El 18 de junio de 2020 publiqué en mi perfil de Facebook un vídeo titulado «Defender la fe no es maltratar al prójimo». Con este vídeo pretendía aliviar, desde el acercamiento cordial, la tensión creada por las bruscas desavenencias teológicas en las redes sociales. No esperaba que fuese tan ampliamente compartido, sin embargo, además de las reacciones positivas, coseché precisamente reacciones desfavorables y algunas insultantes. Por lo que, aquello mismo que denunciaba en el vídeo (la intolerancia y la falta de respeto), vino en mi contra. Recogí calificativos desde diversos perfiles de Facebook como falso profeta, buenista, falso pastor, torcedor/acomodador de la Palabra, lobo vestido de oveja, inmaduro, cobarde, romántico, más misericordioso que Dios, ausente de doctrina, apóstata, etc. No obstante, fueron reacciones minoritarias, condicionadas e influidas por la cruzada ideológica de un determinado y distintivo movimiento religioso evangélico, aquel que más persecución causa a otros cristianos. Por mi parte no hay problema, perdono esos ataques sin rencor alguno. De hecho, debo reconocer y confieso que no pocas veces he actuado también de modo beligerante con aquello que me saca de mis casillas, y quiero aprovechar para pedir perdón por esas veces en las que me he excedido. Sigo pensando que el fanatismo es muy peligroso, y que los creyentes podemos mostrar otra forma de dialogar, más allá de las formas sucias que plasmamos en las redes sociales.
Debido a los ataques que recibí por esta y por otra publicación, tuve que cambiar la configuración de la privacidad de Facebook y solo mis contactos pueden acceder a ver lo que publico allí, por este motivo transcribo a continuación las palabras del vídeo por si puede ser de bendición a más gente. Pido al lector o lectora que comprenda que estas palabras fueron expresadas oralmente, por lo que, al pasarse por escrito, se traiciona un poco la frescura del lenguaje. Por esta razón el texto tiene minúsculos arreglillos. Aquí os lo dejo:
A quienes sostienen puntos de vista teológicos distintos a los nuestros solemos verlos con recelo. Entre nuestras posiciones y las opuestas se despiertan con frecuencia fuertes tensiones. ¡Claro! ¡Tratamos de defender lo que consideramos verdadero y más sagrado de nuestras vidas! Sin embargo, estas tiranteces complican un diálogo saludable. De ese odium theologicum que se estimula, solo hay un minúsculo pasito que conduce fácilmente a un venenoso odio hacia los que tienen perspectivas diferentes. Este es el contemporáneo «cainismo fratricida» que a la iglesia de hoy en día le ha tocado vivir. Suena fuerte hablar de fratricidio, pero «el que odia a su hermano es un asesino» (1Jn 3,15, cf. Mt 5,22-24). El cainismo actual está siendo –por desgracia– muy aplaudido sin avistar su profundo daño. Con mucho ingenio, y desbordante ponzoña, se puede soltar mucha bilis desde una apariencia de piadoso lenguaje cristiano, ocultando la chabacanería, la descortesía y el mal gusto que hay detrás, aunque, no se termina de esconder del todo, los aires de superioridad y de soberbia que quedan presentes.
Para cometer este fratricidio sin sentir culpablilidad se necesita de los siguientes pasos:
1) quitar al creyente con el que se discrepa la categoría de «hermano/a» (es un hereje, apóstata o lo que sea pero ya no es un hermano/a),
2) deshumanizar por completo a ese prójimo hasta convertirle en un enemigo a destruir,
3) olvidar la dignidad que porta como imagen de Dios,
4) creer tener vía libre para atacarle, odiarle, atentar contra su honor y destruirle públicamente al considerar que contamos con el visto bueno de Dios, como si fuese un acto justo de apologética o denuncia profética.
Las posiciones teológicas pueden y deben defenderse con firmeza, pero al mismo tiempo con la intención de bendecir al oponente, a ser posible en el marco de un clima fraternal o, como mínimo, en concordia y respeto, porque en realidad se trata de una labor de servicio al prójimo con el que dialogamos (aunque no estemos de acuerdo con esta persona). Lo que no debe tener lugar son las descalificaciones personales y los ataques destructivos que van a machacar a la persona.
Es muy triste que algunos «ministerios» hayan surgido y establecido sus cimientos a base de difamar y calumniar a otros en supuesto favor de la sana doctrina, en defensa de la verdad[1] ¿pero qué sana doctrina puede tener una práctica tan insana? No debería ser así entre nosotros. Esa no es la vía.
