Por pesimista que sea hoy mi pronóstico,
sé bien que en la historia nunca está todo cerrado
y que de la vida surgen siempre posibilidades imprevistas.
José Ignacio González Faus. Testamento espiritual.
En su definición más general, el diccionario define la palabra crisis como: «Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados». El seguimiento de los acontecimientos que se suceden a escala planetaria nos manifiesta la existencia de una situación crítica, como tantas han acontecido a lo largo de la historia, si bien la rapidez con que se producen y su alcance global, nos sumergen en una comprensión distópica de la realidad y en una sensación de vulnerabilidad.
Complejidad de los fenómenos migratorios, inoperancia política frente a los cambios climáticos por grupos organizados que presionan a los poderes públicos en favor de sus intereses particulares, contaminación ambiental, pobreza estructural, agotamiento de los recursos naturales, corrupción en todos los estratos sociales, violencia de género, abusos, lobbies armamentísticos que alimentan las guerras mediáticas y las desconocidas…
Nos preguntamos ¿qué queda del optimismo antropológico, no ya del humanismo de Jean-Jacques Rousseau del siglo xviii, sino de la utopía del progreso de la década de los sesenta del pasado siglo? El mayo del 68 no deja de ser el símbolo del hiato que se produce a partir de este momento y que transforma una visión esperanzada en dudas respecto el futuro de la humanidad. Son los años en los que se empieza a hablar de postmodernidad para expresar el desencanto en relación con la evolución del mundo; si bien el escepticismo empezó mucho antes.
La extensión de la cultura, de la ciencia y de la técnica; el desarrollo de los Derechos Humanos; el progreso en diversos órdenes de la existencia; nos tenían que salvar. La laicidad y la secularización, que habían tomado el relevo de la religión tradicional, debían conducirnos al paraíso. En su lugar: los totalitarismos de la primera mitad del siglo xx; Auschwitz; las diversas crisis económicas; la ambivalencia de la tecnología (capaz de hacernos la vida más cómoda y, simultáneamente, reducir nuestra libertad a causa de la dependencia que genera); Chernóbil; la incertidumbre acerca de la evolución de la inteligencia artificial (de gran ayuda en campos como la investigación o la medicina y con dudas acerca de si las necesidades técnicas tendrán prioridad sobre las necesidades humanas). En su conjunto, parece un alto precio para las cotas de crecimiento reservadas a una minoría de la población mundial. El sentimiento de amenaza está ocupando el lugar de la esperanza. El pesimismo impide el crecimiento de la ilusión.
Frente a este escenario tan abierto y aparentemente distópico, ¿tiene algún sentido continuar hablando de la esperanza? El diccionario la define como: «Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea». Surgen, pues, algunas preguntas: ¿Percibimos como alcanzables nuestros legítimos sueños? ¿Es posible la ilusión en un planeta al borde del colapso? ¿Estaba en lo cierto Stephen Hawking cuando situaba la salvación de la raza humana en el espacio exterior (Luna, Marte)? ¿La esperanza cristiana puede aportar algún elemento de confianza respecto al futuro?
Momentos de un optimismo utópico y de un pesimismo distópico se han sucedido a lo largo de la historia de la humanidad. Reflejan, de algún modo, la ambivalencia del ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor. Como describía el teólogo José Ignacio González Faus, fallecido recientemente, y desde el recuerdo de muchas de sus clases que han contribuido a progresar hacia una fe adulta: «El cristianismo es radicalmente optimista y profundamente pesimista sobre el ser humano […] Si los humanos somos así de contradictorios (capaces de gestas heroicas y de las mayores vilezas), ¿qué tiene de extraño que construyamos una historia tan discordante?».
Los medios de comunicación suelen cargar las tintas en lo negativo y ello dificulta ver lo positivo que también emerge en medio de los infiernos que hemos creado. Voluntarios en ONGs que contribuyen a paliar el dolor en zonas conflictivas; solidaridad con los damnificados de catástrofes naturales; cuidado continuado de familiares dependientes; sonrisas amables… Nos quedamos, tomando prestada una expresión de González Faus: «con un pesimismo esperanzado».
El teólogo alemán Jürgen Moltmann hacía una clara apuesta por la esperanza. En El Espíritu de la vida, uno de sus textos fundamentales escribía: «He de oponerme aquí y ahora a los poderes de la muerte y de la destrucción y amar tanto esta vida que trate de liberarla con todas mis fuerzas de la explotación, la opresión y la alienación. Y a la inversa: justamente porque amo la vida, me comprometo por su justicia y lucho por su libertad donde se encuentra amenazada».
La esperanza de un mundo mejor la hemos situado, con frecuencia, en el más allá. Moltmann no plantea tanto una confianza escatológica; sino, más bien, traer al presente, al más acá, la utopía del más allá. Es cierto que los resultados del compromiso activo en favor de mejorar las condiciones de la existencia no pueden predecirse. El político checo Václav Havel indicaba al respecto que: «La esperanza no es la convicción que las cosas irán bien, sino la certeza que alguna cosa tiene sentido, sin que sea importante el resultado final».
La esperanza que como cristianos propugnamos es contribuir, desde nuestras posibilidades y en los ámbitos en los que podemos ejercer una influencia positiva, a la construcción de un mundo mejor, sin ingenuidad. Seguramente no resolveremos las grandes crisis estructurales a las que anteriormente hacíamos referencia, que requieren una suma de voluntades que hoy no percibimos en quienes disponen del poder para efectuar los cambios necesarios a escala global. No convertiremos el mundo en un paraíso (nunca lo ha sido), pero contribuiremos a la emergencia de pequeños oasis en medio de los desiertos que amenazan el futuro.
Cuando entendemos la esperanza de este modo, se convierte en un antídoto frente al desánimo paralizante y nos motiva a continuar haciendo presente la utopía, aunque ésta, en un sentido definitivo, permanezca en el horizonte. A pesar de la preocupación por la situación distópica que percibimos, la esperanza nos permite mantenernos en la acción para paliar sus efectos. Escribe el teólogo F. Javier Vitoria: «Desde la perspectiva de la esperanza, el compromiso liberador es válido por sí mismo, no en función de su eficacia o de sus resultados». La esperanza es, pues, anticipar el futuro utópico en nuestro presente distópico.
- Crisis y Esperanza | Jaume Triginé - 21/03/2025
- El papel de la personalidad en la dinámica de la fe | Jaume Triginé - 13/12/2024
- El Símbolo de Dios | Jaume Triginé - 15/11/2024