Posted On 16/06/2023 By In portada, Teología With 939 Views

De ángeles y demonios | Eliana Valzura

El Apocalipsis bíblico, uno de los tantos apocalipsis circulantes en la época, ha sido objeto de las más variadas —y disparatadas— interpretaciones a lo largo de la historia del cristianismo. Algunas más conservadoras, otras alucinadas: amilenarismos, milenarismos, pre-tribulacionalismos, post-tribulacionalismos, interpretaciones matemáticas de días y años, arrebatos, raptos y dejados atrás. Todo cabe cuando de interpretación de un libro simbólico se trata. Después de todo, si tienen razón los hermeneutas, al autor no lo tenemos para que nos aclare las dudas, mientras que sí tenemos ese horizonte de sentido, esa “zona de indeterminación” en la que pueden inscribirse las lecturas más disímiles. Sin embargo, no todo es soplar y hacer botellas, como reza la sabiduría popular. A la hora de leer los textos bíblicos habría que tener en cuenta algunos parámetros para no dejar de ser abierto y flexible, de modo de actualizar el mensaje para el día de hoy, sin por eso perder de vista que no todo cabe en esa “opera aperta” que es todo entramado textual.

En el caso del Apocalipsis de la Biblia es bueno recordar que el mismo pertenece a un género (la apocalíptica judía) usual en épocas de crisis, persecución y exilio. Así hay pasajes del libro de Daniel, que relatan tiempos de cautividad, de claro corte apocalíptico, y así surgieron también otros apocalipsis en tiempos de los Macabeos, cuando los judíos eran oprimidos por el sanguinario Antíoco Epífanes.

En el libro de Daniel, justamente, se relatan dos profecías que han sido  retorcidas y exprimidas para que den indicios sobre el fin del mundo. Tal es el caso de Daniel 8 y 9, las profecías del carnero y del macho cabrío y de las 70 semanas. Si las leemos sin prejuicios escatológicos, enseguida podremos advertir que se refieren a un hecho histórico ya ocurrido para nosotros: el inicio del imperio de Alejandro Magno venciendo a los persas, la posterior división entre sus generales, el ascenso de la dinastía de los Seléucidas, su oposición al pueblo judío (persecución, prohibición de desarrollar su liturgia y ritos, profanación del templo, etc.). Incluso no hay que ser demasiado avisado: la interpretación la da el propio libro de Daniel de boca del ángel Gabriel. En cuanto a la otra profecía, mientras tanto, la explicación no es tan clara, sin embargo, no parece haber lugar a dudas de que se trata de los eventos cercanos al nacimiento y muerte de Jesús y a la destrucción de Jerusalén por Tito en el año 70, junto con las persecuciones y profanación del templo.

Y es justamente al ángel Gabriel al que quiero referirme.

La lectura que propongo de esos pasajes, por supuesto, no es sobre el fin del mundo. Tampoco quisiera discutir acá la autoría de un señor llamado Daniel ni la fecha de composición, todos datos importantes para la exégesis pero que no serán requeridos ahora mismo.

Las profecías, sea que se escribieron antes de los hechos relatados o después (ex post facto), contienen un mensaje que excede su función anticipatoria. Lamentablemente, la mayoría de las exégesis tradicionales se centran en el valor apriorístico y de anunciación, dejando de lado cualquier otro tipo de mensaje que pueda asignárseles.

En el caso de estas dos profecías, y dando por sentado que se refieren a hechos que ya tenemos en el pasado, esto es, que no se refieren a un hipotético “tiempo del fin” o “tiempo escatológico”, podemos afirmar que las circunstancias a las que aluden tienen que ver con períodos de la historia de mucha tribulación del pueblo judío. Y utilizo la palabra “tribulación” haciéndome cargo del bagaje conceptual que arrastra, tal vez para ubicarla dentro de los parámetros a los que a mi juicio la “tribulación” debe estar acotada. En efecto, el tiempo interno del texto en el que están insertas refiere a épocas de la cautividad babilónica (587-537 +/-A.C).  Sabemos, por los escritos conocidos como de la tradición “P”, que en épocas de cautividad (la tradición “P” corresponde a la cautividad  Asiria pero bien podríamos sacar algunas conclusiones semejantes para la cautividad babilónica), Dios es visto como distante y a veces hasta demasiado cruel (¿dónde está Dios mientras estamos sufriendo estas injusticias de los opresores?, podría ser la pregunta existencial de aquel momento, acaso igual a la pregunta que cualquiera de nosotros podríamos hacernos). Lo cierto es que en tiempos de cautividades existe un silencio de Dios respecto de los dolores y pesadumbres que pasa su pueblo, a excepción  de la intervención de algunos profetas: a veces remarcando la responsabilidad e incluso la culpa del propio pueblo en su circunstancia, otras prometiendo salvaciones futuras.

