Zwinglio M. Dias

Posted On 14/12/2011 By In Opinión, Teología With 2604 Views

De la separación necesaria a la unidad imprescindible

 

El 10 de julio de 1983, en la ciudad de Vitória, Espíritu Santo, se organizó a nivel nacional la Iglesia Presbiteriana Unida de Brasil (IPU). Esta nueva estructura eclesiástica de la rama presbiteriana está formada por 45 comunidades repartidas en seis Estados de la Federación que, en los últimos 18 años se fueron desligando (o fueron obligadas a ello) de la Iglesia Presbiteriana de Brasil (IPB), a causa de la lucha ideológica que se vive al interior de la estructura matriz del presbiterianismo brasileño.
Contando con cerca de 10 mil miembros, la IPU se propuso ser una iglesia abierta, fraterna, ecuménica y comprometida con las causas del pueblo brasileño por exigencia del Evangelio. Se publica aquí el texto del Rev. Zwinglio M. Dias, pastor de una de las comunidades de la IPU en Río de Janeiro, presentado en aquella ocasión y que sirvió de punto de partida para la discusión acerca de los propósitos de la nueva iglesia.

«Las Escrituras, al narrar los acontecimientos de Israel, enseñan que Dios, aunque nunca abandonó a sus iglesias, a veces destruyó el orden político establecido en ellas. Por consiguiente, no creemos que él esté vinculado a las personas de tal modo que la Iglesia nunca sea derrotada, es decir, que las personas que la presiden no puedan apartarse de la verdad.  Abusaron tiránicamente de su poder y corrompieron el modo de gobernar la Iglesia instituida por Dios. Lo que sucede bajo el papado muestra que en el reino de Cristo se cumple lo que aconteció bajo la ley, a saber, que a veces la Iglesia se cubre de miserias y permanece oculta sin esplendor ni forma.
Mientras tanto, allí aún está presente la Iglesia, es decir, Dios tiene allí su Iglesia, aunque oculta, y la conserva milagrosamente. Pero de eso no se debe deducir que sean dignos de alguna honra; por el contrario, son más detestables porque, debiendo engendrar hijos e hijas para Dios, lo hicieron para el diablo y los ídolos.» (Juan Calvino)

