En los años 60 se puso de moda una frase que ha hecho historia en el mundo de las ideas: El medio es el mensaje (the medium is the message). Fue propuesta por el profesor canadiense Marshall Mac Luhan (1911-1980), el mismo que acuñó el término aldea global para describir la interconexión humana a escala global generada por los medios electrónicos de comunicación. Desde entonces se han dado muchas vueltas al significado y contenido de su pensamiento.
El medio es el mensaje no hay que entenderlo como sin con ello se pretendiera relativizar el mensaje en pro del medio, al cual serviría sólo de justificación. No se trata de negar el carácter de fin al que debe atender el medio, ni de colocar el medio al mismo nivel de importancia que el mensaje. Lo que se está diciendo es que el medio está vinculado indisolublemente al mensaje. No es sólo la vaina o etiqueta exterior de un producto indiferente a su contenido, que con tal que el fin, el mensaje, sea bueno, el medio no importa. El medio es el mensaje quiere llamar la atención a una nota muy importante de la psicología de la comunicación. El medio toca las fibras más íntimas y profundas de la psicología individual y social. El mensaje, con ser importante, no puede comunicarse de cualquier manera para resultar efectivo. Las maneras aquí también cuentan, no son indiferentes a la sustancia. El buen mensaje y el mal gusto no funcionan en la realidad. Estamos lejos de aquel pensamiento que creía que las ideas tenían un valor intrínseco tan absoluto que no importaba el medio en que eran presentadas, se bastaban a sí mismas, como las ideas platónicas que subsisten en el vacío sideral.
En una sociedad cada vez más visualmente globalizada, el mensaje pierde su carácter de lejanía de antaño para fundirse con el medio que lo transmite de un modo total, como las relaciones humanas en su forma primordial: contacto y gesto, voz y movimiento, palabra y visión.
Mac Luhan afirma que todo instrumento tecnológico es la prolongación-potenciación de un sentido o de una capacidad del hombre: el martillo de la mano, la rueda del pie, el vestido de la piel, el tomavistas del ojo, etc. Por consiguiente, el primer efecto real de la comunicación no es tanto el contenido temático como la modificación inducida por el medio en la estructura sensorial-perceptiva humana. Mac Luhan tuvo el mérito de poner de relieve el hecho de que el medio no es un simple vehículo de contenidos; sometido a nuevos medios, que cambian cada vez con mayor rapidez, el móvil por ejemplo, modifica la misma dinámica psíquica de la persona y genera en el ser humano un nuevo modo de conocer y de expresarse, un nuevo lenguaje y una nueva forma de vida cuya técnica, paradójicamente, devuelve al hombre aislado un remedo de las relaciones sociales familiares donde es posible mantener relaciones humanas directas en todo momento, con un pequeño desplazamiento. La técnica está logrando superar las barreras impuestas a la comunicación por las barreras geográficas y de espacio, acercando a los hombres no sólo mediante la palabra instantánea —telefonía—, sino también mediante la visión —cámaras web, etc.
Medio y mensaje en el cristianismo primitivo
Para situarnos en nuestro contexto y necesidades evangélicas, consideremos un hecho sorprendente al que casi nadie, por no decir nadie, ha prestado atención. Me refiero al medio más antiguo utilizado por la Iglesia primitiva. El uso de la escritura para transmitir el Evangelio, para dar a conocer a los de fuera la figura y el significado de la persona de Cristo. Pero advirtamos una cosa. En el primer siglo no existían los libros tal como los conocemos nosotros. Los soportes del mensaje escrito podían ser varios, desde la piedra a la piel. Lo que se entendía entonces por libro era un rollo hecho generalmente de fibras de papiro. Tenía unas dimensiones muy gandes y era de difícil manejo. Pero la humanidad no conocía otra cosa y eso es lo que usaba.
Se acepta generalmente que el Evangelio de Marcos es el primer Evangelio escrito que conocemos. ¿Cómo escribió Marcos su Evangelio? No me refiero al modo literario, sino al cómo material. Pregunto por lo más elemental. ¿Qué materales escogió Marcos para transmitir su mensaje? ¿Qué medio empleó? Un libro si, pero qué tipo de libro. No podemos hablar a ciencia cierta, pero es más que probable que se decidiera por el formato “códice”. Esta no es una cuestión ociosa, representa uno de los muchos cambios introducidos por el cristianismo en el mundo antiguo, de dimensiones verdaderamente revolucionarias, y para nosotros con mucha enseñanza.
