Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; pero cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (Saulo de Tarso, en la primera carta a los Corintios).
Recuerdo, como si fuera ayer, cuando después de un crudo invierno zaragozano, pasando por la primavera, llegó el buen tiempo. Mi madre sacó del armario la ropa de verano, entre ella estaban mis pantalones cortos. Yo, ni corto ni perezoso me embutí -nunca mejor dicho- los pantalones que mi madre había dejado sobre mi cama. Bajé a la calle, como tenía por costumbre, para jugar con mis amigos.
Una vez en la calle pude observar –la parte por el todo- de un modo diferente mis piernas. El vello había crecido durante el invierno. Ya era adulto, pensé. Me avergoncé, y subí –raudo y veloz- a mi casa ante la sorpresa de mi madre. Le espeté, ¡Mamá, dame los pantalones largos! ¡Ya no soy un niño! A partir de ahí, no dejé de usar los pantalones largos. Sin duda, en la opinión de mi adolescencia, ese era el signo que me hacía adulto frente al mundo.
Curiosamente en el espacio de la fe cristiana me sucedió algo similar. Algo que podría calificar de extraño, o tal vez no. A los 19 años me tomé en serio el seguimiento de Jesús. Me incorporé a una comunidad cristiana. Yo venía del corto bagaje existencial que suponía mi edad. Creía que el socialismo era el mejor futuro para la España obscura de aquellos años de la dictadura franquista. Pensaba que las mujeres debían tener los mismos derechos que los varones. Defendía que la libertad de pensamiento en todos los ámbitos era algo irrenunciable. También creía que los gais y lesbianas no debían ser ni perseguidos, ni excluidos de los espacios sociales, fueran estos civiles o religiosos. Y no continúo, pues no quiero cansar a las personas que me leen.
A partir de ese momento inicié la experiencia de la dolorosa esquizofrenia entre mis convicciones, más o menos arraigadas, y lo que se predicaba en la Iglesia, lo que se me enseñaba en los seminarios donde me formé teológicamente y la complicidad que se me exigía. Sin querer la cosa, o tal vez sí –esa mezcla de perfil de “nuevo converso” e inseguridades adolescentes– me vi de nuevo embutido en mis antiguos y aborrecidos pantalones cortos. Entré en el armario teológico de la asfixiante sinrazón que, según mi entender más profundo, reinaba en el ámbito religioso del que formaba parte. Y en él pasé un buen puñado de años. De vez en cuando hacía algunos escarceos que me permitían salir, momentáneamente, del armario. Ello me ocasionó, en más de alguna ocasión, situaciones incómodas, dolor y crítica.
Gracias a Dios, hace años decidí salir, de una vez por todas, del armario e iniciar, de nuevo, el camino desde mis odiados pantalones cortos a mis queridos y añorados pantalones largos. Intuía lo que podía suceder –como así acabó sucediendo-, pero el apoyo de mi compañera de camino, de mis hijos y de los que han demostrado a lo largo del tiempo ser auténticos amigos y amigas, han sido –y lo siguen siendo- los que me han dado fuerzas para perseverar en el camino de regreso a casa, donde el Padre me esperaba con los brazos abiertos.
Y ¡por fin!, en casa. Libre, con pantalones largos y bien acompañado por los verdaderos amigos/as que a la vez son compañeros/as de camino Espero que nadie –a pesar del asfixiante calor de algunos ambientes religiosos- vuelva a poner sobre mi cama unos pantalones cortos y me señale el camino de regreso a la niñez.
Por fin puedo respirar y ¡qué alivio siento!
Mayo, 2010
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