En la vorágine de la vida moderna, en medio de las diferentes ofertas del mercado económico, político o religioso, esto es, en medio del relativismo del que hablan algunos líderes religiosos; el anhelo de seguridad y de comunión con la verdad presente en el espíritu humano, hace que busquemos incesante, y en ocasiones desesperadamente, ese criterio último de verdad que nos facilite nuestro discernimiento cotidiano y existencial. Esto hace que nos acerquemos con frecuencia a los textos de la Escritura procurando encontrar fórmulas claras, recetas precisas, que nos indiquen cómo actuar y respuestas inapelables a nuestros grandes interrogantes. Es bastante común acudir al texto bíblico como si su más notable finalidad fuera revelarnos un código de conducta, un manual de instrucciones sobre cómo son y cómo deben ser las cosas, unas nociones claras y directas sobre nuestro origen y futuro. Si la función preeminente del texto bíblico fuera la legitimación de una legislación determinada, desde las instancias de lo divino, o la explicación mítica de nuestros orígenes, no resultaría muy distinto de otros discursos anteriores, coetáneos o posteriores, que exhiben una finalidad similar con resultados parecidos. ¿Dónde queda entonces la relevancia y singularidad de la revelación bíblica?
Se nos olvida, quizá, que la Biblia nos ofrece ante todo una historia de salvación, una crónica de la intervención poderosa de Dios en la historia humana para su restauración, para su liberación. Lo que distingue radicalmente al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, es que es un Dios que actúa en favor de su pueblo, Deus pro nobis. La respuesta constante de la Escritura a nuestras pretensiones de seguridad es la invitación, repetida una y otra vez, a confiar en Dios, en su intervención continua, en su cuidado permanente; en esto consiste la fe que se nos solicita. En el relato bíblico no se necesita un héroe que, de forma torticera, consiga el don del fuego para la humanidad, robado a unas divinidades ajenas a las preocupaciones humanas. El Dios bíblico se nos revela como presencia providente, como acción liberadora y como donación de sí mismo, manifestadas radicalmente en la obra de Cristo.
Al acercamos al texto bíblico teniendo en cuenta estas cualidades, descubrimos toda su riqueza y mantenemos vigente su capacidad para interpelar las vidas de los hombres y mujeres de hoy.
Luis Pelegrín, España
En la vorágine de la vida moderna, en medio de las diferentes ofertas del mercado económico, político o religioso, esto es, en medio del relativismo del que hablan algunos líderes religiosos; el anhelo de seguridad y de comunión con la verdad presente en el espíritu humano, hace que busquemos incesante, y en ocasiones desesperadamente, ese criterio último de verdad que nos facilite nuestro discernimiento cotidiano y existencial. Esto hace que nos acerquemos con frecuencia a los textos de la Escritura procurando encontrar fórmulas claras, recetas precisas, que nos indiquen cómo actuar y respuestas inapelables a nuestros grandes interrogantes. Es bastante común acudir al texto bíblico como si su más notable finalidad fuera revelarnos un código de conducta, un manual de instrucciones sobre cómo son y cómo deben ser las cosas, unas nociones claras y directas sobre nuestro origen y futuro. Si la función preeminente del texto bíblico fuera la legitimación de una legislación determinada, desde las instancias de lo divino, o la explicación mítica de nuestros orígenes, no resultaría muy distinto de otros discursos anteriores, coetáneos o posteriores, que exhiben una finalidad similar con resultados parecidos. ¿Dónde queda entonces la relevancia y singularidad de la revelación bíblica?
Se nos olvida, quizá, que la Biblia nos ofrece ante todo una historia de salvación, una crónica de la intervención poderosa de Dios en la historia humana para su restauración, para su liberación. Lo que distingue radicalmente al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, es que es un Dios que actúa en favor de su pueblo, Deus pro nobis. La respuesta constante de la Escritura a nuestras pretensiones de seguridad es la invitación, repetida una y otra vez, a confiar en Dios, en su intervención continua, en su cuidado permanente; en esto consiste la fe que se nos solicita. En el relato bíblico no se necesita un héroe que, de forma torticera, consiga el don del fuego para la humanidad, robado a unas divinidades ajenas a las preocupaciones humanas. El Dios bíblico se nos revela como presencia providente, como acción liberadora y como donación de sí mismo, manifestadas radicalmente en la obra de Cristo.
Al acercamos al texto bíblico teniendo en cuenta estas cualidades, descubrimos toda su riqueza y mantenemos vigente su capacidad para interpelar las vidas de los hombres y mujeres de hoy.
