En su libro Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano, John Dominic Crossan propone una interpretación novedosa y hasta revolucionaria del episodio de Jesús echando a los mercaderes del templo. Tradicionalmente se ha leído este pasaje como una metáfora del enojo de Dios contra aquellos que comercian con la fe o hacen de la fe una mercancía. Dicho sea de paso, esta interpretación, con todo y ser la más extendida, no parece ser tomada en cuenta por grandes sectores de la cristiandad evangélica, que la predican desde sus púlpitos, pero luego la olvidan al mostrar a un Dios de toma y daca: haz esto para que Dios te recompense con aquello, si no haces esto, Dios te castigará con lo otro, o la más burda y cruel mercantilización: debes aportar ofrendas y diezmos para que Dios te bendiga.
Crossan llama la atención a una arista muy poco observada del relato: tres de los cuatro evangelios, los sinópticos, ponen en boca de Jesús la severa admonición de que con esa actitud los mercaderes habían hecho del templo una “cueva” de ladrones. La cueva, dice, no es el lugar donde se comercia, sino donde se esconden los ladrones con sus ganancias, es decir, hacen sus fechorías afuera, cometen sus injusticias afuera, y luego vienen al templo a esconderse.
Esta imagen me parece por demás potente, toda vez que remite a un tema más amplio y general como es el de la justicia. Acostumbrados como estamos a ver en la justicia divina una rémora de venganza o retribución, solemos inscribir este episodio de la vida de Jesús entre esos actos de justicia: un Jesús airado, justamente airado —suponemos—, hace justicia echando a los mercaderes del templo. Y quizás, ya lo dije, a algunos les haría bien recordar esta simple interpretación para moverse con un poco más de pudor en sus prédicas dominicales. Sin embargo, es necesario recordar que la justicia es un concepto más amplio en el Antiguo Testamento, y es justamente la columna vertebral del discurso jesuánico acerca del Reino: libertad a los cautivos, vista a los ciegos, curación a los enfermos, saciedad a los necesitados, reivindicación a los agraviados, etc. Esto quiere decir que la noción de justicia tiene más que ver con distribución que con retribución. Y la distribución implica equidad, igual consideración de intereses[1], dar a todos lo que necesitan[2] y no lo que merecen.
La ética del reino es absolutamente contraria a la meritocracia neoliberal, pero vivimos en una sociedad que es el antireino: tanto tienes, tanto vales, si no tienes, será que no lo mereces, si yo tengo y vos no, será porque me lo gané y es solo mío. La desigualdad, ya que hablamos de mercaderes y comerciantes, es mucho más insultante que la pobreza, porque se halla en su fundamento. Si no hubiera tan pocos que tienen tanto, no habría tantos que tienen tan poco.
¿Qué pasaría si pensamos que el enojo de Jesús tuvo más que ver con que esos mercaderes injustos que se aprovechaban de pobres y menesterosos utilizaran el templo para esconderse? ¿Qué pasaría si su peor pecado hubiera sido que además de usufructuar con los pobres aumentando la desigualdad se “escondían” en el templo? ¿Qué imagen es la que nos convoca este “esconderse en el templo”? ¿Estamos dejando que la injusticia y la desigualdad reinen, con nuestra acción o nuestra omisión y lavamos nuestra consciencia escondiéndonos en el templo? ¿Dónde está nuestro verdadero “campo de acción” como cristianos? ¿En el templo, escondidos, a salvo de nuestra consciencia que nos confronta con la realidad que viven la mayoría de nuestros prójimos? O aun peor ¿En el templo, sin involucrarnos o involucrándonos a favor de esas estructuras de pecado que oprimen a las minorías (sexuales, étnicas, sociales, de género, disidentes) y a la mayoría de pobres y caídos del sistema?
Si un pecado muy grande es mercadear con la fe, un pecado aun mayor es hacer de ese templo una cueva donde esconder la vergüenza de no trabajar para el reino.
Si un pecado muy grande es predicar a un Dios que solo hace transacciones con nosotros, un pecado más grande es quedarnos callados ante la injusticia de este sistema capitalista salvaje donde no somos más que números, gráficos, planillas Excel, pérdidas y ganancias.
Si un pecado muy grande es vender espejitos de colores de fe infantil, un pecado más grande es convertir la iglesia en una exculpadora de consciencias y a los hermanos en cientos de pilatos que solo saben lavarse las manos.
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[1] Peter Singer
[2] La ética Principialista rescata este principio distributivo de “justicia”.