En efecto, hay nuevos movimientos que presumen de mantener y proteger la ortodoxia y esa sana doctrina. A algunos de ellos hay que reconocerles el mérito de recuperar los grandes marcos confesionales protestantes y algunos dichos y obras de los reformadores. Por desgracia, igualmente hay que reconocer que entre ellos no pocos se dedican a la persecución indiscriminada y malsana de sus prójimos creyentes. Hay un abismo entre su ortodoxia y su ortopraxis, porque machacar al prójimo no es amarlo.
Estoy convencido de que hay descalificaciones, acusaciones, ridiculizaciones e insultos que no se deberían sobrepasar, y menos entre quienes confiesan ser seguidores de Jesucristo y promueven una ética cristiana. Los cristianos podemos dialogar, discrepar y refutar de una manera mucho más correcta que las formas lamentables e insultantes que emplean los políticos de un bando u otro en sus bochornosos espectáculos que vemos por televisión.
Dios, en su Gracia, nos ha dado la capacidad de proceder de otra forma a la hora de debatir temas difíciles y controvertidos, aun cuando lo hacemos desde posturas muy opuestas. Ese es mi convencimiento. Si nosotros, siendo la sal de la tierra y la luz del mundo, no sabemos respetar la dignidad de otras personas, entonces ¡apaga y vámonos! ¿Somos o no somos capaces de manifestar las discrepancias teológicas, doctrinales, morales (o de la índole que sea) sin vulgaridades ofensivas y con cortesía cristiana aun cuando las expresemos con contundencia?
Los cristianos, cuando entre ellos tienen discusiones muy polémicas, controvertidas y extremadamente tensas, reflejan que son precisamente cristianos al mostrarse que se tienen amor los unos a los otros (Jn 13,34). Me da la sensación, a la vista de nuestros malos frutos, de que estamos vacunados contra los textos bíblicos, y que, aquello de la entrevista de Jesús con Nicodemo de que nos es necesario nacer de nuevo, no se ha hecho una realidad en muchos casos.
Si es verdad que la paciencia, la benignidad, la bondad, la mansedumbre y la templanza son –entre otros– los frutos del Espíritu, entonces no entiendo a qué jugamos escribiendo artículos que contundentemente pretenden favorecer enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones y “homicidios” (entiéndase este último desde 1Jn 3,15), ya que todos estos son justamente parte de los frutos de la carne (Gál 5,20-21).
Cuando encontremos artículos escritos para hacer daño a otros (o comentarios en las redes sociales) podemos, desde el Espíritu del Señor, discernir el tipo de frutos son. Si en la frutería tomamos para nuestra familia los frutos buenos y desechamos los malos, con esto hay que hacer igual y no tomar los malos. Hay que dejar de aplaudir a los inquisidores que solo exteriorizan lo que llevan en el corazón (Lc 6,45), y colaborar para una transformación en sus vidas (1Co 3,9).
Seamos serios. Cuando consideramos que alguien está equivocado hay que proyectar la luz del Señor, argumentando con buenas maneras desde la guía del Espíritu (si no hay bondad, paciencia, mansedumbre y templanza me temo que no es el Espíritu quien nos impulsa).
Entiendo que esto puede escocer particularmente a quienes forjaron su ministerio a base de calumniar a otros cristianos (porque ese proceder tiene éxito según la vieja naturaleza), pero a la luz de la Palabra es necesario madurar y replantear el lugar que ocupamos. Estamos para ayudar y bendecir. Dios nos pide cuentas del mal uso de la posición que ocupamos si desde ella nos dedicamos solo a lanzar anatemizaciones, a llamar lobo, engañador, liberal, fundamentalista y demás epítetos a otras personas desde el prejuicio y el desprecio (no para corregir en amor sino para destruir). Además, no es lo mismo un apóstata (un insulto muy de moda) que un creyente desorientado, ni es lo mismo una persona engañada que difunde algo falso que un engañador con conocimiento del engaño, etc.
Por eso, cuando veamos artículos o comentarios de esta índole, de tipo difamatorio y acusatorio, nos toca pensar si bendecimos con eso o si solo sirve para conseguir el aplauso fácil a costa de victimizar a otros. Aseguro que los que eligen la segunda opción ya tienen ahí su recompensa.
Este fue el mensaje que emití en video, dando la cara, llamando a la concordia y a ser pacificadores, porque los pacificadores/as serán llamados hijos e hijas de Dios (Mt 5,9).
[1] Esto no significa que no nos posicionemos teológica o doctrinalmente, o que no protestemos contra lo que nos parece dañino o injusto. Hay formas de discrepar y de presentar oposición sin destruir a las personas con las que no estamos de acuerdo. Por ejemplo, en lo personal no estoy de acuerdo con las teologías de la prosperidad ni con otros movimientos que me parecen sectarios. Y como este artículo muestra, también muestro mi disconformidad en público con aquello que no me parece ético o acorde a la forma cristiana de actuar (como es la tendencia tóxica de los nuevos inquisidores que actúan como cazadores de herejes).