¿Qué entendemos por códice? Para los que conozcan un poco el fetichismo del libro, se trata de objeto venerable, una forma clásica del libro, de incalculable valor. Hablar, por ejemplo, del Códice Sinaítico, es como llenarse la boca con una palabra mágica que parece contener en sí misterios insondables. Pero resulta que todas las palabras que hoy tenemos por grandes, deslumbrantes y aristocráticas, tuvieron un origen más bien humilde, plebeyo, ordinario. Así ocurre con el códice, que viene de una palabra latina que significa “corteza”, de la que estaban hechos los primeros cuadernos de los que tenemos noticias. Es decir, el códice era simple y llanamente un cuadernillo compuesto de hojas cosidas entre, si eran dos se llamaba, díptico, si tres, tríptico, y así sucesivamente. Del formato códice, no del rollo, se derivan nuestros libros modernos formados por cuadernillos cosidos o pegados, y que empezó por la unión de dos o más tablillas enceradas.
El códice era el más humilde soporte de la escritura utilizado por comerciantes para llevar sus cuentas, y también por particulares para composiciones literarias de poca extensión. Además, y es importante señalarlo, era un objeto de consumo de las mujeres. De hecho las únicas representaciones pictóricas que nos han llegado de los primeros códices aparecen por lo general en manos de una mujer, siempre bella y con cierto aire de misterio, por decirlo todo. Es conocido el fresco de la bella poetisa Dido que en una mano sostiene un códice de dos hojas y en otra un punzón de escritura que se lleva delicada y coquetamente a los labios.
¿Qué podemos deducir de estos datos? Que el códice, que a nosotros nos parece la última palabra sobre la sacralidad de un libro, gozaba de poco prestigio cultural. Era cosa de mujeres y de tenderos. Como pueden ser los abanicos y bloc de notas entre nosotros. Y sin embargo, y esto es lo sorprendente, el cristianismo naciente se decidió por este medio de tan poco prestigio y categoría cultural. Colin Roberts cree que Marcos debió de escribir su Evangelio en formato códice, en tabletas de uso corriente entre los pequeños comerciantes, libertos y esclavos, con quienes convivió en Roma[1]. Para mí esto es sorprendente y revelador. Indica el nuevo carácter que el cristianismo iba a imprimir a la sociedad antigua dominada por los conceptos de poder y prestigio (no muy diferente de la nuestra). Y lo hizo sin dejarse llevar por meros intereses prácticos, utilitarios, sino guiado por una nueva manera de ver y valorar las cosas que orientaba y daba sentido a todas sus acciones.
El cristianismo primitivo entendió antes de tiempo que el “medio es el mensaje”. Que medio y mensaje se complementan y clarifican mutuamente. Que la naturaleza del mensaje cristiano se materializa en el canal utilizado para comunicar su verdad. Podía haber adoptado el “rollo” como medio adecuado para transmitir sus textos literarios, pero no lo hizo, al menos no en todos los casos. Por su apariencia humilde y por el uso que se le daba, el códice era menospreciado por los escritores, que identificaban el rollo de papiro con el prestigio y lo consideraban el medio más noble de expresión literaria[2].
Los sacerdotes, guardianes del templo divino y de las escrituras sagradas, siempre han sido muy celosos de sus ritos y de su liturgia. Nunca han permitido que se haga un uso profano de los vocablos que ellos utilizan como si fuese un código caído del cielo. Reclaman dignidad y respeto para todo lo que cae dentro de la esfera sagrada. En especial el nombre de Dios, demasiado sacrosanto como para pronunciarlo a la ligera o escribirlo sobre cualquier soporte. Pero el cristianismo de los primeros siglos, a contracorriente de la religiosidad de su época, pensó de manera diferente y creyó que nada es más apropiado para un Dios humilde que un medio humilde. Nada es despreciable para un Salvador experimentado en el menosprecio. Ese fue su medio y su mensaje. Así, pues, me atrevo a decir que la elección del códice por parte del evangelista Marcos obedecía a un motivo esencialmente teológico, cristológico. Dicho con palabra del apóstol Pablo: “Lo vil y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es” (1 Corintios 1:28).
O como dirá en otro lugar: “Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Corintios 4:7). Así es el cristianismo en su genio más puro. Palabra y gesto, esencia y forma, mensaje y medio unificados en una nueva manera de comunicar una nueva verdad. El mensaje determina el medio, que a su vez determina el mensaje, que a su vez modifica la vida social.
