“Jesús habría estado aquí”, decía el cartel que levantaba una joven católica en medio de una de las tantas manifestaciones que se realizaron en Chile, en la famosa Plaza Italia (ahora llamada “Plaza Dignidad”), durante las protestas del “Estallido Social” del 2019. Junto a ella, marchaban otros hombres y mujeres con carteles que decían “Aquí está la iglesia que ama” y “Jesús vino a amar”, entre otros. Al mismo tiempo, un reconocido y mediático pastor evangélico afirmaba en una de sus transmisiones semanales por redes sociales: “Jesús nunca está del lado de los violentistas sino de los que quieren orden y paz”, aludiendo críticamente a los hechos de confrontación pública que conllevaron las movilizaciones y protestas populares, así como su impacto sobre la estabilidad institucional, que se creía inamovible e incuestionable.
Entonces, ¿de qué lado está Jesús? ¿En uno de los bandos? ¿En ninguno? ¿En ambos? ¿Jesús es símbolo de paz, orden e institucionalidad, o de protesta, desorden y revolución? Estas preguntas dan cuenta de una bizantina discusión dentro de la teología cristiana y la vida eclesial. Al adentrarnos en la historia, vemos como cada parte dentro del juego de tensiones que nace de las heterogéneas expresiones que habitan el seno de la iglesia, legitiman su lugar adjudicándose la “verdadera” comprensión de lo que Jesús representa en términos de experiencia histórica, de interpretación teológica, de ser iglesia; en fin, de lo que significa ser “verdaderos creyentes”.
Este fenómeno nos muestra que hablar del nombre de Jesucristo siempre alude a una compleja dinámica que hace de su evocación un campo de conflictos por su apropiación. Apelar a la figura de Jesucristo nunca será una tarea pacífica ni lineal. Hacerse de su imagen traerá consigo intenciones, conflictos, diferencias y exclusiones, a partir de las cambiantes condiciones históricas, teológicas, religiosas, culturales y eclesiales que nos atraviesan en cada recoveco de nuestra existencia, y que ineludiblemente condicionan nuestra forma de ver e invocar a Jesús.
Por otro lado, apelar a la figura de Jesús conlleva también muchas ambigüedades. En América Latina, el nombre de Jesús se ha utilizado como legitimación para las empresas coloniales más crueles, que masacraron millones de indígenas e impusieron un cristianismo eurocéntrico que se alzó al costo de aplastar innumerables expresiones religiosas y espirituales. Las heridas de esta historia colonial aún siguen abiertas, afectando nuestra convivencia cotidiana. Pero el Jesús de los evangelios y crucificado en la cruz por el Imperio romano también encarna una de las figuras centrales traídas por muchos movimientos sociales y comunidades de base, que ven en la persona de Cristo la reivindicación y valoración de sus identidades particulares, como lo hemos visto en las teologías de la liberación, grupos afrodescendientes, agrupaciones feministas, comunidades LGBTIQ+, grupos indígenas y tantos otros que, desde su particularidad identitaria, dialogan con y aprehenden el cristianismo de diversas formas.
En América Latina, el conflicto de interpretaciones a partir de la figura de Jesucristo tiene como telón de fondo un complejo conjunto de fenómenos y tensiones políticos. En los últimos treinta años -a la luz de la recuperación de los ambientes democráticos postdictadura y los contextos atravesados por conflictos armados nacidos en la década de los ’60- atravesamos por un período de revisión de las políticas tradicionales que hemos heredado. Los desplazamientos producidos en los espacios públicos latinoamericanos a partir de la crítica a los modelos estado-céntricos nacionalistas y el impacto del neoliberalismo en todos los niveles sociales son algunos de los factores determinantes. La emergencia de los movimientos sociales, la movilización de grupos feministas y de la diversidad sexual, el debate público en torno a la recuperación de la memoria y la necesidad de una política pública en clave de derechos humanos, el impacto de la organización de sectores populares, entre otros aspectos que zamarrean la estabilidad de la política liberal moderno-céntrica, promueve una política de la reivindicación identitaria que ha traído consigo importantes tensiones sociales, en el intento de asumir los principios de diversidad, pluralidad e inclusión. Esto, como sabemos, viene acompañado del levantamiento de voces reactivas y conservadoras que, en nombre de la pureza nacional, el etnocentrismo blanco, la “familia natural”, la biología incuestionable y el elitismo oligárquico, rechazan cualquier avance en estos horizontes.
En otras palabras, estos fenómenos, lejos de movilizar una política desde el valor de la pluralidad, ha provocado una polarización que por momentos ha puesto en jaque la convivencia democrática. Ello lo vemos en el imparable crecimiento de fundamentalismos religiosos y políticos a lo largo del continente.
