“La felicidad es como una mariposa, cuanto más las persigues más se aleja de ti. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, viene y se posa suavemente sobre tus hombros”.
Henry David Thoreau (Massachussets, 1817-1862)
A veces me preguntan si la fe cristiana da la felicidad y me quedo en silencio. No porque no me atreva a responder o no haya reflexionado sobre ello sino porque la pregunta es demasiado ancha para que la estreche una respuesta impulsiva. Nuestros vecinos tienen expectativas muy altas con relación a la búsqueda de la felicidad, sobre todo porque en nuestro entorno, mal que bien, se come todos los días y hay una razonable estabilidad social y económica. “Sentir una grata satisfacción espiritual y física” (que así define la RAE dicha voz) ya sabemos que no pasa por atiborrarse de cosas ni de tener un acceso ilimitado a los placeres que nos dicte el cuerpo. Tenemos que escalar a lo alto de la pirámide de Maslow para alcanzar metas como el reconocimiento y el respeto de los demás (el éxito me parece más discutible), y seguir subiendo hasta la autorrealización plena, que se traduce como el hecho de tener una vida serena, con propósito, asentada en una moralidad, creativa y abierta a todas las potencialidades, siendo capaz de vivir cada momento en plenitud. Otros dirán: se trata de desear menos, de disfrutar con pocas cosas, de no arriesgar en las relaciones humanas para no sufrir después.
De acuerdo, la felicidad es un bien del espíritu. Reconozco que muchas de las intuiciones de lo antedicho podríamos adoptarlas sin comprometer nuestras vidas redimidas. Aceptemos que la salvación que hemos gustado en Cristo Jesús puede hacer suyas algunas de estas recomendaciones o aspiraciones. También están en nuestro bagaje por la sabiduría bíblica y el ethos cristiano. Jesús, el hombre que sabe vivir con poco, sin ataduras de ningún tipo, abierto al mundo y a las personas, que da a manos llenas y se entrega por amor, debió de ser el hombre más feliz de la tierra, por no decir el único. Jesús nunca dijo “Yo soy la felicidad” pero sí nos llamó bienaventurados (que acaso sea un grado de felicidad divinizada) si somos capaces de seguir sus pasos, no como un maestro de moral reglada, sino como un modelo de vida, un camino en el que se cumple y se realiza nuestro anhelo más profundo de plenitud y de sentido.
Ortega y Gasset definió una vida feliz como aquella en la que coinciden “la vida proyectada y la vida efectiva”, en román paladino, cuando coincide lo que deseamos ser con lo que somos en realidad. Y sobre estos hombros me levanto para ver más allá. Los cristianos lloramos porque nos damos perfecta cuenta de que habiendo ya gustado por el Espíritu lo que podemos ser en realidad, en nuestra subjetividad e interioridad constatamos que aún no lo somos plenamente. Simple y llanamente vamos subiendo una escalera, gustando con nuestros paladares redimidos (a veces sí, a veces no) esas experiencias de salvación cotidianas que nos reconcilian con una creación buena y hermosa que ha venido a ser adquirida de nuevo para nosotros en Cristo tras la catástrofe del pecado.
Ser un discípulo de Jesús, el Cristo, proporciona con creces la felicidad, sí, pero a condición de no atar este concepto a nada material, ni siquiera a nada humano en sí mismo. Nada ni nadie podrá saciar nunca nuestra sed, solo Cristo. Y en esa tensión de subir y bajar la cuesta cito al apóstol Pablo: “todo es vuestro (…) el mundo, la vida, la muerte. El presente, el futuro, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1ª Co.3:21-23). Nada más y nada menos.
Pau Grau
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