El rollo era eso, un rollo mastodóntico, un dinosaurio de pasado destinado a desaparecer. Era de difícil manejo. Los rollos podían alcanzar hasta 40 y 70 metros. Además eran frágiles materialmente, difíciles de ocultar en caso de necesidad, y desde luego, no ayudaban a la consulta y búsqueda rápida de pasajes concretos. El formato rollo estaba destinado a conservar las obras y no a hacerlas circular, excepto entre un grupito aristócrata de iniciados y privilegiados de la fortuna. Por contra, el códice era de dimensiones reducidas, y sus ventajas eran inigualables a la hora de localizar y comprobar textos. Se adaptaba mejor a la mano y al manejo. Resultaba fácil llevarlos consigo de viaje y de esconderlos en caso de persecución, de lo que el cristianismo antiguo supo mucho durante sus tres primeros siglos de vida.
Por su larga duración los códices resultaban baratos a personas y comunidades pobres. Aquí, en esta especie de “guerra de los libros”, también, el cristianismo acabó por ganar la partida, pues “a partir del siglo III, el códice terminó imponiéndose, incluso para los textos literarios, quedando el rollo de papiro, al final del imperio, para documentos diplomáticos y honoríficos por ser grande el peso de la tradición en los documentos rituales y formales”[3]. El cristianismo, conforme a la máxima teológica de que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, escogió un medio pobre, humilde y lo convirtió en un medio noble, adaptado a las exigencias de las Escrituras santas de la Iglesia y a los códigos de leyes del Estado, acabando así por sustituir la tres veces milenaria tradición del rollo por el códice.
La adopción del nuevo formato de libro, el códice de pergamino, fue una medida tan útil a la humanidad que Eric Turner considera que el inventor del códice debería colocarse al lado de los grandes benefactores de la humanidad, tanto como los que inventaron la rueda o el alfabeto[4]. El códice garantizaba una más larga duración porque estaba protegido por la encuadernación, su almacenamiento era más fácil, lo mismo que su transporte por ser plano y tener menos volumen, florecía una capacidad muy superior, pues admitía la escritura por las dos caras y en él resultaba fácil encontrar un pasaje (por eso fue adoptado también por los profesiones de la abogacía. De ahí viene la expresión tan conocida “código de leyes”). La temprana adopción del códice por parte de los cristianos se evidencia en que en los textos cristianos más antiguos encontrados prevalecen destacadamente los códices. El emperador Constantino, una vez hubo reconocido oficialmente la religión cristiana, encargó a su consejero Eusebio de Cesarea la confección de 50 códices de las divinas Escrituras, confeccionados en pergamino de primera calidad, escritos de manera tan legible que pudieran leerse fácilmente. A partir de ese momento, el códice tenía asegurado su lugar entre los medios venerables, que, al perder su carácter popular, humilde, comenzaba a reflejar un mensaje distinto.
Recapitulemos un poco la “lección del códice”, cenicienta de la literatura, patito feo de los libros. En la actualidad muchos se preocupan sobre la ortodoxia del mensaje, entendida como la expresión verbal de un conjunto de verdades gramaticales referente a Dios y al hombre, a la santidad de uno y a la pecaminosidad de otro, a la gracia salvífica del primero, y a la necesidad de regeneración del segundo. Es bueno interesarse por el contenido del mensaje, pero es imprudente no hacerlo en contexto del medio. El cristianismo primitivo no divorció el medio del mensaje. En todas sus acciones refleja un toma de conciencia de la importancia del medio en orden al mensaje. Empezando por Dios mismo. Nos acercamos a la fiesta de Navidad, y a veces los predicadores no hacen la pregunta retórica, ¿por qué Dios nació en un establo y no en un palacio? ¿Por qué Jesús no salió doctorado de las mejores universidades de su época en lugar de los medios laborales de la pesca? ¿Por qué Dios elige un medio y rechaza otro? Sencillamente, porque el medio es el mensaje, y los medios no son meros instrumentos, soportes indiferentes de comunicación, sino agentes de cambio, prolongación del comunicador, mensajes en sí mismos.