Las iglesias y organizaciones basadas en fe no están ausentes de estos debates, tensiones y desafíos. El reconocimiento de la pluralidad, de una mirada de derechos y la construcción de una práctica inclusiva y hospitalaria, no sólo implican un reto a la relación entre la fe y el espacio público, sino al reconocimiento de dinámicas habitan a las propias iglesias y organizaciones. Volviendo a la pregunta inicial, estos fenómenos también han puesto sobre la mesa el interrogante “¿de qué lado está Jesús?” ¿Cómo nos apropiamos del sentido de diversidad desde la fe? ¿Qué incluimos y qué excluimos en nombre de Jesús? Más aún, ¿es posible encontrar un horizonte de unidad cristiana en el marco de esta pluralidad de vivencias e interpretaciones -muchas veces contrapuestas- sobre Jesucristo?
Para contestar estas preguntas, es fundamental partir del siguiente presupuesto: la interpretación a la luz de la figura de Jesús abrazará siempre una tensión constitutiva entre aquello que se afirma y aquello que se cuestiona. Entender el rol que tiene la fe conlleva confesar y asumir esa dialéctica entre lo que se legitima y critica, entre lo que se establece y lo que se transforma, entre lo que se anuncia y lo que se denuncia. Si hay algo que nos ofrece la interpretación histórica de la fe es, precisamente, ubicarnos en un lugar desde nuestras plurales vivencias, como también su constante revisión a la luz de un símbolo imposible de asir de forma única, ya que la figura de Jesús no puede ser aprehendida de forma absoluta por ninguna expresión exclusiva. Allí reside, ciertamente, el poder transformador del Evangelio: en poder llevarnos por el camino de Emaús (Lc 24.13-35) con el propósito de abrir nuestros ojos a una nueva realidad, a partir de la mesa compartida con nuestros hermanos y hermanas; es decir, del encuentro plural que convoca la persona de Jesús en la comunidad (eclesial, social, cultural, etc.)
Ahora bien, esta posibilidad de revisión, de reinterpretación, no invoca un horizonte de vacío, de no-lugar, o una pluralidad naife que admite todo y no propone nada. Por el contrario, esta capacidad de revisión que trae consigo nuestra incansable necesidad de entender la figura de Jesús inscribe una dimensión ética irrenunciable para la vivencia de la fe: ella no puede ser tomada como objeto de dominio por ninguna interpretación particular. La fe que abre el caminar con Jesucristo es precisamente un sendero que se hace en un seguimiento que no se agota. Es caminar bajo la utopía del reino, que está fuera de nuestras manos; más bien, se apoya en el accionar sorpresivo de Dios en la historia (Lc 17.20-37) Cualquier expresión particular que pretenda ese podio de verdad absoluta (¡incluso en nombre de la libertad y la liberación!) traiciona el poder salvador -la metanoia, el giro constante- que invoca la fe en Jesús.
Más aún, podríamos afirmar que existen dos elementos fundamentales que operan en esta forma asumir la creencia en Jesús, a partir de la propia historia evangélica. Primero, creer en Jesús significa transitar el horizonte de humanización integral que predicó y vivió. Todo armazón político, ideológico, cultural y religioso fue rebatido por Jesús al momento que vulneraba los principios de dignidad y humanidad, como sellos de la imagen divina primigenia en la creación.
Segundo, creer en Jesús significa transitar por aquellos lugares, grupos, cuerpos y fronteras que representan la marginalidad, la liminalidad. En la historia de la teología también hemos visto la tentación, incluso, de fijar el contenido de lo que significa “lo marginal”, sea en nombre de una ideología, de un sector social particular o de una forma de vivir la fe. Pero hablar de la fe en Jesús desde los márgenes significa lograr un ejercicio de discernimiento, de tránsito entre las fronteras y de compromiso con aquellos y aquellas que son excluidos por los poderes que se imponen de forma monopólica y hegemónica. Habitar la marginalidad de la fe simboliza la sensibilidad frente a cualquier lógica de exclusión en nombre de “la mayoría”, de lo universal, de lo absoluto.
En resumen, estar de parte de Jesús es asumir este lugar ambiguo que muchas veces implica afirmar el seguimiento de Jesús, abriéndonos a la riqueza de las expresiones multicolores de la fe y a su vez confrontando cualquier intento de absolutizar una forma única de entender a y vivir con Jesucristo, ¡incluso la nuestra! La unidad en Jesús la hallamos siendo una comunidad que valora la diferencia y la pluralidad, y que camina colectivamente hacia un horizonte común que se preocupa por una vivencia de plenitud humana y desde el cuestionamiento a cualquier discurso, institución o práctica que pretenda imponerse como voz única, anulando las diferencias. Los rostros de Jesús se manifiestan en los márgenes, lo cual implica una actitud de discernimiento y de autocrítica constante sobre nuestros presupuestos teológicos y de fe, lo cual sólo se da a partir de una actitud de apertura y diálogo con nuestros hermanos, nuestros prójimos y nuestros contextos.
Publicado originalmente en alemán, para EMW https://mission-weltweit.de/de/download.html?f=publikationen%2Fbuecher_broschueren%2FEMW-Themenheft-2022_web.pdf&fbclid=IwAR2xN4WCsztHBON-mfB8d5Wpl-jg2pmPGtfO885AP2x4yvsatz76zrNl4Vo