Posted On 25/06/2015 By In Ética, Opinión, Teología With 2982 Views

Derecho, justicia y vocación profética

Discurso leído en la Noche de Logros de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana, el 11 de junio de 2015, en San Juan, Puerto Rico.

Permítanme iniciar este homenaje a quienes culminan con excelencia sus estudios de leyes citando unos versos del insigne poeta puertorriqueño Francisco Matos Paoli:

“Yo quisiera vivir
sin tener que ser profeta…
perder la huella de la noche,
no sostener más la perla del abismo…
Pero es imposible, Dios mío.”
Canto de la locura (1962)

“Yo quisiera vivir sin tener que ser profeta… Pero es imposible, Dios mío.” Esos versos de Matos Paoli, encarcelado en una sombría mazmorra por su entrega sacrificada a la patria y su devoción a la más genuina conciencia religiosa, sirven de inspiración poética a la reflexión sobre derecho, justicia y vocación profética que quiero compartir con ustedes. Matos Paoli sentía irrumpir, desde lo más íntimo de su ser, la urgencia de escribir sus versos, rebeldes e insurgentes, hermosos y elocuentes. Su fidelidad a la vocación poética y profética tuvo un precio elevado: la represión por sus afanes libertarios, el menosprecio por parte de incontables jerarcas políticos. Pero no podía contenerse: tenía que consignar su palabra, sin dejarse seducir por cálculos de ganancia individual o amedrentar por amenazas de los poderosos de este mundo. El gran bardo boricua no quería ser profeta, pero no podía evitar serlo. Algo muy dentro de su intimidad – una peculiar fusión de espiritualidad evangélica y patriotismo nacional – le convocaba a pronunciar su voz profética. Vocación poética y vocación profética se entrelazaban estrechamente en lo más profundo de su espíritu.

Pero, antes de proseguir con esa intensa urgencia de ser profeta en nuestra sociedad, una sociedad de rumbo incierto, sumergida en una crisis intrincada y compleja, debo hacer tres observaciones preliminares:

Primero, felicitar a los graduandos y las graduandas aquí presentes por culminar airosamente sus estudios, tras largos y trabajosos años de lectura, exámenes y escritura, incluyendo múltiples noches de desvelo e incertidumbre. Esta felicitación la hago extensiva a sus familiares, que hoy festejan sus logros. Entiendo que están conscientes de que esta celebración preludia el enfrentamiento con algo de lúgubre reputación: la reválida, para muchos un genuino laberinto del terror. No se inquieten demasiado. Tengo amigos que tanto les ha gustado esa cita con el destino, la reválida, que hasta la han repetido. Como el anterior juez presidente de nuestro Tribunal Supremo. Como uno de mis mejores amigos que se prepara para disfrutarla por cuarta vez. Ese amigo me dice además que nunca antes había gozado tanto de fiestas como las que se celebran los viernes nocturnos al terminar los encuentros revalidescos con el incierto destino profesional. El problema es que nunca puede recordar qué exactamente sucedió en esas noches de francachela y pachanga.

Segundo, tengo recuerdos muy claros de cuando mi hija mayor decidió estudiar leyes, algo sin precedentes en mi familia. Tras concluir su bachillerato en la Universidad de Brown, me llama por teléfono y me pregunta, “¿padre, verdad, que has dicho en diversas ocasiones que según uno de tus libros preferidos, Utopía (1516), de Tomás Moro, en una sociedad ideal no deben existir los abogados?” Cierto, le contesté, según esa obra de ese gran escritor renacentista una sociedad donde prevalecen la justicia y la equidad no necesita de abogados. Enseguida me endilgó algo que nunca olvidaré: “padre, voy a estudiar leyes, voy a ser abogada”. Pocos años después, tras graduarse de la escuela de derecho en la Universidad de Michigan, me vuelve a llamar para formularme otra pregunta: “¿padre, verdad que siempre has objetado la presencia de la corte federal en Puerto Rico, tribunal que en 1971 te sentenció a tres meses de cárcel por tus actividades contra la Marina de Guerra estadounidense en Culebra?” Así es, le contesté. Su próxima afirmación era previsible: “padre, voy a trabajar de ayudante jurídica en el Tribunal Federal de Indiana.” Nada, me es imposible quejarme, ya que como decimos en Puerto Rico: “hija de gato, caza ratón.”

Tercero, debo confesar que me sorprendió la invitación para hablarles esta noche. ¿Por qué un teólogo? Soy profesor emérito de uno de los más distinguidos centros de educación teológica del mundo, el Seminario Teológico de Princeton. ¿Pero leyes, si yo ni tan siquiera acato las más simples leyes de tránsito? No entendía nada hasta que me percaté que desde los inicios de la humanidad la ley y la teología, el derecho y la religiosidad han sido hermanas gemelas. Como todas las hermanas gemelas, sus relaciones no siempre han estado exentas de conflictos. Lo sé muy bien, hemos criado dos gemelas cuyas trifulcas en ocasiones han sido legendarias. Lo cual no quita que sigan en la vida senderos paralelos y, para contradecir una notoria ley matemática, con frecuencia convergentes. La ley y el derecho, la religiosidad y la teología proceden de una misma matriz histórica: el esfuerzo perenne y siempre inconcluso de conferirle sentido, orden y significado a la vida humana en comunidad. De ahí surgen las continuas confrontaciones, paradojas y convergencias entre el derecho y la teología: brotan ambos de la aspiración común de forjar una comunidad humana plena de justicia y solidaridad.

