Uno de los principios que han de regir las relaciones de la iglesia con la sociedad es el de permanecer al margen de las diferentes opciones políticas que el abanico de los partidos nos ofrece, tanto si son de derechas como si son de izquierdas. Sucede que, a menudo, los que critican la alienación de la iglesia con los partidos de derechas, caen en la tentación de hacer el juego a los partidos de izquierdas. Ni los unos ni los otros. La iglesia no está aquí para bendecir ni para condenar las opciones políticas de nuestro mundo. Su misión es proclamar el evangelio de Cristo en toda su amplitud –para aquí y ahora, para mañana y después- confrontando a la sociedad con sus exigencias.
Es evidente que este mensaje tiene repercusiones políticas, porque se refiere a la paz, la justicia y el bienestar entre los hombres, pero no determina los medios ni las formas de esta relación. Va más allá para exigir, a todos aquellos que quieren detentar el poder, la dedicación a luchar por los valores humanos y la igualdad de oportunidades y de libertades para todos los ciudadanos, en un respeto profundo a las minorías y los derechos de las personas. Sólo cuando hay una gravísima violación de estos derechos –como en el caso del nazismo, para poner un ejemplo histórico- tiene el derecho y la obligación de denunciar la perversión de las instituciones políticas en el poder.
Ahora bien, si la iglesia no ha de intervenir a favor de alguno de los partidos que luchan para alcanzar el poder, no pasa la mismo con los cristianos, aquellos que han encontrado en Cristo la inspiración para su vida y que, siguiendo su camino, se preocupan de la gente. El cristiano es un político por naturaleza, si consideramos que la política es “el conjunto de actividades teóricas y prácticas referente a las relaciones entre los ciudadanos de una misma colectividad o entre diferentes colectividades” (Enc. Cat). Nunca puede quedar al margen porque se aplica la antigua frase latina: “Soy hombre y nada humano me es ajeno”. Lo que entendemos por humano (en contraste con inhumano) los valores que configuran la auténtica personalidad humana, es decir, todo lo que se refiere a su dignidad, a sus derechos como persona y como ciudadano, y su lugar en la sociedad, está en el centro de la acción cristiana. Si predicamos el evangelio, no es sólo para abrir una puerta a la esperanza al final de la vida, sino para abrirla también ahora, en este nuestro presente, y una puerta que nunca se cierra, que nos haga penetrar hasta la eternidad.
Pero lo primero es nuestra realidad presente. Es la vida humana que se ha de salvar, en todas sus vertientes, terrenas y espirituales. No podemos invitar a la gente a una resignación presente con vistas a un final glorioso. Este tipo de enseñanza sí que sería el opio del pueblo y, por tanto, totalmente alienante. El evangelio que anunciamos es el de la renovación total de la vida. Es comunicar las buenas nuevas a los pobres y a los oprimidos, a los pisoteados y a los marginados, anunciándoles la liberación de las esclavitudes de este mundo, dándoles la esperanza de una vida más digna en esta realidad terrena, en el camino hacia la realidad gloriosa del reino de Dios. La voluntad de Dios es la salvación de todos los hombres y esta salvación se refiere también a recuperar sus derechos y su dignidad humana.
La incidencia del cristiano en la política ha de ir encaminada, pues, a defender a los hombres y, especialmente, los derechos de los más pequeños. No es una tarea fácil, ya que hay que contar las luchas despiadadas entre los políticos que buscan, no tanto el bienestar del pueblo, sino el poder. Muy a menudo, en lugar de ser servidores del pueblo que los elige, se sirven de él para su provecho personal.
A la vista de los discursos que padecemos durante cada campaña electoral, con toda clase de mentiras, acusaciones e insultos personales, la tentación es dejar la política o desentendernos tanto como podamos de este mundo. Pero esta es una tentación a la que no podemos ceder. No queremos el poder ni la gloria que lo acompaña, pero no podemos renunciar a la defensa de los principios de convivencia que entendemos, por el evangelio, que han de imperar en nuestra sociedad.
Enric Capó, 19 de mayo de 2011 | Fuente: www.iee-es.org
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