Creo que merece la pena tener esto en mente. No se puede divorciar el mensaje ni siquiera de nuestra manera de vivir, e incluso de vestir, que es nuestro modo de estar en sociedad y emitir señales gestuales o visuales. Los historiadores de la indumentaria nos podrían dar muchas lecciones al respecto. Tertuliano escribió un libro curioso dedicado al uso del pallio, el manto propio de filósofos, como indumentaria indicada a la sencillez y amor por la verdad del cristiano. Clemente de Alejandría rehusaba llevar oro o plata por solidaridad con sus hermanos y con los esclavos condenados a trabajar en las minas para satisfacción de unos pocos poderosos. Medio y mensaje, modo y moda, convicción y acción. ¿Cómo se puede predicar a un Cristo pobre llevando vestidos espléndidos? Ni toda la pseudoteología de la prosperidad que cubre el mundo es suficiente para anegar la sublime verdad del Cristo que opta por la pobreza; no sólo que nace pobre sin remedio y es rigurosamente pobre, sino que, siendo rico, por amor del hombre, se despoja a sí mismo de su riqueza eterna, y toma una decisión consciente por la pobreza, para enriquecer al mundo (2 Cor. 8:9).
Medios y espectáculo
En varios países de Latinoamérica pude sintonizar el canal Enlace. En la soledad de mi habitación de hotel contemplaba hora tras hora los distintos programas cristianos que ofrecían. Y, desde mi punto de vista, si uno era malo, el otro era peor. No tengo nada que objetar al espectáculo que ofrecían, un verdadero show para la consideración de los estudiosos de la sociología religiosa. La mayoría de los telepredicadores habían optado por el medio propio de los canales seculares de la televisión, exponentes de la cultura del espectáculo. Con voluntad o sin ella habían convertido la Buena Noticia del Evangelio en un espectáculo deprimente de gente vociferando, ya riendo, ya llorando, aunque todos unánimes en solicitar donativos para sus distintas causas. El espectáculo en sí no es malo. Puede ser algo escandaloso o notable. El bello espectáculo de una puesta de sol entre montañas al atardecer; o el lamentable espectáculo de un borracho tambaleándose en la calle.
Es un principio aceptado que la emisión de un mensaje implica el empeño de respetar un código de comunicación que incluye las siguientes cualidades: claridad, originalidad, credibilidad (competencia, desinterés, sinceridad). Estas notas son esenciales para otorgar al emisor prestigio y capacidad de persuasión.
Los comunicadores están en su derecho de recurrir libremente al espectáculo, pero no así los cristianos, entendido en su acepción negativa. Porque las exigencias de “ofrecer un espectáculo” que enganche y entretenga corre el riesgo de hacer identico en esencia y contenido el medio y el mensaje. No puede ser de otra manera. Por eso hay medios, mejor, maneras vetadas al cristianismo. Los medios, no lo olvidemos, determinan el mensaje y producen reacciones acordes a su naturaleza.
Con eso no queremos cerrar las puertas al uso de los múltiples medios de comunicación puestos al servicio del Evangelio. No creo que haya medios perfectos. Desde un punto de vista bíblico vemos que Dios se ha revelado en sistemas culturales humanos imperfectos, sometidos a lo que Jesús llama “dureza de corazón”. Todos los medios plantean problemas y dificultades a la comunicación del mensaje evangélico. Esto es propio de la naturaleza de las cosas y de la realidad histórica. El hombre es un artesano y un inventor de medios por naturaleza, y sabemos que cada vez que se descubre algo nuevo, los habituados a los viejos lo ven como una amenaza, como un instrumento de destrucción, cuando en muchos casos lo es de mejora y de perfección. “El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado y que pueden aplastarle o salvarle» (Gaudium et spes, n. 9).
La historia nos enseña que las iglesias pueden caer en la tentación de formarse un juicio exclusivamente crítico y negativo de los medios de comunicación, sin querer comprender los criterios razonables de un buen uso de los mismos. El teólogo y filósofo protestante Jacques Ellul escribió un libro extraño, La palabra humillada, un alegato contra la visualización generalizada de nuestra sociedad, en nombre de la ley de Dios contra las imágenes, en lo que tienen de confusión entre lo real y lo representado. La obra de Ellul tiene, como es lógico, su parte de razón, y en un sentido es profético cuando dice que la inteligencia moderna ha sido tan manipulada por lo visualizable que ya no puede comprender nada sin recurrir a los objetos visuales[5]. Hoy todos sabemos que cada vez es más común dar un conferencia apoyada por las ilustraciones del power point, de modo que la palabra sola ya no parece suficiente. La crítica es que el hombre no es sólo oído, voz, también es vista, gusto, tacto. La Edad Media, que fue un tiempo dominado por la palabra y y la escritura, fue a la vez una época en la que floreció el arte simbólico de las construcciones y de las preciosas miniaturas de los libros ilustrados. Fue la reacción de la Reforma contras la superstición en había caído los medios visuales lo que llevó a decidirse unilateralmente por los medios orales de la predicación y escritura a palo seco. Por esta razón, los medios de comunicación social que recurrían a la imagen tardaron más tiempo en ser aceptados por las iglesias protestantes que por las católicas. Los defensores de la tradición contaban con cuatro siglos de predicación del Evangelio desde un púlpito y parecía que no había otra manera de hacerlo, y menos desde una pantalla de cine o televisión que, según se decía, tendía a falsificar mediante la teatralidad lo que pertenece al reino del espíritu y que no es susceptible de ser captado por una cámara. A esta convicción doctrinal había que sumar la “aversión endémica a todo lo nuevo”, a la que se refiere Rubén Gil[6].
