Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación.
Lloran demasiados seres humanos. Lloran por todo el mundo y en nuestro país los millones de parados resultado de la actual crisis económica que parece no tener fin y en cuya etiología hallamos una fuerte crisis de valores morales. Lloran los empresarios honestos que se han quedado sin líneas de crédito y han de cerrar sus negocios.
Llora el tercer y el cuarto mundo por el injusto reparto de la riqueza entre países y grupos sociales. Lloran los dos mil niños que mueren cada hora de hambre en el mundo y los doscientos millones de niños esclavos o soldados menores de catorce años. Como en los tiempos de Jesús, lloran los marginados sociales, los cada vez más centrifugados por el sistema, los excluidos, los llamados sobrantes porque no producen ni consumen, los que duermen entre cartones en los bancos de los parques públicos o junto al cajero automático de los otros bancos para resguardarse del frío de las noches invernales. Lloran las mujeres maltratadas en todo el mundo.
Frente a tanto sufrimiento y pecado estructural algunos teólogos hablan de situaciones infernales para describir aquellas circunstancias en las que personas o grupos experimentan, con especial crueldad, la violencia y la injusticia de otros colectivos o individuos. La humanidad debería recuperar y hacer suya la frase de Séneca: Homo res sacra homini. El hombre es cosa sagrada para el hombre. El profesor de la Universidad de Madrid J. A. Marina la reformuló diciendo: Tendríamos que empeñarnos en que el hombre fuera una cosa sagrada, intocable para el hombre. Todo atentado contra lo sagrado es profanación. Por lo tanto, los atentados terroristas, todo fundamentalismo de cualquier signo, toda ofensa, todo acoso, todo juicio infundado, todo intento de manipulación, toda crítica indiscriminada, toda falta de consideración o respeto, toda falta de amor… es profanación. Como lo es el mantenimiento de tanta injusticia social.
¿Es posible el consuelo y la esperanza en medio de tanto dolor? ¿Es posible el consuelo y la esperanza en medio de los infiernos que el hombre produce de forma continuada? Hay situaciones en las que es prácticamente imposible o muy difícil de experimentar tal consuelo. Proyectos vitales abortados, rostros de mujeres desfigurados por el ácido, situaciones de extorsión… Hay pecados tan inmensos que sólo pueden ser perdonados, ya que la restitución del daño personal, emocional, moral o espiritual provocado es imposible de restablecer.
La bienaventuranza, en estos casos, apunta a una consolación más allá de la historia, en Dios. Es la consolación que representa no tan sólo la finalización de la situación infernal, sino la restitución de la dignidad personal y la culminación de un proyecto personal inacabado al final del tiempo en la presencia de Dios, quien hará nuevas todas las cosas. Es la consolación que se producirá cuando, en el tiempo escatológico, enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron.
Pero Jesús no se limitó a proclamar un consuelo futuro. Jesús se dedicó a consolar a las personas de su entorno que lo necesitaban: los desposeídos de sus bienes por no poder pagar impuestos abusivos, los sin papeles que dormían fuera de las murallas de la ciudad, los enfermos excluidos de la sociedad y del culto, las mujeres que de la sumisión al padre pasaban a la sumisión al marido, las prostitutas de las que Jesús se atrevió a decir frente a los religiosos de su tiempo que les precedían en el Reino de los Cielos, las personas sensibles espiritualmente que se consideraban indignas frente a Dios… A unos y a otros, Jesús no les invitaba a una resignación pasiva, sino que les transmitía esperanza para poder recuperar su quebrantada dignidad.
Jesús bajó y experimentó en sí mismo los infiernos de este mundo. Ello debería ser una fuerte interpelación a todos y especialmente a quienes nos confesamos seguidores del Maestro de Nazaret. Somos llamados a acercarnos y desarrollar la compasión respecto a los que lloran por tantas situaciones, algunas intrínsecas a la realidad existencial como la enfermedad o las catástrofes naturales; otras creadas por el propio egocentrismo humano como las situaciones bélicas, el injusto reparto de los recursos o las situaciones de extorsión.
Hay diferentes llamadas por parte de Jesús y diferentes ministerios en los que encauzar nuestra respuesta. No todos somos llamados a dejar una determinada situacionalidad personal, profesional o familiar para marchar a tierra de misión; pero todos, en campo de misión o en medio de nuestras actuales circunstancias, estamos interpelados a procurar disminuir el sufrimiento, las lágrimas, las heridas emocionales, la tristeza, el desánimo… de aquellos con los que nos cruzamos en el camino de la vida. El acercamiento compasivo al prójimo es, asimismo, una forma de hacer creíble el evangelio en nuestra época postmoderna en la que el discurso no suele tener demasiado impacto ni influencia.
Desde la radicalidad del evangelio cabe también afirmar que toda situación de este mundo, por desesperada que fuere, está abierta a la esperanza. Cuando el cristiano se acerca a alguno de los muchos infiernos a los que hemos hecho mención hace presente a Dios en estas circunstancias aportando un hálito de vida, de consuelo y quizá de futuro. En ocasiones se requerirán acciones propias de los héroes de la fe; en otras ocasiones escuchar, empatizar, orientar, orar, compartir el tiempo u otros recursos será la forma en la que Dios proporcionará la consolación a la que hace referencia la bienaventuranza.
Como creyentes nada debe distraernos de lo principal: que las necesidades de las personas deben anteponerse a cualquier otra consideración por sagrada que esta pudiese parecernos, si no queremos reproducir la falsa religiosidad de los fariseos que Jesús criticó con extrema dureza en su tiempo histórico.
Todos en algún momento de nuestra vida hemos llorado o lloraremos. Todos estamos expuestos a las crisis de la existencia, como frecuentemente constatamos. Ahora bien, como creyentes tenemos nuestra esperanza puesta en Dios y ello nos permite recibir el consuelo que procede del Señor, no como una forma infantil de escapar de una realidad hostil, sino como confianza de que nuestra existencia, en última instancia, está en manos de Dios, quien no permitirá que las situaciones que debamos de afrontar superen nuestra fuerzas para encararlas. Esta es la esperanza y el consuelo del creyente.
La Palabra de Dios nos recuerda que el Señor nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. Somos llamados a ser de consuelo a los demás desde nuestra situacionalidad. Es una de las formas a través de la cuales Dios puede consolar en el tiempo presente a los que lloran y cumplirse en ellos la bienaventuranza.
Jaume Triginé
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