Posted On 21/06/2024 By In Opinión, portada With 348 Views

De lugares y no-lugares | Jaume Triginé

 

Cuando la comunidad ahoga a las personas,
entonces es mejor separarse de ella,
pues donde no puede desarrollarse la libertad,
tampoco hay verdadera comunión.
Jürgen Moltmann

En clave antropológica, un lugar es un espacio con una identidad que le confiere sentido. Sus integrantes se hallan relacionados por sólidas vinculaciones afectivas. Su contribución a la satisfacción de muchas de las necesidades de las personas es incuestionable. Los humanos nos desenvolvernos en una constelación de lugares como la casa (que ofrece protección, afecto…); la universidad (que permite la formación, el desarrollo, la interiorización de valores…); la empresa (que posibilita el ejercicio de habilidades personales, un plan de carrera profesional…); el estadio (como espacio facilitador del ocio, del espectáculo deportivo…). Podríamos seguir. La lista es amplia porque hombres y mujeres desempeñamos una pluralidad de roles que requieren de su emplazamiento particular.

Cada lugar posee sus propias características. Está habitado por personas diferentes (familiares, alumnos, profesores, compañeros de trabajo, amigos…) entre las que se teje una red de relaciones socio-afectivas. Su finalidad es específica, lo que permite definirlo, explicarlo y, de este modo, adquiere su sentido, su razón de ser. Cada lugar posee una identidad diferenciada que se manifiesta a través de su lenguaje, sus ritos, su simbología, su sistema de relaciones. Diversidad, psicológicamente necesaria, en un momento de fuertes tendencias homogeneizadoras que tienden a la estandarización de prácticamente todo en cualquier ámbito.

Todo lugar, en el sentido socio-afectivo al que estamos haciendo referencia y como consecuencia de su especificidad, posee una frontera psicosocial que le permite la distinción respecto a otros grupos o entidades. No es lo mismo la familia, la escuela, el trabajo o el partido político. Cada uno de estos lugares posee un sistema de relaciones, unas prácticas, unos principios que permiten su identificación y reconocimiento. Pero, a semejanza de las fronteras físicas, las fronteras psicosociales son también porosas, permeables. Ello implica una influencia reciproca de unos colectivos sobre otros; de ahí que se incorporen las características foráneas cada vez con mayor facilidad. Si a ello le añadimos el fenómeno de la globalización, no es de extrañar que, en cualquier lugar del planeta, distanciados a miles de kilómetros, encontremos a niños con la camiseta de su jugador de futbol favorito.

Debemos, también, hablar de no-lugares, idea del antropólogo francés Marc Augé. Según este autor, una característica de la postmodernidad es la generación de no-lugares, espacios sin identidad, sin relaciones afectivas, en los que impera el anonimato con independencia del número de personas que confluyan en su espacio físico como pueden ser las grandes ciudades, las estaciones, los medios de transporte…). Señala, también, Augé que: «la posibilidad del no-lugar no está nunca ausente de cualquier lugar que sea»; es la dinámica de los propios grupos sociales, sus relaciones afectivas o tóxicas, el grado de claridad (implícita o explícita) de su razón de ser y la subjetividad de cada persona lo que determina la consideración de un espacio como lugar o no-lugar.

La iglesia, en su vertiente institucional y sociológica, queda incluida en esta dinámica. Por su naturaleza está llamada a convertirse en lugar. En espacio de anticipación de lo que los evangelios denominaban Reino de Dios. Ámbito, pues, de acogida sin ningún tipo de discriminación, de relaciones respetuosas y empáticas, de resonancias emocionales, de atención y de cuidado a quienes más lo necesiten, de integración de diferentes edades y situaciones personales, de crecimiento y desarrollo espiritual, de compromiso social…

Tristemente se constata que, a lo largo de su historia, en muchos momentos se ha convertido en no-lugar: cruzadas contra los infieles, guerras de religión, evangelización forzada de los países de América del Sur, rechazo de la diferencia, caza de brujas… También, en el momento presente, se constata, por parte de algunas comunidades, el deslizamiento hacia el no-lugar mediante conductas y actitudes como: exclusión de la mujer de determinados ministerios, maltratos psicológicos desde posiciones de poder, abusos sexuales a menores, discriminación por razones de orientación o identidad sexual, incapacidad de resolver creativamente los problemas inherentes a las relaciones interpersonales, falta de atención a las necesidades de niños y adolescentes, manipulación emocional para generar culpa y dependencia, pastoral del miedo como resultado de presentar imágenes pretéritas de Dios, vinculación con el populismo político, fundamentalismo…

Convertir un espacio en lugar requiere, en primer lugar, diferenciarlo como tal. La iglesia posee, intrínsecamente, una entidad propia que la distingue de otras realidades. Su razón de ser y su praxis es específica y, por ello, debe ser reconocible. Es un flaco servicio asimilar determinados modos y modas de los lugares con los que la iglesia coexiste, por mucho que se justifique como una necesidad de adaptación a la realidad social que nos circunda. Adaptarse tiene que ver con tomar la forma ajena, hecho que implica desdibujar la propia y convertirse en un ente ambiguo que es lo que acontece cuando se incorporan ideologías o estéticas propias de otros campos sean políticos, ideológicos o culturales.

Ahora bien, el énfasis identitario no puede ni debe comportar actitudes endogámicas de aislamiento social que provocarían la impermeabilización de las fronteras psicosociales a las que aludíamos. Algunas comunidades, pretendiendo el mantenimiento, a toda costa, de sus rasgos esenciales tienden a la introspección, al confinamiento, olvidando que la función de las fronteras incluye también el trasiego y las relaciones con el entorno, sin las cuales la iglesia difícilmente puede cumplir su misión. El diálogo ecuménico, interreligioso o con personas con convicciones no creyentes, la relación con el mundo de la cultura o de las ciencias son ejemplos de estas necesarias relaciones.

Hoy muchos perciben la iglesia como no-lugar. No es su espacio y lo han abandonado. Es el de sus abuelos y sus padres; pero no el suyo. Los estudios sociológicos reflejan con crudeza esta realidad. Lograr que vuelva a ser lugar significativo requiere equilibrios no siempre fáciles, pero imprescindibles. Ni adaptación irreflexiva a la actual sociedad globalizante, que tienden a homogeneizar las diferencias, ni a los entornos líquidos de identidades imprecisas, de las que nos habla el filósofo Zygmunt Bauman. Tampoco la evasión enfermiza que nos recluye en jaulas de oro. La sociedad actual requiere la presencia respetuosa de la iglesia, como lugar, en un plano de igualdad junto a los demás lugares, con un mensaje actualizado y coherente con el pensamiento y praxis contemporáneos.

 

 

Lupa Protestante

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