Umberto Eco dice que ante los medios de comunicación se dan dos tipos de reacciones: la apocalíptica y la integrada. Los apocalípticos condenan los medios de comunicación como fuerzas de homogeneización cultural: lo invaden todo y cada vez más, destruyen las subculturas locales específicas y hacen inútiles las opciones éticas personales: inculcan pasividad y sometimiento a la realidad; imponen mitos colectivos y lugares comunes destinados a reforzar la adecuación al status quo y al conformismo. Su integración en el sistema de producción consumista los convierte en instrumentos muy funcionales para cultivar nuevas necesidades que terminan por alienar al hombre más que promover su personalidad.
Del lado opuesto, los integrados defienden en los medios de comunicación social el hecho de ser instrumentos de participación en la vida cultural, social y política. La abundancia de información que hacen llegar a todos los estratos de la población la consideran como promoción a una forma más consciente y digna de vivir y sentir. La uniformidad cultural que provocan la acogen como superación de barreras y diferencias de mentalidad y de clases y creación de una conciencia más adulta y universal. De hecho hay un dato: la industria de la cultura multiplica las ediciones económicas de obras de valor cultural y artístico. Y no sólo eso: a veces por motivos de marketing esa misma industria se convierte en medio de difusión espectacular de ideas, denuncias morales, exigencias sociales presentes en la sociedad, pero de difícil difusión. La misma ingente difusión de los media tiende a desmitificarlos.
El problema con los medios de comunicación masiva es que se dirigen a un público anónimo y pasivo, al que le dan todo a la medida de las ideologías y de los intereses de los grupos de poder de quienes son portavoces. Actúan sobre sus oyentes neutralizando su conciencia crítica y promoviendo la sugestión de lo espectacular. Pero en la evangelización esto no es así. Por eso no vale cualquier medio, o mejor, cualquier imagen o tipo cultural. Evangelizar es un tipo de comunicación que interpela a la persona, a su conciencia como individuo para lograr de él decisión libre. El Evangelio es siempre proclamación de una palabra que no acepta manipulaciones ni otro sometimiento y compromisos que no sea a la verdad. Exige seriedad, claridad, credibilidad, que no está reñido con la originalidad y la competencia profesional. Y tenemos buenos profesionales.
El comunicador cristiano que aparece en los media tiene una tarea muy importante, en la que se juega la imagen la iglesia en general, juzgada a la luz de imagen que el ofrece. El respeto incondicional a la verdad debe ser su prioridad, evitando caer en los trucos de la publicidad que juega con los sentimientos y pasiones de los hombres.
El mensaje transmitido por los media busca fundamentalmente motivar emocionalmente. No hay nada malo en esto. También el sermón cristiano busca, o debe buscar las motivaciones emocionales de la persona, conforme a aquella exhortación: “Levantemos el espíritu al Señor”. No se excluyen los elementos racionales, simplemente, pertenecen a otro campo, o otro medio, como es la cátedra y el manual. Ahora bien, el peligro de la comunicación emotiva se echa de ver en la creciente espectacularidad de todo tipo de información, que también invade el púlpito cristiano, las iglesias, con una progresiva teatralidad en los testimonios, sermones y alabanzas.
Positivamente, y a favor del discurso emocional de los media, podemos decir que en las grandes audicencias es preferible mostrar la existencia de Dios en sus aspectos existenciales como garantía frente a la angustia y la soledad, que partir de pruebas racionales difíciles de seguir por un público habituado a la rapidez de la imágenes y la respuesta a las motivaciones emocionales que le son propias.