Luis Pelegrín, España
En la vorágine de la vida moderna, en medio de las diferentes ofertas del mercado económico, político o religioso, esto es, en medio del relativismo del que hablan algunos líderes religiosos; el anhelo de seguridad y de comunión con la verdad presente en el espíritu humano, hace que busquemos incesante, y en ocasiones desesperadamente, ese criterio último de verdad que nos facilite nuestro discernimiento cotidiano y existencial. Esto hace que nos acerquemos con frecuencia a los textos de la Escritura procurando encontrar fórmulas claras, recetas precisas, que nos indiquen cómo actuar y respuestas inapelables a nuestros grandes interrogantes. Es bastante común acudir al texto bíblico como si su más notable finalidad fuera revelarnos un código de conducta, un manual de instrucciones sobre cómo son y cómo deben ser las cosas, unas nociones claras y directas sobre nuestro origen y futuro. Si la función preeminente del texto bíblico fuera la legitimación de una legislación determinada, desde las instancias de lo divino, o la explicación mítica de nuestros orígenes, no resultaría muy distinto de otros discursos anteriores, coetáneos o posteriores, que exhiben una finalidad similar con resultados parecidos. ¿Dónde queda entonces la relevancia y singularidad de la revelación bíblica?
Se nos olvida, quizá, que la Biblia nos ofrece ante todo una historia de salvación, una crónica de la intervención poderosa de Dios en la historia humana para su restauración, para su liberación. Lo que distingue radicalmente al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, es que es un Dios que actúa en favor de su pueblo, Deus pro nobis. La respuesta constante de la Escritura a nuestras pretensiones de seguridad es la invitación, repetida una y otra vez, a confiar en Dios, en su intervención continua, en su cuidado permanente; en esto consiste la fe que se nos solicita. En el relato bíblico no se necesita un héroe que, de forma torticera, consiga el don del fuego para la humanidad, robado a unas divinidades ajenas a las preocupaciones humanas. El Dios bíblico se nos revela como presencia providente, como acción liberadora y como donación de sí mismo, manifestadas radicalmente en la obra de Cristo.
Al acercamos al texto bíblico teniendo en cuenta estas cualidades, descubrimos toda su riqueza y mantenemos vigente su capacidad para interpelar las vidas de los hombres y mujeres de hoy.
Luis Pelegrín, España
En la vorágine de la vida moderna, en medio de las diferentes ofertas del mercado económico, político o religioso, esto es, en medio del relativismo del que hablan algunos líderes religiosos; el anhelo de seguridad y de comunión con la verdad presente en el espíritu humano, hace que busquemos incesante, y en ocasiones desesperadamente, ese criterio último de verdad que nos facilite nuestro discernimiento cotidiano y existencial. Esto hace que nos acerquemos con frecuencia a los textos de la Escritura procurando encontrar fórmulas claras, recetas precisas, que nos indiquen cómo actuar y respuestas inapelables a nuestros grandes interrogantes. Es bastante común acudir al texto bíblico como si su más notable finalidad fuera revelarnos un código de conducta, un manual de instrucciones sobre cómo son y cómo deben ser las cosas, unas nociones claras y directas sobre nuestro origen y futuro. Si la función preeminente del texto bíblico fuera la legitimación de una legislación determinada, desde las instancias de lo divino, o la explicación mítica de nuestros orígenes, no resultaría muy distinto de otros discursos anteriores, coetáneos o posteriores, que exhiben una finalidad similar con resultados parecidos. ¿Dónde queda entonces la relevancia y singularidad de la revelación bíblica?
Se nos olvida, quizá, que la Biblia nos ofrece ante todo una historia de salvación, una crónica de la intervención poderosa de Dios en la historia humana para su restauración, para su liberación. Lo que distingue radicalmente al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, es que es un Dios que actúa en favor de su pueblo, Deus pro nobis. La respuesta constante de la Escritura a nuestras pretensiones de seguridad es la invitación, repetida una y otra vez, a confiar en Dios, en su intervención continua, en su cuidado permanente; en esto consiste la fe que se nos solicita. En el relato bíblico no se necesita un héroe que, de forma torticera, consiga el don del fuego para la humanidad, robado a unas divinidades ajenas a las preocupaciones humanas. El Dios bíblico se nos revela como presencia providente, como acción liberadora y como donación de sí mismo, manifestadas radicalmente en la obra de Cristo.
Al acercamos al texto bíblico teniendo en cuenta estas cualidades, descubrimos toda su riqueza y mantenemos vigente su capacidad para interpelar las vidas de los hombres y mujeres de hoy.
- Crónica de una salvación anunciada - 10/08/2010