bourg et Philippe Roch, dir. Labor et Fides, Ginebra, 2010. Esta obra publica las intervenciones del coloquio interdisciplinar celebrado en Lausanne los días 4 al 6 de junio de 2009 sobre el tema: “Medioambiente y espiritualidad: Occidente, ante la crisis ecológica ¿debe reinventar-se?.

Carlos Capó, España

Las raíces de nuestra crisis ecológica


En el año 1966, Lynn White, Jr. Historiador, medievalista, profesor en la Universidad de California, Los Ángeles, pronunciaba bajo este título una conferencia ante la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias[1]. Entonces el movimiento hippy en California estaba en pleno auge. Con él resurgía un estilo de vida caracterizado, entre otros aspectos, por la recuperación de una relación más estrecha con la naturaleza. Un aspecto que Lynn White reconocía. Las tesis de White dadas las circunstancias que definen la cuestión ecológica merecen ser visitadas de nuevo.

De entrada  White, en su conferencia, precisaba que ante la crisis ecológica, la “mentalidad de retorno a la “naturaleza salvaje” no es la solución. “Ni el atavismo –decía, ni las operaciones de simple maquillaje no van a resolver la crisis ecológica de nuestro tiempo. Mientras no reflexionemos sobre los fundamentos, nuestras medidas específicas pueden tener repercusiones todavía más graves. El remedio puede ser peor que la enfermedad”. Queda claro, para White que no se trata de un regreso al pasado, como tampoco se trata de aplicar soluciones a medias, de pura apariencia. De ahí la necesidad de tomar el problema desde sus raíces.

White, en su reflexión expone sus puntos de partida. Toda forma de vida modifica su medioambiente. El hombre, desde que pasó a ser una especie prolífica, siempre ha afectado notablemente su medioambiente. Para White una de las raíces de la crisis ecológica está en el “matrimonio” que Europa y América del Norte concluyeron entre la ciencia y la técnica. Y White también apunta el carácter occidental de la ciencia y la técnica modernas. Ellas encuentran antecedentes en grandes sabios del Islam de la edad media, quienes a su vez habían superado a sus homólogos griegos. Pero hoy día, alrededor del globo, “toda la ciencia que cuenta es occidental en su estilo y en su método, sea cual sea el idioma o el color de la piel de los científicos.

Tradicionalmente la ciencia tenía una orientación aristocrática, especulativa, intelectual; la técnica sin embargo pertenecía a un estrato social inferior, pertenecía a la burguesía, surgida de los talleres artesanales; era de carácter empírico y práctico. Según White, a mediados del siglo XIX se produce la fusión de ambas. Las revoluciones democráticas, al reducir las barreras sociales, condujeron a afirmar una unidad funcional del cerebro y de la mano. “Nuestra crisis ecológica es el producto de la emergencia de una cultura democrática totalmente nueva. La cuestión es saber si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus propias implicaciones. Probablemente no será posible, a menos que pensemos de nuevo nuestros axiomas”.

Otra de las raíces para White está en el abandono de una agricultura de subsistencia.  Con la aparición de nuevas técnicas agrícolas la mediación entre el hombre y la tierra ya no estaba tan sólo en las necesidades de la familia; las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por los nuevos utillajes pasaban a ocupar un primer plano. El punto de arranque de esta nueva realidad según White está en la invención de un nuevo tipo de arado, a finales del siglo VII en Europa del norte, que requería el uso de 8 bueyes. La necesidad de unir recursos en la consecución de la fuerza motriz necesaria dio lugar a un nuevo sistema de repartición de tierras, sobre la base de la aportación de cada familia en la constitución de dicha fuerza motriz. “La relación del hombre con el suelo fue profundamente transformada. Antes el hombre formaba parte de la naturaleza, a partir de entonces pasó a ser explotador de la naturaleza”. El objetivo ya no es la obtención de los bienes necesarios para la subsistencia. La técnica establece nuevos criterios. Se tratará de aprovechar al máximo las nuevas posibilidades de explotación ofrecidas por la técnica. El hombre se aleja de la naturaleza.

Otro factor está en “la fe implícita en el progreso perpetuo” desconocida en la antigüedad greco-romana, y que tiene sus orígenes en la teología judeo-cristiana. El cristianismo hereda del judaísmo un concepto de tiempo lineal e irreversible. Diferente del concepto cíclico más propio de las mitologías greco-romanas. En el judaísmo todo tiene un “principio” en el que todo empieza: la creación. Un Dios todopoderoso crea el mundo. En él pone al hombre y a la mujer que dan nombre a los animales, estableciendo así su soberanía sobre ellos. Todo en la naturaleza está al servicio del hombre, hecho a imagen de Dios.  El cristianismo –para White, es la religión más antropocéntrica que el mundo haya conocido. En el siglo II Tertuliano e Ireneo de Lyon, entienden que al crear al hombre  Dios prevé la imagen de Cristo encarnado, el segundo Adán. El hombre comparte así en buena medida la trascendencia de Dios en relación con la naturaleza. En el cristianismo es Dios quien quiere que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.

