…hubo murmuración de los griegos contra los hebreos… (Hch. 6, 1)
Decididamente, el pasaje que en nuestras biblias al uso suele llevar el título de Elección de siete diáconos o Los primeros diáconos y similares (Hch. 6, 1-7) se escribió, no sólo para dar cuenta de unos acontecimientos acaecidos en un momento muy concreto de la historia de la Iglesia, sino para transmitir de forma sencilla pero terminante una serie de pautas de trabajo de alcance universal, vale decir, de aplicación permanente en todas las épocas para el buen funcionamiento del cuerpo de Cristo.
La situación planteada estaba clara: hubo murmuración de uno de los grupos constituyentes de la primera congregación de Jerusalén contra el otro debido a una coyuntura muy particular que le afectaba. Sin duda que San Lucas se expresa de manera un tanto edulcorada, por no decir eufemística: en el temperamento propio de los habitantes del llamado Cercano Oriente (y los cristianos de Jerusalén lo eran) los desacuerdos suelen manifestarse de forma mucho más patente que con simples murmuraciones al estilo de nuestras latitudes. En una palabra, que el problema suscitado por la distribución de ayuda a las viudas de lengua griega causó un gran malestar —por no decir un gran revuelo— en el seno del cristianismo hierosolimitano. No era para menos. Resultaba lo que hoy llamaríamos un agravio comparativo en una época en que la carencia de medios de subsistencia constituía un mal endémico en los sectores menos favorecidos de la sociedad, las viudas de manera muy destacada. En cualquier caso, era algo que no debía tener lugar en la Iglesia.
Lo que el texto lucano nos indica es cómo se atajó aquel desasosiego, sentando unas bases muy importantes para el buen funcionamiento de las congregaciones cristianas a lo largo de los siglos:
En primer lugar, los doce apóstoles hicieron frente al inconveniente de forma realista. Cuando el texto sagrado nos dice que convocaron a la multitud de los discípulos (v. 2) y hablaron con ellos, lo que muestra es la manera en que lo encararon, o sea, tal como se había planteado. Nos llama la atención el que en ningún momento pretendieran minimizarlo, paliarlo ni mucho menos desmentirlo u ocultarlo, como si no pasara nada. Gran lección para quienes en nuestros días han de bregar con situaciones conflictivas en las comunidades cristianas —pues las hay, naturalmente— y tienden a poner en práctica “la estrategia del avestruz”, en la idea de que todo se arregla por sí solo o que el tiempo todo lo cura. Una tenaz experiencia finisecular ha demostrado hasta la saciedad que obviar los problemas o ignorarlos no sólo no los soluciona, sino que acaban convirtiéndose en crónicos e incluso desmantelando congregaciones y hasta denominaciones enteras, generando verdaderos desgarros innecesarios en el cuerpo de Cristo. De no haber intervenido los doce como lo hicieron en aquel momento concreto, la Iglesia naciente hubiera sucumbido ante las tensiones entre hebreos y helenistas (los griegos de RVR60) y quizás se hubiera atomizado en gorpúsculos étnicos o culturales irreconciliables y totalmente incompatibles entre sí. Por decirlo en una palabra, tal vez hubiera desaparecido de la historia, como ha debido ocurrir sin duda con otros muchos movimientos de los que no se recuerda ni siquiera el nombre.