Introducción
Zwinglio M. DiasEstamos reunidos esta semana para dar un paso histórico en la vida del presbiterianismo brasileño: constituir una Iglesia Presbiteriana abierta, plural, libre y, al mismo tiempo, fiel a su herencia histórica y sensible a la realidad del pueblo brasileño a quien somos enviados como testigos e instrumentos del Evangelio de Cristo. Este momento en nuestra historia, mientras tanto, debe ser visto por nosotros como una oportunidad de reflexión sobre nosotros mismos, sobre lo que hemos sido hasta aquí, sobre lo que somos actualmente y, también, de preparación y planeación para aquello que pretendemos ser en el seno del protestantismo brasileño. Para la mayoría de las iglesias y pastores aquí representados, si no es que para todos, esta ocasión nos depara una mezcla de alegría y decepción. Alegría, porque finalmente llegó la hora de organizar una Iglesia Presbiteriana capaz de recoger los mejores frutos del presbiterianismo brasileño del pasado y del presente y, con ellos, contribuir para el amplio diálogo intereclesiástico, que exige la lucha de nuestro pueblo. Decepción, porque hacemos esto después de un largo periodo de diáspora y bajo la presión de la necesidad de crear un organismo eclesiástico más que, al menos aparentemente, significa otra división de los cristianos evangélicos. Aunque aceptemos la legitimidad eclesial de los innumerables cuerpos eclesiásticos en que nos dividimos, no dejamos de sufrir los dolores de una división más entre aquellos que son herederos de una misma tradición, de una misma forma de ser iglesia, y que ha luchado por la unidad de los cristianos y ha pagado un alto precio por eso.
La consolidación de la Federación Nacional de Iglesias Presbiterianas (Fenip), cuyas actividades desde su formación hasta ahora significaron un avance importante en el esfuerzo para trazar la contribución del presbiterianismo a la lucha común de las iglesias brasileñas, se da en el sentido de un testimonio de unidad en el tratamiento de los gravísimos problemas que afectan a nuestro pueblo.
La adhesión de nuevas iglesias venidas de la Iglesia Presbiteriana de Brasil (ipb) y la propuesta de adopción del nombre Iglesia Presbiteriana Unida (ipu) representan una nueva etapa en el proceso de renovación o reforma y actualización de la tradición reformada entre nosotros y deben ser vistas como una oportunidad para el avance y profundización del significado de la misión de las iglesias en nuestro contexto.
En este sentido, me gustaría reflexionar un poco sobre nuestra historia pasada, tratando de ofrecer algunas conclusiones que, aun cuando sean provisorias y mal hilvanadas en medio de la coyuntura en que nos encontramos, siento que podrían ser útiles para nuestra reflexión de aquí hacia adelante.
No soy historiador de la Iglesia ni especialista en calvinismo. A pesar de eso, me gustaría tomar algunos pocos elementos de la experiencia calvinista que conozco y que me parecen importantes en esta hora en que somos desafiados a comenzar una reconstrucción eclesiológica a partir de nuestras raíces más profundas, para actualizar y hacer efectiva nuestra presencia y contribución al diálogo ecuménico que la actual situación social, política, económica y religiosa de nuestro pueblo exige.
Me gustaría reflexionar, en primer lugar, sobre lo que llamaré “separación necesaria”, la cual nos fue impuesta y que, tal vez, muchos de nosotros provocamos inconscientemente. ¿Será que estamos separados de la ipb hoy sólo por culpas de “el otro lado”? ¿No habría también motivos de “nuestro lado”? En un segundo momento, es mi intención pensar en términos de una reconstrucción eclesiológica, o sea, ¿qué Iglesia queremos formar? ¿De qué manera nos ayuda nuestra herencia calvinista? ¿Podemos afirmar que el presbiterianismo brasileño fue hasta aquí, de hecho, realmente calvinista? ¿No hubo un filtro de experiencia estadunidense, por la refracción impuesta por circunstancias históricas totalmente distintas, que desvió y desvirtuó seriamente la propuesta eclesial calvinista? ¿Es posible un presbiterianismo brasileño? Finalmente, me gustaría reflexionar sobre la propuesta eclesial que hemos asumido hasta aquí. ¿De qué se trata realmente cuando hablamos de Iglesia local autónoma e Iglesia nacional? ¿Cuál es el concepto de ekklesía que estamos articulando? ¿No estaremos siendo desafiados a pensar a partir de ahora en un ecumenismo ad intra, esto es, entre nosotros, intereclesial, que podría ser (o que ya lo es, para muchos) la base de un ecumenismo ad extra que abarcaría no solamente a las demás iglesias sino a la totalidad de la oikoumene, o sea, a “todo el mundo habitado”, por lo que, las realidades humanas como tales se presentan en la concreción de las realidades localizadas que nuestras comunidades enfrentan?
Debe entenderse lo que escribo aquí como un pensamiento en voz alta. No tengo ninguna pretensión de que sea una conferencia o algo así. Sólo me siento movido a compartir algunas ideas, algunas intuiciones acerca de este momento eclesiástico, que me parecen (ofrezco disculpas por ello) significativas para esta nueva etapa histórica que comenzamos a experimentar.