White recuerda que en la antigüedad cada árbol, fuente, riachuelo tenían su “guarda espiritual”. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo ha permitido la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia en relación a la sensibilidad de objetos naturales. “Los espíritus en los objetos naturales, que antes protegían la naturaleza contra el hombre se evaporaron. Ello confirmó el monopolio efectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo y las antiguas inhibiciones hacia la explotación de la naturaleza se hundieron”.  Ciencia y técnica se unieron para dar a la humanidad poderes que, a juzgar por las numerosas consecuencias ecológicas, han escapado al dominio del hombre. Si es así, el cristianismo lleva una pesada carga de responsabilidad”. White va más allá. Entiende que la ciencia y la técnica modernas provienen de actitudes cristianas que han acabado teniendo influencia universal, independientemente de postulados religiosos. Así, para el mundo moderno, “a pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, en nuestro corazón, no nos consideramos parte integrante de los procesos naturales. Nos consideramos superiores a la naturaleza, la desdeñamos, utilizándola según nuestra más fútil fantasía”.

La crítica de White, hasta este punto, certera y que puede ser percibida como demoledora, encuentra un punto de inflexión. Para él la ciencia y la técnica contribuirán a solucionar el problema sólo si encontramos una nueva religión o si somos capaces de pensar de nuevo la antigua. De entrada el historiador, descarta que la solución esté en volverse hacia otras formas de religión como el budismo zen o el hinduismo que conciben las relaciones entre el hombre y la naturaleza de una manera inversa al concepto cristiano, dado que son creencias profundamente condicionadas por la historia de Asia, y ajenas por lo tanto al mundo occidental.

Finalmente, White apunta a Francisco de Asís, “el más grande revolucionario de la historia cristiana desde Cristo”. La clave para entenderlo está en la virtud de humildad. Francisco de Asís instaura una “democracia de todas las criaturas de Dios”. Par él el sol, la luna, la hormiga, son hermanos  y hermanas. Cada uno a su manera “canta las alabanzas del creador”.  Cierto es que con la espiritualidad de Francisco de Asís se observan coincidencias con la creencia en la reencarnación, o la metempsicosis. Pero según White, Francisco de Asís no defendía ni una ni otra. “Su visión de la naturaleza y el hombre reposaba en una especie de “panpsiquismo” de todas las cosas animadas e inanimadas, destinadas a la glorificación de su Creador trascendente quien, en un último gesto de humildad cósmica, se hizo carne, descansó indefenso en un pesebre y murió colgado en una cruz”.

White concluye diciendo que no se trata de ponerse a hablar con los lobos o los pajarillos, pero es necesario entender que la actual crisis ecológica planetaria que no cesa de aumentar en gravedad es el producto del dinamismo tecnológico y científico nacido en el ámbito medieval occidental contra el cual San Francisco se opuso de manera original. No se puede entender el desarrollo de la ciencia y la técnica haciendo abstracción de las actitudes especificas hacia la naturaleza que arraigan profundamente en el dogma cristiano. La crisis ecológica seguirá agravándose mientras no abandonemos el postulado cristiano según el cual la naturaleza no tiene otra razón de existir que la de estar al servicio del hombre. Nuestra ciencia y nuestra técnica están impregnadas de la arrogancia cristiana de dominación de la naturaleza. Ellas solas no van a solucionar el problema. Las raíces del malestar ecológico son religiosas, el remedio pues, también debe ser religioso. La conciencia religiosa, a pesar de ser herética, de los primeros franciscanos de la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza podría sugerir una orientación.

Han pasado 44 años y la cuestión entonces planteada por White, como no, sigue vigente y con mayor pertinencia. Algunas de sus afirmaciones sorprenden. El debate a partir de ellas tuvo lugar y se ha mantenido. La aproximación a sus tesis y el debate, sin embargo, dadas las necesidades urgentes en materia de ecología, lógicamente debe ser de otro tono. No estamos en condiciones que nos permitan quedarnos tan solo al nivel del teórico, o simplemente teológico y doctrinal. La tentación apologética que intentara contrarrestar las afirmaciones de White sólo puede tener un precio: no querer ver la realidad de un mundo que necesita nuevos planteamientos. Los cambios son necesarios. Es ineludible responder a los problemas ecológicos que cada vez afectan directamente a los pueblos de la tierra, y que tienen implicaciones globales. Ya no es posible cerrar los ojos y los oídos como se ha hecho durante tanto tiempo. Las iglesias, los creyentes, deben reflexionar sobre su responsabilidad, y sobre todo pasar a la acción.


[1] Publicado en “Crise écologique, crise des valeurs?”, Dominique Bourg et Philippe Roch, dir. Labor et Fides, Ginebra, 2010. Esta obra publica las intervenciones del coloquio interdisciplinar celebrado en Lausanne los días 4 al 6 de junio de 2009 sobre el tema: “Medioambiente y espiritualidad: Occidente, ante la crisis ecológica ¿debe reinventar-se?.

Carlos Capó Inglada
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