¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Tú, que abatías las naciones, has sido derribado a tierra. (Isaías 14, 12 BTX)
No es la primera vez que hemos expresado esta preocupación que hoy compartimos con los lectores. Desde hace años venimos insistiendo en ello desde el púlpito, en el aula, en los estudios bíblicos y hasta en conversaciones particulares, porque se trata de algo que comprobamos con profundo disgusto: entre los evangélicos de nuestro país (y de otros muchos, a lo que parece) hay una gran tendencia a creer más en el diablo que en Cristo, a predicar sobre Satanás, sus grandes poderes y sus artimañas con más lujo de detalles que sobre la Gracia de Dios que nos ha sido dada con total seguridad en Cristo, de tal manera que más de uno que escuchara por curiosidad algunos sermones dominicales que se oyen en ocasiones, saldría de la capilla con la idea de que los evangélicos (por aquello de la tendencia a la generalización, de suyo tan humana) somos más satanasianos que cristianos.
Para ser honestos, en las Sagradas Escrituras no se habla demasiado del diablo (o de los diablos, en plural). Son bastantes los libros en los que ni siquiera se sugiere su existencia, ni tan solo para explicar la cuestión del origen del mal. Y en aquellos en que se menciona(n) de forma expresa, aparece(n) por lo general bastante mal parado(s): vencido(s), caído(s), rechazado(s), intentando como a la desesperada poner trabas a la obra de Dios en la tierra o en el cielo, pero siempre con una espada de Dámocles encima: abocado(s) al juicio, a la condenación; en una palabra, a la destrucción. No hay más que pensar en los relatos de las tentaciones de Jesús o de posesiones diabólicas que nos ofrecen los Evangelios Sinópticos, en las imágenes tan bien construidas del Apocalipsis, o en algún cuadro de algún libro tardío del Antiguo Testamento, como la famosa visión de Zacarías 3, por no citar sino algunos ejemplos de los más conocidos. Incluso en aquellos versículos específicos en que se advierte contra sus engaños, emerge tarde o temprano en el contexto circundante un trasfondo de victoria sobre las fuerzas malignas. Por decirlo de una vez: la Biblia muestra siempre a Cristo como vencedor y al diablo como el gran derrotado.
Sin entrar de lleno en asuntos de tipo filosófico sobre el porqué del mal en el mundo, ni cuestionarnos la existencia real o no de Satanás y sus huestes, o si se trata simplemente de una aportación tardía y pagana al judaísmo que el cristianismo heredaría más tarde, lo cierto es que en las Sagradas Escrituras los demonios aparecen como entidades muy escasamente descritas, pero con un papel harto bien trabajado desde el punto de vista literario. No hay que olvidar que los escritos sagrados son, entre otras cosas, una obra maestra de la literatura universal, y que sus autores hacen gala en ocasiones de unos estilos redaccionales y una destreza en el empleo de recursos poéticos que siguen siendo hoy objeto de admiración y profundo estudio también en esta área. La revelación de Dios o la teología no están reñidas con el arte. De este modo, las figuras diabólicas (el mismo Satanás) aparecen en las páginas bíblicas como personajes que cumplen una función muy concreta dentro de la trama de la Historia de la Salvación y que, lejos de ser un obstáculo insuperable o un impedimento para la obra de Dios, contribuyen a ensalzar su gloria y destacar la obra redentora de Jesucristo. Desde el punto de vista estilístico, constituyen un recurso altamente llamativo de contraste que sirve para, de alguna manera, evidenciar lo absurdo de la desobediencia al Creador, de la oposición constante a sus designios y del mal uso de la inteligencia y la libertad frente a la bondad y la misericordia del Dios revelado en Cristo. El hecho de que Satanás o sus demonios se muestren adversos al plan de salvación o intenten impedir el progreso del Evangelio en el mundo tan solo viene a destacar aún más la soberanía absoluta de Dios sobre el universo y el triunfo definitivo de la Gracia sobre el pecado.
Siendo esto así, nos preguntamos una y otra vez, ¿qué motivo hay para conceder tanta importancia en la predicación y la piedad cristiana a unas figuras que en las Sagradas Escrituras son muy secundarias? ¿Cómo justificar el verdadero terror al diablo en el que parecen vivir tantos creyentes evangélicos, olvidando que el Evangelio es Buena Nueva de salvación y de liberación de todo aquello que nos atemoriza o nos atenaza? ¿No será que algunos predicadores pésimamente (in)formados inculcan a sus congregaciones superstición medieval más bien que una auténtica fe cristiana y protestante? ¿O es que solo se trata de un error por nuestra parte y no nos habíamos percatado de que en realidad hay más satanasianos que cristianos?