Sentido y razones de la separación actual


El presbiterianismo ya sufrió unas cinco o seis divisiones en el transcurso de su historia en Brasil. Fueron muchas y diversas las razones que llevaron a la formación de nuevas iglesias a partir del tronco inicial, formado por el trabajo de los misioneros estadunidenses en la segunda mitad del siglo XX.
En nuestro caso, es interesante observar que el proceso que llevó a la organización de la Fenip, y ahora de la ipu, presenta características muy peculiares, pues salimos para formar una nueva institucionalidad eclesiástica sin proponérnoslo. Basta observar el largo periodo que se requirió para formar la Federación. Las iglesias locales y los presbiterios que quedaron al margen de la ipb alimentaron siempre la esperanza de un cambio en sus cuadros dirigentes, toda vez que, en la mayoría de los casos, los motivos que llevaron a la separación de los pastores, iglesias y cuerpos de gobierno fueron de orden estrictamente político-administrativo y no implicaron ningún debate teológico profundo que justificase tal medida. Es evidente que en el fondo de las posiciones asumidas que produjeron temor a quienes ejercían el poder en la ipb había fundadas razones bíblico-teológicas en la mayoría de los casos. Pero esto no fue nunca planteado seriamente por los ejecutores de la política represiva. También es cierto que éstos se proclamaron guardianes de la tradición, de la verdad y de la pureza doctrinal de la Iglesia. Pero en ningún momento fueron capaces de asumir eso y promover un debate real. Sólo usaron esas afirmaciones de manera demagógica y oportunista. De ahí, quiero creer, la razón de la esperanza de un cambio en el cuadro político interno que siempre animó muchos corazones y retrasó la medida tomada con la formación de la Fenip.
En medio de ese juego político que puso en juego intereses encontrados y donde triunfaron quienes tenían el poder, había algunas razones de fondo que fueron determinantes, a mi modo de ver, y que no sé si ya fueron superadas o encaminadas hacia una nueva propuesta teológico-pastoral: a) la cuestión sobre el papel de la Iglesia al interior de la sociedad brasileña; b) lo relativo a la suficiencia teológica de la propuesta eclesial del presbiterianismo vigente entre vosotros. En lo que concierne a la ipb, es evidente que, en cuanto institución global, no logró superar la propuesta teológica de los misioneros y sentar raíces profundas en la cultura nacional. ¿Esto será diferente en otras institucionalidades eclesiásticas presbiterianas? y c) la incapacidad de las estructuras eclesiásticas, hasta ahora en vigor, para percibir sus límites y reconocer la legitimidad eclesial del catolicismo y, en muchos casos, de las demás denominaciones evangélicas, cerrándose así a la práctica ecuménica real.
Estas tres razones de orden pastoral o misionológico, teológico y eclesiológico, me parecen fundamentales para el futuro de la Iglesia que nos proponemos ser.
La fragilidad estructural de la ipb, revelada en su inseguridad teológica, su aprisionamiento en los valores y aspiraciones de clase media y su actitud combativa en relación con el catolicismo y, en menor grado, hacia algunas demostraciones evangélicas, la llevó a un encerramiento ante la sociedad, en una actitud de autoprotección que eliminó las posibilidades de discusión interna. De ahí las purgas, las actitudes represivas contra cualquier muestra de desviación del rumbo trazado por la propuesta mal aprendida de los misioneros. El ejercicio del poder justificado por la defensa de la estructura sólo podía llevar a lo que llevó y ustedes saben bien lo que sucedió y sigue sucediendo.
Por otro lado, permítanme decirlo, no siempre los conflictos generados por posicionamientos teológicos, prácticas eclesiales, propuestas políticas o gestos ecuménicos lo fueron por motivos verdaderamente objetivos. Pero no piensen que, al afirmar esto, estoy tratando de defender las actitudes inquisitoriales asumidas por los concilios y grupos ligados al ejercicio discrecional del poder en la IPB. Lejos esté de mí. Lo que deseo destacar con esta afirmación es que algunas actitudes y gestos que muchos de nosotros asumimos —con la mejor de las intenciones, en el sentido de renovar la Iglesia y crear condiciones para su efectiva encarnación en nuestra sufrida realidad— fueron asumidos de forma pedagógicamente desastrosa, sin tomar en cuenta la fragilidad de la formación de muchos pastores y miembros de la iglesia, y que más profundizaron las divergencias y fortalecieron las posiciones de los detentadores del poder, en lugar de abrir espacios para realmente sanear el ambiente eclesiástico. Digo esto porque estamos creciendo como institución y debemos aprender de los errores del pasado. Debemos reconocer que muchas veces nos faltó una pedagogía de comunicación y un análisis lúcido y sereno acerca de las posibilidades reales de avance del conjunto de la Iglesia.
Entiendo que nos faltó, y aún nos falta, como presbiterianos, una visión teológica más consistente de la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo en el mundo. En este aspecto somos muy poco calvinistas y más deudores del salvacionismo individualista puritano estadunidense que de la eclesiología del reformador ginebrino. Además, el filtro impuesto al desarrollo del presbiterianismo por las peculiares condiciones de formación de las ideas religiosas en Estados Unidos sacrificó la visión corporativa de la Iglesia, en cuanto comunidad, a favor del individualismo puritano, lo que hizo que nuestra eclesiología siempre fuese débil y, así, alimentamos una visión de Cristo independiente de la Iglesia en cuanto communio sanctorum.