Si tomamos a Jesús cono modelo y el criterio de comunicación, vemos que no perdió el tiempo con discursos rebuscados, ni intelectuales ni místicos, tan propios de los pseudo evangelios apócrifos que nos ofrecen una imagen de Jesús hecha a imagen y semejanza de Madame Blavastky o de un maestro zen. El Jesús de los Evangelios recurre con frecuencia a imágenes plásticas que llamamos parábolas y que son relatos llenos de color, un medio o canal perfecto para expresar profundas verdades en palabras ordinarias que el pueblo usaba a diario, y en imágenes accesibles al sentimiento general. También sus milagros, como nos recordaba hace años Plutarco Bonilla, son parábolas, actos poderosísimos de comunicación, que revelaban el carácter y naturaleza del reino de Dios. Como buen comunicador Jesús mostraba respeto por sus oyentes, usaba imágenes cotidianas, apelaba a las emociones, pero no jugaba con ellas, no manipulaba sus sentimientos. Del mismo modo mostraba solicitud por su situación y sus necesidades, compasión por su sufrimiento, y firme determinación de decirles lo que necesitaban oír, de un modo que no era un demagogo.
Jesús enseñaba, y esto es muy importante, que la comunicación es un acto moral en el que se ve implicado la persona en su totalidad: “De la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas. Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado” (Mt. 12:34-37). Por esta razón Jesús insistía en la sinceridad y en la veracidad, al mismo tiempo que condenaba la hipocresía, la inmoralidad y cualquier forma de comunicación que fuera torcida y perversa: “Sea vuestro lenguaje: «Sí, sí»; «no, no», pues lo que pasa de aquí viene del maligno” (Mt. 5:37).
Comunicación y comunión
La tecnología actual ha permitido un gran desarrollo de los medios de información, pero no debemos permitir que la abundancia de medios nos impida considerar el propósito primordial de todos ellos: contribuir a la comunicación y de este modo prestar un servicio a la comunidad. Hay comunicación porque la sociedad la reclama, ya que la sociedad es una comunicación de información y servicios, de bienes materiales y culturales. No hay, no ha habido nunca una sociedad sin información, y sin medios que la transmitan, sea por vía oral, representativa o escrita. La etimología de la palabra “comunicación”, según ha señalado G. Tinacci Mannelli, muestra la estrecha interdependencia entre «comunicación» y «sociedad». Comunicación proviene del latín communis, compuesta de cum, “con” y munia, “deberes”, “vínculos”. La comunicación es generadora de vínculos sociales. A su vez, la sociedad es creadora de nuevos medios de comunicación, hasta el punto que en la actualidad hemos llegado a un alto nivel de comunicación planetaria. Los mass media son los artífices de la transformación del mundo en una “aldea planetaria”, como ya observó Mac Luhan.
Pero aún falta mucho por hacer. Y aquí el cristiano tiene que aportar su granito de arena. Su peculiar comprensión del entramado social forjado sobre la delicada pero a la vez indestructible urdimbre del espíritu. Como ha constatado magníficamente el profesor René Passet, los medios de comunicación ya no cumplen la función de comunicar y crear sociedad, de difundir el arte, la cultura, ni siquiera la diversión o el espectáculo, sino de acumular recaudaciones publicitarias, para las que el espectáculo es sólo un medio de multiplicar sus ganancias[7]. Toda la sociedad, y con ella la información y el fin de los medios, se ha envilecido por el afán de lucro, de una carrera suicida por tener más y más, negociando unos valores que el mundo cristiano consideraba innegociables.
Los mass media están en manos de una industria de la información regida en primer lugar por el principio del interés y el beneficio. El hombre al que se dirige es tratado como “algo cuantificable”, y el público es un mercado evaluable en términos de consumo. Los datos económicos —como la difusión (el número de copias vendidas) de un periódico y los índices de aceptación (número de espectadores) de un programa de televisión— adquieren una importancia económica cuantitativa y cualitativa. Todo es comerciable. El hombre, como quería Protágoras, y a su manera Jesucristo (“el Sábado es para el hombre”), ya no es la medida de todas las cosas, sino el dinero, la renta, el beneficio.
Precisamente por esto las connotaciones de la expresión “cultura de masas” instaurada por los mass media tienen un sentido negativo: es evasiva, superficial, vulgar[8], condiciona la imagen de la vida social, el gusto del público, dominado por las marcas y el éxito económico. Una de las causas del abuso de confianza por parte de los comunicadores es la avidez que pone el lucro por encima de las personas.