En segundo lugar, los apóstoles tuvieron buen cuidado de delimitar funciones y proponer la creación de un nuevo ministerio que abordara aquella coyuntura. Es decir, no cometieron el error de pretender asumir o asimilar ellos mismos la función de servir a las mesas que menciona el v. 2, ocupados como estaban en la ministración de la palabra de Dios y la persistencia en la oración (vv. 2 y 4). No se los debe malentender. En ningún momento afirman ser superior su tarea a la del humilde servicio en las mesas. No hay en el relato lucano el más mínimo atisbo de que desdeñaran este menester ni lo consideraran indigno o impropio de sus personas; lo que hicieron fue, y es algo a lo que se debiera prestar cuidadosa atención, marcar una línea de actuación global de la Iglesia en la que cupieran diversas funciones, todas ellas complementarias y a favor de los creyentes. Quien está llamado a la proclamación exclusiva de la Palabra y la oración (vale decir, a la extensión del Evangelio, la instrucción bíblica y el cuidado de las iglesias) no debe ser distraído de su ministerio por otras tareas, en sí muy dignas y muy apropiadas, pero que otros debieran desempeñar. Nótese, por otro lado, que una función, aparentemente tan humilde (y tan fácil, se podría pensar) como el servicio de las mesas, requirió, no obstante varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría (v. 3), lo que coloca muy alto el listón del diaconado y hace de él un ministerio sagrado de envergadura. Por decirlo muy claro: cualquiera no debiera, en consecuencia, ejercer funciones de esta clase en la Iglesia sin una evidente muestra de consagración y de capacitación divina que va mucho más allá del hecho de ser simplemente una buena persona o un individuo simpático. Los ministerios de la Iglesia son demasiado trascendentes como para rebajarlos a simples plataformas de promoción personal o autosatisfacción de egos enfermizos.
Y finalmente, la elección de aquellos siete primeros diáconos evidenció una a todas luces asunción de responsabilidades por parte de quienes habían planteado el problema. No se trata de algo accidental ni sin importancia, sino una gran muestra de sabiduría por parte de todo el conjunto de la Iglesia. Si leemos con atención los nombres de aquellos siervos de Dios escogidos para el nuevo ministerio (Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás), comprobamos que eran todos helenistas; el último, precisando un poco más, ni tan sólo era de origen judío: el texto sagrado lo describe como prosélito de Antioquía (v. 5), lo que plantea la cuestión de que tal vez no fuera entonces el famoso centurión Cornelio de Hechos 10 el primer pagano convertido a la fe de Cristo. Pero ciñéndonos a nuestro asunto, puesto que la queja sobre la distribución a las viudas había partido del ala helenista, recayó sobre ella la solución, consistente en la constitución de un nuevo ministerio ad hoc. Por decirlo más claro: quien había detectado y diagnosticado el problema era quien debía actuar para repararlo. Los helenistas, por tanto, no se limitaron a murmurar, como leíamos en el versículo primero; aceptaron el reto de poner punto final a aquella gran crisis de la Iglesia de Jerusalén y, con la ayuda y la bendición de Nuestro Señor, salieron adelante.
No es porque sí que, tras relatar en pocas palabras la ordenación de aquellos primeros siete diáconos, el sagrado texto indique el gran crecimiento de la Iglesia, de manera que hasta entre los sacerdotes del Templo se extendía la fe de Cristo.
Realismo y sabiduría son, por lo tanto, las claves que presenta Lucas con su peculiar estilo para un buen funcionamiento de las congregaciones cristianas. Un realismo que nos capacite para reconocer la existencia de desajustes, de situaciones anómalas, y no nos permita vivir siempre con los ojos cerrados a las situaciones que nos rodean en la idea de que “somos un pueblo pequeñito y muy feliz”: ni somos tan pocos como a veces pretendemos, ni la felicidad es en demasiadas ocasiones nuestra característica distintiva, dicho sea con toda la circunspección necesaria. Y una sabiduría que nos habilite para enfrentar esos problemas en su justa medida y tomando las decisiones adecuadas. Sin olvidar dos cosas fundamentales: la primera, que ese realismo y esa sabiduría derivan indefectiblemente en un compromiso ineludible, una toma de posición de servicio por parte de los creyentes. Y la segunda, que son un don exclusivo de la Gracia del Dios revelado en Cristo, es decir, de aquél que es indiscutiblemente el Señor de la Iglesia.
Nadie podrá nunca decir que las Sagradas Escrituras carecen de instrucción real y práctica para el pueblo cristiano de todos los tiempos.