Para una reconstrucción eclesiológica


La tradición calvinista no siempre fue fiel al pensamiento del reformador. Por varias razones. Una de ellas, la que más interesa mencionar aquí, fue el hecho de que el calvinismo se modificó en su práctica histórica, como religión oficial de la ciudad de Ginebra y, posteriormente, al adaptarse a las condiciones sociales y culturales de otros pueblos. Es cierto que los elementos centrales de su pensamiento se consustanciaron en constituciones y cuerpos doctrinales, pero también es verdad que no siempre fueron vividas en la experiencia concreta de las iglesias.
En el tema de la Iglesia eso fue muy significativo. Está muy claro que el tipo de predicación y el sentido de la evangelización que predominó y predomina en las iglesias presbiterianas casi no tiene nada que ver con la originalidad calviniana.
El énfasis salvacionista que domina en nuestras iglesias es extraño a la mejor tradición del reformador. En su perspectiva, la vida comunitaria era esencial para la manifestación y realización de los dones de Cristo. La salvación, aunque es personal, se da a través de la participación en el cuerpo de Cristo, de suerte que la Iglesia se constituye en un instrumento salvífico fundamental. La palabra de orden del cristianismo medieval —“fuera de la Iglesia no hay salvación”—, a través de otra fundamentación bíblico-teológica, estaba perfectamente encuadrada en la eclesiología calvinista. Su preocupación por restablecer los órdenes ministeriales al interior de la comunidad local, lo que en la jerga presbiteriana actual forma la triada pastor-anciano-diácono, revelaba un esfuerzo de recuperación de una práctica de la Iglesia primitiva. Con eso, Calvino buscó la recreación de una vida comunitaria en la que los fieles pudiesen, de hecho, incorporarse, por la práctica eclesial, al cuerpo de Cristo, mediante el compartir mutuo de todos los dones y carismas que se desarrollaban en la práctica permanente de la experiencia comunitaria.
Para el reformador ginebrino, la unión con Cristo implica necesariamente la con-vivencia de todos los miembros. Esto es lo que constituye y manifiesta a la Iglesia. Por eso afirma la dimensión comunitaria de la salvación cuando escribe que el ser humano es justificado mediante la incorporación a Cristo. Dice:

Unirse a Cristo por la fe significa convertirse en miembro de su cuerpo, de su comunidad. […]
Todos los bienes que poseemos proceden de la salvación que él comunicó al cuerpo entero de su Iglesia. […]
De hecho, Cristo no adquirió la salvación para éste o para aquel en particular, sino para su pueblo; nosotros la recibimos cuando pasamos a formar parte de ese pueblo mediante la fe.

Para Calvino, la palabra salvífica es eclesial: fue depositada en la Iglesia y se nos anuncia mediante el ministerio; es, al mismo tiempo, promesa y vocación: ofrece la salvación y convoca a la Iglesia. También la fe es eclesial, aquella con la cual aceptamos a Cristo en la Palabra.

Si no estamos unidos en la misma fe y no somos miembros de la Iglesia, no podemos ser agradables a Dios, ni obtener la reconciliación gratuita. En el Credo confesamos nuestra fe en la Iglesia y en el perdón de los pecados, porque fuera del cuerpo de Cristo y de la “compañía de los fieles”, no hay reconciliación con Dios. Cuando confesamos la santa Iglesia proclamamos su existencia; aumentando la “comunión de los santos”, precisamos cómo es la Iglesia en la que creemos. Testificar su naturaleza es tan importante como creer en su existencia.