El rentabilismo se ha llevado al terreno de las iglesias, de las misiones. Se invierte en ellas para lograr resultados evidentes, números, donativos, si éstos no llegan se cierran, se mueven de lugar, se trasladan a nuevos campos más productivos. Si se me permite ser cínico, no hay mal que por bien no venga. Determinada clase de misionero es mejor que haga las maletas cuanto antes, lo malo es que lleva su virus a otra parte más virgen y menos inmunizada a la mercantilización del espíritu.
Para Cristo la acción de comunicar es fundamentalmente un acto de comunión; los mass media en manos de los creyentes deben estar destinados a ser instrumentos de “fraternidad universal” (Communio et progressio 98), pues, como bien se ha dicho, es la “comunión entre los hombres lo que constituye el objetivo último de toda comunicación” (Communio et progressio 8). La tarea de la comunicación es unir a las personas y enriquecer su vida, no aislarlas ni explotarlas. En eso consiste el reino de Dios, la salvación que nos rescata de nuestro aislamiento y pobreza para llevarnos a la casa del padre, donde se celebra la fiesta continua de la comunión de los santos, es decir, de aquellos que han emprendido el camino de vuelta a la realidad que consiste en la vida regulada de los bienes espíritu y no en el despilfarro de los mismos en aquello que no enriquece sino empobrece. En este sentido, los medios de comunicación social, usados correctamente, pueden ayudar a crear y apoyar una comunidad humana basada en los valores innegociables del espíritu, los cuales tienen que descubrirse en la libertad hecha posible por el Espíritu y gracias a los buenos medios puestos a su disposición.
El incremento de la tecnología y de los nuevos medios de comunicación ciertamente han conseguido acercar a todos los seres vivientes del planeta al conocimiento de un suceso o acontecimiento en cualquier lugar del globo, pero aún no ha logrado llevar a cabo el sueño de una “aldea global” solidaria. Todo lo contrario, aumenta la frustración social, pues hoy casi todos saben que unos pocos gastan fortunas en pagarse unas vacaciones en el espacio mientras muchos mueren en chabolas y en cajas de cartón a cielo abierto. De modo que la comunicación en lugar de contribuir a crear sociedad y comunión está incrementando el desorden y el descontento social. No ha llegado el Nuevo Orden Mundial sobre el que tanto se habló, sino el caos y el miedo al terrorismo, la disfunción social, que en virtud de los medios cobra dimensiones planetarias y convierte a las sociedades en ingobernables[9]. El ciudadano medio se siente perdido, ya que recibe la falsa impresión de un aumento de la violencia, pues a diario le introducen junto a su plato de comida un masa ingente de sucesos acontecidos en algún lugar remoto del planeta, como si hubiera ocurrido en el patio del vecino de al lado.
Información y relatividad
La sociedad de la información es, en este sentido, la sociedad de la desinformación por exceso de información. La información falta porque no hay información, o tal vez porque hay demasiada, y no hay instrumentos para distinguir entre la información relevante y la no relevante. “No hay tiempo para profundizar nada, y todo lo que se dice es también verdad en parte. Pero reflexionar en qué medida es cierto esto o lo otro, no es posible, porque el tiempo para profundizar falta, y la atención se dirige en otra dirección” (Rocco Buttiglione). Las revistas y los programas proliferan y desaparecen tan rápidamente como nacen. La vida espiritual de las masas ha sufrido una mutación de consecuencias imprevisibles. Da la sensación de que nada vale porque todo vale, ya que todo es susceptible de crearse por obra y virtud del esfuerzo humano, que todo es modicable en virtud de intereses y criterios económicos y que nada permanece excepto el afán de poseer más y más cosas.
La multiplicidad de medios y programas crean la falsa impresión de que toda verdad vale. Algunos shows en la televisión dan exactamente esta impresión, todos hablan y nadie escucha y no se entiende, y no hay comunicación. Cada uno dice su propia verdad, apela a su sinceridad, pero no hay entendimiento, sino todo lo contrario. El diálogo se convierte en mera excusa para la descalificación ajena y la idiotez. El profesor Rocco Buttiglione llamaba la atención a que la palabra “propio” en griego se dice idios, de donde viene la palabra idiota en castellano, igual que en italiano. El idiota es el hombre que vive cerrado en su propia verdad como la “la verdad”. El idiotismo lo domina todo, cada cual apela a sus sentimientos, a su modo de ver las cosas como criterio último y decisivo de la verdad.