Dentro de estas últimas intervenciones, creo, se encuentran las profecías que intentamos comentar: el rey “altivo de rostro” y “entendido en enigmas” que “causará grandes ruinas” — en el cumplimiento inmediato, Antíoco Epífanes— será quebrantado finalmente (8:25). Y aquel otro que tomará la vida del Mesías Príncipe y destruirá Jerusalén y el templo haciendo todo tipo de sacrilegios en él (¿Roma?), tendrá un desastroso fin. Algunos podrán argumentar que el escritor de estas profecías escribe “hacia atrás”, habiendo ya vivido estos acontecimientos. Y mi respuesta es que no importa. Porque no busco en la profecía  un  vaticinio, sino un sentido: sea que la haya escrito antes o después de los hechos narrados, la idea de estas profecías es para mí mucho más valiosa que el acierto en el presagio: en cualquier momento y en cualquier lugar que un pueblo esté oprimido por cualquier opresor, hay una palabra de esperanza, hay un consuelo. Pero no el consuelo narcótico de futuros escatológicos gloriosos y presentes miserables, no el consuelo de la revalorización del sufrimiento como modelador de vidas o pedagogo magistral. El consuelo de que ese opresor no está del lado de la luz y de que esa opresión no es permanente ni debe ser vivida como permanente y mucho menos necesaria. En todos los momentos de la historia del pueblo de Dios hubo quienes se levantaron contra la injusticia y la vencieron: esos sí obran con el beneplácito divino.

No hay que esperar al fin del mundo para que surjan estos anticristos. Los hubo, los hay y los habrá. Pero su poder no es irresistible: hay esperanzas de vencerlos en pos de una sociedad más justa y de una vida más plena. Y quienes decimos seguir al insurrecto Jesús debemos ser los primeros y las primeras en luchar para que los valores del Reino sean instaurados.

El neoliberalismo es —para mí sin lugar a dudas— el anticristo de estos tiempos: oprime, hambrea, persigue, crea desigualdades insalvables, condena a la pobreza y al analfabetismo, obliga al desarraigo de millones. Si quien lee está del lado de los que tienen todo, puede ser que no lo perciba. Sin embargo, intente pasar sus premisas y las consecuencias de su accionar por el ojo de una aguja. O trate de conciliar no las “enseñanzas” del neoliberalismo sino lo que ocurre en los países, en las sociedades y en el mundo todo en la aplicación de esas enseñanzas con las verdades jesuánicas sobre el Reino —esa sociedad utópica que todos debemos perseguir—. Es imposible. La pregunta es más que sencilla: ¿De qué lado nos ponemos? ¿De los saciados o de los que tienen hambre? ¿De los perseguidores o de los perseguidos? ¿De los que se sienten con derecho a incluir o a no incluir o de los que están excluidos, barridos a las periferias por los poderosos? ¿De qué lado estaría Jesús?

Yo ya no puedo leer la biblia como un recetario, como un compendio de vaticinios ni como un libro de historia. Por eso no me inquietan sus contradicciones y yerros. Me acerco a ella con respeto, pero sin idolatría. Puedo leerla, puedo apropiármela y puedo criticarla, porque cuando lo hago busco su kerigma. Yo también buceo en esa zona de indeterminación que quedó abierta ni bien fue escrita cada parte.

Su teandria me habilita la lectura-para-mi/para-hoy, tal como el otro teos-andros, Jesús, permitía que se acerquen, que lo toquen e incluso habilitaba la palabra y la opinión ajena en su pedagogía de la pregunta.

Por eso desecho la escatología facilista y delirante. Si hasta me parece que se utiliza para dominar con el miedo.

Decía más arriba que me interesaba hablar del ángel Gabriel, y el lector pensará que lo olvidé, entusiasmada con otros asuntos.

Gabriel aparece por primera vez en el Antiguo Testamento en estos pasajes de Daniel y no vuelve  a aparecer sino hasta el Nuevo Testamento, en ocasión de la anunciación a María. No es casual ni antojadizo que el evangelista eligiera poner en boca de un ángel tan magnífico suceso. Me parece a mí que es una forma de validar aquello que estaba por suceder: ¿la cristiandad hubiera interpretado igual los textos sobre Jesús si no hubieran sido precedidos por un anuncio profético que los confirmara y avalara? Tal vez no. Más: no fueron anticipados por un profeta, sino por un ángel. Pero sobre todo me interesa rescatar el hecho de que fuera Gabriel, el mismo que según el texto, en tiempos de Daniel se apareció para realizar un anuncio importantísimo: el anticristo del momento sería finalmente derrotado. Es más, vendría uno que hablaría palabras de derrota de todos los sistemas opresores.

Cuando el evangelista elige a Gabriel tiene en mente aquellos textos y no elige al azar. Actualiza aquella palabra para un pueblo nuevamente oprimido, ahora por Roma. Sus lectores primarios harían la relación inmediata: este Jesús que anunció el ángel podría llevarlos fuera de la opresión de cualquier sistema humano. Es el mismo profetizado en tiempos de la cautividad. El dedo quedó apuntado a él, y a consecuencia de lo que vivió y enseñó, fue su condena a muerte.

No creo que Jesús —ningún Jesús— bajará de ningún cielo para terminar con la opresión, cualquiera que sea,  que vivimos en estos tiempos. Sí creo que la esperanza y el consuelo de que no hay por qué soportarla —como pareciera decirle a Daniel y como les dijo a los cristianos de los primeros tiempos a través de esa asociación con la figura de Gabriel— puede alentarnos a luchar por una sociedad más justa, donde todos estemos incluidos.

Porque la utopía es posible.

Eliana Valzura

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