El artículo sobre la comunión de los santos, según Calvino fue introducido en el Credo para expresar con más claridad la unidad que existe entre los miembros de la Iglesia y para indicar que los dones que Dios les concede redundan para el bien común de todos. La comunión de esos bienes no excluye la propiedad privada ni la diversidad de dones afirmada por Pablo (I Co 12 y Ro 12.3-8). Ella significa, verdaderamente, que los fieles se comunican entre sí los bienes del cuerpo y los bienes del Espíritu de forma benigna y amorosa, en justa medida y de acuerdo con las exigencias del momento.
Esto supone una perspectiva de unidad de la comunidad. A Calvino le impresionaba mucho la imagen del cuerpo usada por Pablo para describir las relaciones prevalecientes en la Iglesia. Pluralidad de funciones y orientación hacia el bien común son las dos características de la Iglesia que se vuelve así el “cuerpo místico de Cristo”. La unión de cada creyente con Cristo constituye la raíz última de la unidad corporal de la Iglesia y de la unión comunitaria entre los miembros. Dice: “Los santos son agregados a la compañía de Cristo para que se comuniquen entre sí los beneficios que Dios les otorga”. La relación y el intercambio de bienes es consecuencia del vínculo con que Cristo une consigo a los fieles. Él forma a la Iglesia mediante la acción del Espíritu; cuando otorga sus dones a un creyente, enriquece de hecho a los demás. No puede conferir sus dones a uno sin que los demás dejen de participar de los mismos. Pero esa comunión es también tarea de los miembros. Calvino no concebía la unión eclesial como resultado de una decisión de los elegidos para unirse y desarrollar una tarea específica a fin de instaurar el Reino; más bien, afirma que Cristo mismo —dada la incapacidad humana— crea entre los creyentes una unidad mística que se concreta como unidad orgánica en la comunidad visible. Como consecuencia de tal unión, quienes están unidos orgánicamente colaboran con sus dones respectivos para el bien de todo el cuerpo. Así, el carácter de miembro del cuerpo no es consecuencia de su decisión de colaborar, pues al contrario, debido a que somos miembros de Cristo estamos obligados a mantener a la vista esa comunión que tenemos en Cristo.
De este modo, la tarea de construir el Reino es una acción comunitaria. Extrapolando eso a nuestros días, se diría que es una tarea ecuménica que incluye a todos los que de una u otra forma están ligados a la propuesta de construir el Reino. Una tarea unitaria. Calvino se muestra profundamente impresionado por la idea de que el cristiano, como consecuencia de su unión con Cristo, no puede llevar una existencia meramente individual, ni ser un francotirador, pues para él la tarea de construcción del Reino es esencialmente una tarea comunitaria. El creyente tiene que edificar a los demás con los dones que le son concedidos por Dios, ¡pues para eso se los ha dado! Por ser miembros coordinados por una misma cabeza estamos obligados a compartir fraternalmente nuestros dones. Debemos usar nuestros bienes en provecho del prójimo; a su vez, los dones del prójimo resultarán benéficos para nosotros. Dice, entre otras cosas: “Todas las posibilidades de que dispone el ser humano piadoso serán posibilidades para sus hermanos, y él no debe buscar ningún provecho particular, sino que todo su esfuerzo será en el sentido de orientar su trabajo y su vida para la edificación común de la Iglesia”.
El peregrinaje iniciado en 1978 para la edificación de una Iglesia Presbiteriana que entre nosotros sea fiel a sus orígenes y, al mismo tiempo, represente las aspiraciones, los deseos, las necesidades y los sueños de nuestro pueblo, implica, a  mi modo de ver, una doble tarea: por un lado, reexaminar con honestidad nuestra herencia en las prácticas, ideas y valores y, por otro, articular todo eso a la luz de la realidad histórica nacional de la que necesariamente somos parte.
La realización de esta tarea debe ser, por lo tanto, un esfuerzo común de todos/as. Tenemos que comenzar a pensar en nuestra identidad teológica, eclesial y pastoral o misionera a la luz de las diversas coyunturas nacionales que hemos de enfrentar al lado de nuestro pueblo.
Para lograr eso necesitamos relativizar nuestra importancia como institución. Si pretendemos ser ecuménicos asumiendo de hecho el valor de la comunión intereclesial, la legitimidad eclesial de otros cuerpos eclesiásticos, debemos asumir también la necesidad de una real convergencia eclesiástica entre nosotros en beneficio de nuestro pueblo. Hacer eso implica un esfuerzo para determinar el perfil de nuestra identidad eclesial. No basta con subrayar que somos calvinistas, presbiterianos auténticos, abiertos, progresistas, ecuménicos o lo que sea. Nuestra práctica eclesial, es decir, lo que hacemos en cuanto comunidades locales, debe responder de alguna forma a esa propuesta teórica que nos hemos dado. Si creemos en el valor de nuestra herencia, y si ésta forma parte de nuestra contribución al diálogo intereclesial, necesitamos conocerla en profundidad, además de tener el valor de hacerle correcciones en nuestro curso histórico y la humildad para reconocer sus límites, asumiendo los valores de otras tradiciones igualmente válidas y tan significativas como la nuestra.
Haqy muchos otros elementos del calvinismo que necesitamos reaprender y reabsorber en nuestra práctica eclesial. Destaco este sobre un aspecto de la eclesiología, porque me parece fundamental. ¿Cómo asumiremos esa herencia más profunda y más sustancial frente al modelo eclesiológico que recibimos del trabajo misionero y que es tan distinto de la propuesta original y que, al mismo tiempo, modela a la mayoría de nuestras congregaciones? ¿Qué tipo de trabajo educativo de carácter formativo/informativo debemos desarrollar? ¿De qué modo podremos, a partir de ahora, pensar en términos de la producción/divulgación de nuestra reflexión teológica?
¿Cómo ser ecuménicos entre nosotros mismos? ¿Cuál es el elemento positivo que nos une como presbiterianos? Creo que no bastan las afirmaciones históricas de carácter general; es necesario algo más sólido y concreto que brote de nuestra práctica eclesial. ¿De qué manera, por qué caminos, podremos dar expresión real a todo esto?

