Suelo tener mala memoria para algunas cosas. Los números son especialmente difíciles para mí. Recordar mi propio número de teléfono me ha costado varios años y cuando intento memorizar alguna fecha importante por haberla leído, por ejemplo en algún libro, ya sé de antemano que antes de que acabe el día la habré olvidado. Sin embargo guardo en mi mente muchas escenas al completo de cuando conocí a la que hoy es mi mujer. Llevo diecisiete años casado, más de diecinueve desde que la conocí, y ciertas fechas relacionadas están grabadas en mí.
Tenía entonces veintiún años, era verano, fue en un campamento de jóvenes cristianos.
Era el responsable de un pequeño grupo de campamentistas y por ello cada día nos reuníamos con el director para orar, poner en las manos de Dios todas las actividades que se iban a realizar y tratar y comentar si había habido algún tipo de contratiempo o incidente.
Los primeros días transcurrieron de forma normal, lo esperado. A mitad de semana se programó una actividad especial, pero justo un día antes fue cancelada. De esta forma, se nos informó a los responsables de grupo que dijéramos, a cuantos campamentistas viéramos, que esta actividad para el día siguiente se suspendía.
Iba subiendo una escalera buscando una fuente de agua que había justo al final de la misma, a la izquierda. Tenía sed. Cuando llegué a la fuente allí estaba ella, también tenía sed. La dejé beber primero. Acto seguido le dije que se había suspendido lo previsto para el día por venir. Ella asintió. Yo bebí y ambos bajamos en dirección al salón en donde iba a comenzar una de las reuniones. Sin decir una sola palabra ambos nos sentamos juntos, una silla junto a la otra. Algo especial había sucedido entre dos personas.
Durante dos años y medio nos estuvimos conociendo, saliendo. Con el tiempo he repensado muchas veces qué sucedió durante todo este tiempo. La palabra que mejor lo resume es “encuentro”.
Ella me enseñó que me quería por lo que yo era, no tenía que hacer nada más. Por supuesto que hubo cosas que cambiar, formas de actuar que dejar, palabras que aprender a decir. Pero todo se lograba porque sencillamente queríamos estar el uno junto al otro, pasarlo bien, compartir. No había nada más que hacer para que el día fuera grandioso, sólo estar a su lado, pasear, darle un beso. Me aceptaba, pensaba que yo era alguien especial, le parecían interesantes mis gustos, sencillamente me amaba. Al día de hoy nada de esto se ha perdido. Nuestra relación ha evolucionado, ha pasado por etapas, pero el amor sigue siendo lo que nos mantiene el uno junto al otro. Un alma encontró a otra y esto es imposible de destruir si ambas no quieren.
Cuando hablamos de Jesús, me pregunto si en ocasiones no equivocamos los énfasis, los fines. Cuando las personas se reunían a su alrededor venían por diferentes motivos. Unos para ver milagros, por curiosidad, otros como consecuencia de tener una idea equivocada sobre al que algunos llamaban Mesías y, por supuesto, estaban aquellos que realmente lo necesitaban. Tal vez nosotros mismos nos hemos acercado a Jesús por alguno de estos motivos errados, pero de lo que no cabe duda es de que aquellos que, de una forma u otra, seguían o se topaban con él teniendo una profunda necesidad eran atendidos por el Maestro. Jesús, independientemente de quien tuviera delante, lo que quería era “encontrarse” con esa persona. Su profundo dolor era provocado por sentir el rechazo, persecución y burla. No hay peor dolor que el del enamorado que es rechazado por el amado (o cuando se le pierde).
Uno de estos encuentros más conocidos es el relato de La mujer samaritana. Las Escrituras nos dicen que Jesús “Tenía que pasar por Samaria”, pero la única razón que encontramos para que el Maestro cruzara por este lugar en su camino hacia Galilea era toparse con ella. Los samaritanos eran considerados por los judíos como un pueblo maldito, eran los herejes, los condenados por Dios y sólo eran merecedores del más profundo de los desprecios. De hecho en su camino de ida o vuelta de Galilea a Jerusalén, o viceversa, el territorio samaritano se evitaba aunque ello supusiera un viaje más largo al tener que bordearlo. Pero allí estaba Jesús, tenía que pasar por Samaria, buscaba a una mujer profundamente necesitada.
Junto a lo anterior los hombres «decentes» no hablaban a solas con una mujer en la calle y, mucho menos, sabiendo que ésta era de dudosa moralidad. El Galileo rompe todos los esquemas, no le importa el qué dirán o su reputación, sólo le interesa una cosa, encontrar a la samaritana.
Con Jesús hablar de que se encontró con alguien es mucho más que decir que ambos se conocieron. En un sentido muy real la persona encontraba y se encontraba a sí misma. Por primera vez en su vida entendía que no estaba sola, que era importante, que debía cambiar formas de actuar y de pensar, y que era tan especial que el mismo Hijo de Dios había dejado todo lo demás únicamente para tener un rato con ella. Esto la hacía sentirse única, en una palabra, amada.
Jesús atraía hacia sí a muchas personas por cómo vivía el amor del Padre, cómo lo manifestaba. Su mirada, sus gestos, sus movimientos eran resultado de la expresión de un único mensaje a la persona abatida, enferma, despreciada: me importas. Daba igual si era mujer o niño, si el que estaba ante él era un centurión o el principal de una sinagoga. Siempre la misma mirada, el mismo mensaje, los mismos actos que eran gritos sin palabras para la persona que tenía ante sí: quiero estar contigo.
Jesús buscaba encuentros, su alma quería verterla en otra. Era el novio enfermo de amor. La persona quedaba impresionada, por vez primera en su vida se sabía con valor, era importante para Alguien. La fuerza de atracción de la encarnación de este mensaje es lo que diferencia al cristianismo de cualquier otra religión o cualquier otra filosofía.
La tragedia del cristianismo es que existen muy pocos seguidores del Maestro de Galilea que hayan entendido lo central de este hecho. Grandes masas de creyentes viven buscando experiencias “sobrenaturales”; otros tantos están instaurados en la queja y la indiferencia. La gran pregunta es si hemos conocido al menos a un creyente que se ajuste al perfil del Maestro que dicen seguir. Pero esta pregunta también se vuelve contra nosotros y nos golpea: ¿somos nosotros esa persona?
Cómo cambiaría todo si nuestra motivación principal fuera imitar a Cristo y salir al encuentro de las personas sin importar ante quienes estamos. Sin rechazar a nuestros mismos hermanos en la fe porque no creen o no piensan como nosotros. Si esto fuera así, significaría que estamos enamorados de Jesús tal y como a mí me sucedió con la que al presente es mi mujer hace ya más de diecinueve años.
“Quién halla esposa halla la felicidad: muestras de su favor le ha dado el Señor.” (Proverbios 18:22).
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