Por eso, aunque pueda sorprenderles, la labor cristiana, hoy por hoy, consistir en enseñar a relativizar la verdad. Porque relativismo no significa que no hay verdad, significa que cada verdad guarda relación entre sí, y que ninguna es absoluta tomada en sí misma. La verdad no es lo que uno determina arbitrariamente por sentirla como verdad propia y por tanto imposible de relacionarse con otras verdades igualmente cerradas en sí mismas. Esto significa el fin del diálogo. Y hay que dialogar y aprender a escuchar porque la verdad no es una posesión personal y absoluta, sino una relación con las cosas, una creciente y nunca conclusa adecuación a la realidad. La fe cristiana es una llamada constante a volver a la escuela divina, a dejar hablar y a saber escuchar en actitud de alumno. Moisés y los sacerdotes levitas hablaron a todo Israel diciendo: “Oh Israel, guarda silencio y escucha” (Det. 27:9). Elí recomendó al jovencito Samuel: “Ve y acuéstate; y sucederá que si te llama, dirás: Habla, oh Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam. 3:9).
¡Cómo echa para atrás un comunicador arrogante que parece todas las soluciones y ninguno de los problemas; conocer todas las respuestas y ninguna de las preguntas! A lo mejor es sincero y dice verdad, entonces el mal es peor de lo parecía, el idiotismo se ha apoderado de él por completo.
El Evangelio tiene que hacerse público, pero no es objeto de publicidad. No lo fue en el caso de Cristo, cuyos discursos en algunas ocasiones velaban su significado a los oídos de los de fuera. La publicidad es un fenómeno moderno, antes los productos se ofertaban pero no se publicitaban, se confiaba en sus virtudes intrínsecas, recuérdese el dicho “el buen paño en arca se vende”, la publicidad comenzó tímidamente y acabó por apoderarse de todo, como el camello del cuento que en la noche fría del desierto introdujo tímidamente el hocico en la tienda de su dueño, y al final la ocupó toda desalojando a su habitante natural. La comercialización creciente de los medios ha provocado que la publicidad domine todo, que todo exista en función de ella, esa es la sensación que se recibe al hojear la prensa, con una página de información y otra de publicidad; o mirar la TV, especialmente en Latinoamérica, dominada por entero por la publicidad, con algún que otro corte noticiero o espectacular. Y el objetivo de la publicidad es apoderarse de la mente y determinar los gustos consumistas del espectador. Por contra, el objetivo de la comunicación del Evangelio es apelar a la racionalidad y personalidad más profunda del individuo para que no se pierda en medio de las falsas representaciones que la sociedad le presenta. Recordemos cómo se produjo la conversión del hijo pródigo, no fue por ninguna oferta publicitaria del padre. Ocurre en el momento en que el joven entra en sí mismo, bucea en su interior y descubre el espíritu que había perdido. En palabras de Jesús: “Entonces volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré, iré a mi padre” (Lc. 15:17-18).
La misión cristiana no consiste en publicidad sino proclamación. No busca el prestigio sino la verdad; el servicio, no el interés. Busca confrontar honestamente al hombre con la verdad que encierra en sí mismo, pero que ignora. No debería halagar el ego, sino sacar lo mejor de cada cual con la fuerza del Espíritu que viene de Dios.
Bibliografía
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[1] C.H. Roberts y T.C. Skeat, The Birth of the Codex. OUP, Oxford 1983. Véase Larry W. Hurtado, The Earliest Christian Artifacts. Manuscripts and Christian Origins. Eerdmans, Grand Rapids, Mi. 2006.
[2] “Tal era la aureola de instrumento de cultura superior que tenía el rollo de papiro, que incluso Orígenes y San Jerónimo lo prefirieron para dar a conocer sus obras, a pesar de que los cristianos de su tiempo se habían decidido por el códice de pergamino” (H. Escolar, Historia del libro, p. 180. Ed. Pirámide, Madrid 1984, 1993).
[3] H. Escolar, op. cit., p. 181.
[4] Eric G. Turner, The Typology of the Early Codex. FUP, Filadelfia 1977.
[5] J. Ellul, La palabra humillada, pp. 203-204. Ediciones SM, Madrid 1983.
[6] Rubén Gil, Publicidad en la Biblia, p. 39. CLIE, Terrassa 1998.
[7] René Passet, Elogio de la globalización, p. 59.
[8] Mientras el clásico divismo del cine exaltaba en la estrella correspondiente la fascinación de lo inaccesible, el divismo de la televisión sublima lo cotidiano, al señor del piso de arriba. De esta manera posee un coeficiente de identificación mucho mayor por su agilidad y por su insensibilidad.
[9] Véase Jean Duvignaud, Herejía y subversión. Icaria Editorial, Barcelona 1990.