Leo con un profundo pesar y absoluto pavor el último editorial de una revista cristiana evangélica de larga trayectoria en el mundo protestante. También accedo a la reseña de las palabras de un cardenal católico sobre el mismo tema. Pero confieso que me duelen mucho más las del medio protestante, por cercano, por querido, por haber estado presente en mi vida durante muchos años. Y me pregunto: ¿qué clase de disyuntiva es esta?
La tristeza responde a la constatación de lo que muy probablemente es soberbia, la que implica creer que el que no piensa exactamente como yo (en política, en cuestiones eclesiales, en lo que sea) está tan, pero tan equivocado, que queda automáticamente excluido de la salvación, y su nombre no puede constar en el libro de la vida (¡hasta parece que hay quien está deseoso de ir con la goma a borrarlo!).
Y me pregunto cuándo hemos aprendido así a Cristo. Él, el diseñador de la diversidad y lo plural, el de la creatividad infinita, no llama jamás a la uniformidad. Por supuesto que suscribimos el Credo (¡por si alguien lo duda!). Y queremos acomodar nuestra vida, nuestra cotidianidad, los valores que la rigen, al espíritu de nuestro Señor y Salvador. También en las cuestiones sobre política. ¿Por qué alguien se atreve, no ya a insinuar que no es así, sino a plantear una dicotomía insalvable?
La consternación sigue por la negación de un hecho más que evidente: que el cuestionamiento del inadmisible, despreciable y satánico nacionalismo catalán viene de parte del irrevocable, glorioso y divino nacionalismo español. ¿O no? ¿En serio creen que no se nota, o que no se sabe que es nacionalismo también?
Y aquí humildemente se me ocurre: ¿quién es el supremacista? ¿no es el que considera que el único que tiene derecho a existir es uno mismo… porque los demás no están a la altura, se equivocan, o pecan… y mejor eliminarlos?
El pavor viene por la identificación y asimilación, al parecer incuestionable, de unas determinadas ideas políticas basadas en los principios del Movimiento Nacional -surgido de un golpe de estado que implantó un régimen autoritario y dictatorial arrollando militarmente una república democrática- y que heredaba en gran medida ese pensamiento fundacional de España basado en la eliminación de cualquier diferencia. ¿Españoles musulmanes? ¡Fuera! ¿Españoles judíos? ¡Largo! ¿Españoles protestantes? ¡Quémalos! O encarcélalos, a todos, y pídeles que se arrepientan, y que confiesen su error, y que abjuren públicamente. Sí, en plan Contrarreforma… Y retomo la frase: el pavor viene por suscribir que justamente eso es lo que dice la Biblia. Y que quien no piense así, no es cristiano.
Se nos dice, entre otras cosas, que incitamos al odio. Claro: discrepar es incitar al odio. ¿En serio se pretende dar por buena esta premisa? Vean el odio en las concentraciones masivas y festivas de los unos, y comparen. Sí, ya saben con quiénes. Con los que, además, suelen quedar impunes de su violencia pública y registrada. Y de nuevo comparen. Sí, ya saben con quiénes, los que están encarcelados siendo pacíficos y pacificadores.
Y mientras los hay que siguen llamándonos nazis y supremacistas e inventando mentira tras mentira respecto a la vida en Cataluña en general (desde hace muchos años) o sobre la educación más concretamente, de nuevo, nos mata que nuestros hermanos no se molesten no ya en contrastar mínimamente las informaciones sino, por lo menos, mirar de obtener algún pequeño dato más. Por ejemplo, yendo a fuentes directas, es decir, los hermanos en la fe que viven en Cataluña. ¡Ah, no! Ellos son enemigos, y nazis, y supremacistas, y separatistas-secesionistas-independentistas (¿nadie se da cuenta de que estas tres últimas palabras no son negativas en sí mismas? ¡Solo lo son porque se refieren a Cataluña con respecto a España!).
Porque toda la argumentación en favor de la independencia y la soberanía (que es distinto de nacionalismo) resulta hermosa, épica, una edificante historia de lucha y liberación en el caso de muchos de los pueblos del mundo (de Asia, Latinoamérica, Europa…), pero Cataluña, en esa misma tesitura, resulta que queda, por definición, en el lado oscuro, del lado del diablo. Por favor…
El amor busca el bienestar del otro, su felicidad. Incluso si el otro se equivoca concede respeto y da libertad… ¡Mira! ¡Como hace Jesús con los humanos! Pero mis hermanos… mis hermanos no. Y aplican la visceralidad buscando cómo justificarla con algún argumento pseudobíblico.
¿Cristianismo o nacionalismo? Venga, venga. No hay nada que elegir, ése no es el dilema. Ni siquiera cristianismo o soberanía.
Mejor cristianismo y más justicia, o cristianismo y cómo abordar los desacuerdos, o cristianismo y amar a tu prójimo como a ti mismo, o cristianismo y espíritu crítico y constructivo.
Y sigo triste, y muy preocupada, por la mezcla arbitraria de conceptos; la confusión entre firmeza de convicciones con agresión, o entre principios del nacionalcatolicismo y Biblia, o la no distición entre argumentos y descalificaciones e insultos; y las actitudes…
Termino ya. Con la convicción de que si no aplicamos en serio alguno de los principios de Jesucristo, la iglesia del Señor no solo está haciendo un flaco favor a la sociedad en medio de la que debe ser luz, sino que está siendo infiel a la misión recibida.
Amaos, sed benignos, orad los unos por los otros. Enseñaos, exhortaos, no os juzguéis los unos a los otros. Aceptaos (‘recibíos’ en RV60), soportaos, perdonaos los unos a los otros. No os envanezcáis, preocupaos, consolaos los unos a los otros.
El resumen de todo el párrafo es el primero de estos mandamientos: amaos los unos a los otros… como yo os he amado, dice el Señor.