De la Federación a la Iglesia


Estas preguntas me llevaron a pensar en el paso que pretendemos dar ahora. Espero, como todos ustedes, que el cambio de nombre de Federación de Iglesias Presbiterianas por el de Iglesia Presbiteriana Unida sea algo más que un cambio de razón social de la entidad jurídica formulada en 1978. Este cambio implica un proyecto que pretende ser realizado a largo plazo. Queremos ser el presbiterianismo que la Iglesia Presbiteriana de Brasil no logró ser porque perdió el rumbo dentro de la historia eclesiástica del país. Esto implica muchas otras preguntas que no pueden responderse ahora, pero que lo serán en la medida en que, durante nuestro caminar futuro, vayan siendo asumidas a partir de las prácticas concretas de nuestras comunidades y regiones eclesiásticas.

Creo que deben ser consideradas algunas medidas urgentes para encarar estos y los futuros problemas que surgirán.
En primer lugar, pienso en lo que estoy llamando un tanto irrespetuosamente “ecumenismo ad intra”, es decir, en la realización de una verdadera comunión entre nosotros, a pesar de nuestras diferencias, o incluso a causa de las mismas. Intercambio de experiencias pastorales (pero no sólo entre pastores), sino especialmente de experiencias comunitarias. Pero el ecumenismo no es sólo una realidad restringida a la ekklesia, pues también tiene que ver con nuestra postura frente al mundo, frente a la sociedad que nos rodea, que nos forma y a la que ayudamos también a formar. ¿Cuál será nuestra línea de acción de aquí hacia adelante? ¿Tendremos objetivos comunes y respetaremos nuestras diversidades? ¿Cuál será nuestra opción preferencial frente a la lucha global del pueblo brasileño? Pienso que nuestra participación en organismos ecuménicos, nuestra relación con otras iglesias, no puede basarse en el criterio de las preferencias personales de un pastor o de una comunidad. La identidad de la Iglesia Nacional debe tener un perfil definido que nos marque, que nos especifique. ¿Cómo establecer esto? Así, esta postura ad extra dependerá de nuestras decisiones internas, de nuestros acuerdos que no pueden sólo ser silenciados, sino que deben especificarse, detallarse, comunicarse y formularse en la lucha diaria a partir de nuestras experiencias vividas y por venir. En fin, ¿cómo construir nuestra unidad y mantenerla?
Un segundo elemento tiene que ver con nuestra identidad litúrgica, nuestra propuesta educativa, nuestra resonancia en la sociedad en cuanto Iglesia. ¿Cómo caminar para alcanzar criterios y consensos al respecto?
Vamos a hablar a partir de esta asamblea de nuestra Iglesia nacional. Esto es muy diferente a hablar de una Federación. La primera expresión abarca más y es totalizadora. ¿Qué debe revelar ella?
¿Cómo avanzar? ¿Cómo proceder a la reforma para ser más fieles a la palabra de orden calvinista: ecclesia reforma et semper reformanda?

Versión de L.C.-O.

Lupa Protestante

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