Posted On 16/10/2013 By In Opinión With 1894 Views

¿Crisis económica o de otra clase?

Que la crisis económica es una realidad palpable y evidente en España (y en otros países de nuestro entorno, además de en el resto del mundo), nadie lo va a poner en duda en el día de hoy. Que esta crisis se ceba de forma especial en las clases trabajadoras (¡como siempre!), pues tampoco. Y que dentro del panorama religioso español son las iglesias minoritarias, en su mayor parte evangélicas, las que más sufren esta situación, a la vista está. Las iglesias evangélicas en nuestro país no se benefician de esas ayudas o aportaciones del erario público que con tanta generosidad prodiga el gobierno del Partido Popular (como han hecho también los gobiernos socialistas, dicho sea de paso) a la Iglesia católica romana, manteniendo una extraña anomalía que constituye un agravio y una irregularidad legal en nuestra Europa Occidental y democrática.

Pero no pretendemos ahondar en este problema que tantos han tratado ya incluso en este medio digital a través de excelentes aportaciones. Lo que nos planteamos con esta reflexión de hoy, lo que realmente nos preocupa, es cómo hacen frente las diversas iglesias evangélicas de España, tanto a nivel denominacional como simplemente local, al problema de su financiación, al embate de la crisis. Congregaciones de amplio número de miembros, cuyos presupuestos anuales se cifraban otrora en millones de las antiguas pesetas, hoy sobreviven a duras penas y realizan esfuerzos titánicos para sobrellevar sus gastos y pagar a sus pastores o ministros un salario mínimo, cuando pueden permitirse contratar alguno. Capillas que hasta hace poco contaban con un ministerio pastoral regular debidamente remunerado, hoy se ven obligadas a prescindir de él con todo lo que ello conlleva, de manera que más de una se encamina a su pronta desaparición, como si se tratara de la crónica de una muerte anunciada. Repetimos la pregunta: ¿cómo reaccionan las iglesias ante la realidad de la crisis económica actual?

Hemos constatado in vivo y en la experiencia de otros hermanos y amigos creyentes, tanto pastores como laicos, dos situaciones muy extendidas que vienen a reflejar algo, nada bueno por cierto, pero que está ahí y a lo que es preciso combatir en aras de un buen funcionamiento de las congregaciones.

La primera es la toma de postura agresiva de muchos predicadores que fustigan de continuo a las iglesias con “sermones-látigo” o “sermones-hacha”, como dice un buen amigo mío, exigiendo dinero y salpicando sus peroratas de textos bíblicos llenos de anatemas contra quienes no devuelven diezmos al más puro estilo veterotestamentario. Hemos llegado a escuchar de predicadores que amenazan con maldición a los miembros de iglesia que ofrendan escasamente y de supuestos heraldos del Evangelio que llegan a afirmar la anulación de las bendiciones de Dios para quienes no contribuyen con dinero abundante a la obra del Señor. El colmo ha sido oír hablar de algún que otro pastor de iglesia que se niega a orar por quienes no diezman o rehúsa incluso visitarlos si están enfermos o necesitados. Esta clase de actuaciones nos recuerda, por desgracia, a los métodos coercitivos de algunas sectas-negocio (¿cuál no lo es en realidad?) y nos evidencia con creces la falta total de conversión de algunos supuestos siervos de Dios. Negar la bendición divina desde el púlpito a quienes no ofrendan en abundancia resulta de una extremada crueldad para familias de creyentes, como algunas que conocemos personalmente, cuyas entradas son mínimas, a veces nulas, y que sufren realmente por no poder contribuir como antes habían hecho para algo que aman de corazón. Sin entrar a discutir si la práctica del diezmo del Antiguo Testamento está o no vigente para la Iglesia del Nuevo, lo cierto es que fustigar y castigar desde el púlpito a gente de escasos o nulos recursos económicos es, cuando menos, crueldad, por no llamarlo por su nombre real: un escándalo en toda regla. Ninguna iglesia, ninguna congregación debiera permitir que personas así ocuparan un lugar y un espacio sagrados en el culto divino cuya finalidad es exponer un Evangelio de consuelo.

La segunda es la propia de un buen número de miembros de iglesia que, sin experimentar en sí mismos ni en sus hogares grandes mermas económicas —siempre hay quienes, gracias a Dios, no se ven demasiado afectados por las crisis, e incluso quienes prosperan pese a lo adverso de los tiempos—, adquieren y cultivan el hábito de no contribuir con sus ofrendas a la obra de Dios, no por una toma de posición concreta y planificada a favor o en contra de algo o de alguien, sino por una cuestión de falta de generosidad, simple y llanamente. No nos adentramos en el siempre escabroso tema de la falta de compromiso con la Iglesia por diferencias de opinión, animadversiones personales o incluso no identificación con la denominación o con la congregación local, que es de suyo arduo. Hemos detectado desde hace mucho tiempo esta carencia de generosidad en muchos creyentes, cuya génesis radica en una mentalidad generalizada de sobreprotección por parte de las instituciones públicas que potencia el individualismo más egoísta y que de algún modo inhibe la idea de contribución económica extraordinaria para cualquier cosa que no sea ocio o satisfacción personal. Son demasiados los creyentes que, habituados a servicios gratuitos en sanidad, educación y otros ámbitos públicos, encuentran difícil de aceptar el tener que contribuir con la Iglesia, con lo que se limitan a “cumplir” con mínimos de mínimos o incluso a no dar nunca nada. Ni que decir tiene que la vergonzosa actuación de los predicadores antes mencionados contribuye en no poca medida a encastillar a estos creyentes poco generosos en su actitud de repulsa hacia las ofrendas económicas.

Este doble panorama, que se palpa día a día en tantas iglesias y congregaciones de nuestro país (y de otros, por lo que nos refieren amigos bien informados), es el vivo reflejo y el más patente de una crisis mucho mayor que la económica. Que la Iglesia esté necesitada de recursos materiales para subsistir, como institución humana y radicada en este mundo que es, supone un desafío para todos los creyentes, predicadores y laicos, así como el imperativo de una clara toma de posición. No se puede jugar con algo tan sagrado, ni se puede caer en ninguno de los extremos reseñados ni en otros que no hemos mencionado en gracia a la brevedad, pero que también están ahí. La generosidad para con la obra de Dios es un don divino que se ha de poner en práctica sin ningún tipo de fustigación ni de amenaza que sólo reflejan intereses desmedidos.

Seguimos creyendo que el Señor de la Iglesia hará provisión para que su obra siga hacia adelante cumpliendo los propósitos que él le ha señalado.

Juan María Tellería

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