Retomemos la urgencia tormentosa y conflictiva, pero muy genuina, de expresar, con elegancia poética, en versos inolvidables, la vocación profética, con la que iniciamos esta reflexión. Vocación profética es denunciar la marginación, exclusión, opresión y desigualdad que sufren innumerables seres humanos y a la vez clamar por una sociedad aún inédita pero imaginable donde impere la equidad, donde la paz social se asiente con firmeza sobre la justicia, o como poéticamente asevera un salmo bíblico, el instante utópico y erótico cuando “la justicia y la paz se besan” (Salmo 84: 11).

Pero, ¿qué es eso de ser profeta y de enunciar una voz profética? ¿No estaré acaso urdiendo ficciones imaginarias sin sustento en nuestras tradiciones espirituales y sagradas? Al fin y al cabo, Luis Rafael Sánchez, uno de nuestros más eminentes autores, escribió en cierta ocasión que en Puerto Rico abundan los líderes religiosos que en sus declaraciones públicas prestan poca atención a asuntos como la pobreza, la injusticia y la corrupción, pero se enardecen intensamente por “las grescas que acontecen al sur del ombligo” (sobre todo, que duda cabe, si los ombligos en cuestión pertenecen a cuerpos de un mismo sexo). Con frecuencia escuchamos a ciertos líderes eclesiásticos cometer la peor de las blasfemias: convertir a Dios en el Gran Inquisidor; el Gran Inquisidor que hoy parece justificar la excluyente homofobia como en otros momentos históricos pareció sustentar el exterminio de nuestras comunidades indígenas, la quema de herejes, la esclavitud, el racismo, o la misoginia patriarcal y androcéntrica.

Quienes cometen esa grave transgresión del honor divino traicionan el elemento central de las escrituras sagradas judeocristianas: la vocación profética. Es imposible leer la Biblia, con la mente libre de prejuicios, sin percibir el predominio en ella de la convocatoria profética a la solidaridad con los desvalidos y marginados. “Abre tu boca en favor de quien no tiene voz y en defensa de todos los desamparados… y defiende la causa del desvalido y del pobre” (Proverbios 31: 8-9); “¡Defended al desvalido… haced justicia al oprimido y al pobre, librad al débil y al indigente, rescátenlos del poder de los impíos!” (Salmo 82: 3-4).

Las censuras en la Biblia, frecuentes en los profetas y en los Evangelios, se dirigen, en su gran mayoría, contra quienes usan el poder público – político, económico y religioso – para la injusticia y la opresión. Ejemplo destacado es el amargo juicio que Jeremías hace de la conducta de Joaquín, rey de Judá (Jeremías 22: 13-17):

“!Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo!… ¿No… hizo [tu padre] juicio y justicia, y entonces le fue bien? El juzgó la causa del afligido y del menesteroso… ¿No es esto conocerme a mí? dice Yahvé. Mas tus ojos y tu corazón no son sino para tu avaricia, para derramar sangre inocente y para oprimir…”

O el profeta Miqueas (Miqueas 3: 1-4), apostrofando a los gobernantes de Israel por su injusticia y abuso del poder:

“Oíd ahora… jefes de la casa de Israel: ¿No concierne a vosotros saber lo que es justo? Vosotros que aborrecéis lo bueno y amáis lo malo, que les quitáis su piel y su carne de sobre los huesos; que coméis asimismo la carne de mi pueblo, y les desolláis su piel de sobre ellos, y les quebrantáis los huesos y los rompéis como para el caldero, y como carnes en olla. Entonces clamaréis a Yahvé, y no os responderá; antes esconderá de vosotros su rostro… por cuanto hicisteis malvadas obras.”

O Jesús en su amarga confrontación con los líderes religiosos de su época, quienes intentaban imponer sobre la conciencia humana sus restrictivos códigos de pureza (Mt. 23: 27-28):

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, pero por dentro están llenos de… toda inmundicia. Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía…”

La inequidad que sufren incontables seres humanos, se encuentra estrechamente ligada a otro concepto muy cercano a ella ortográfica y semánticamente, a saber, iniquidad. La inequidad es hija predilecta de la iniquidad. Ciertamente la inequidad es un término con múltiples referencias semánticas. Esta noche quiero recalcar una de ellas, pero sin olvidar nunca las otras experiencias humanas de inequidad e iniquidad. Deseo resaltar la inequidad socioeconómica que condena a millones de seres humanos a una vida repleta de carencias, penurias, menosprecios, angustias y violencias.

No es un problema menor ni secundario. Entre mis lecturas recientes sobresalen dos por la sorprendente coincidencia de sus juicios sobre el momento histórico que vivimos, a pesar de las sustanciales divergencias de sus perspectivas iniciales. A fines del 2013 me impactó la exhortación apostólica del Papa Francisco, titulada La alegría del Evangelio (Evangelii Gaudium, 24 de noviembre de 2013), en la que el pontífice argentino censura vigorosamente “la idolatría del dinero”, “el fetichismo del dinero”, “la dictadura de la economía sin un rostro… humano” (EG 55). Con mucho vigor afirma algo que provocó la indignación de importantes barones del dinero:

“Tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata… Hoy todo entra dentro del jue­go de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consu­mo, que se puede usar y tirar… Ya no se trata simplemente del fenó­meno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive…”

A renglón seguido, en el 2014, leí el voluminoso libro del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI. Su punto de partida y su perspectiva conceptual son muy distintos a los del Papa Francisco. Piketty es un economista que pasa buena parte de su tiempo escudriñando estadísticas procedentes de distintas naciones que le posibiliten analizar empírica, histórica y teóricamente las trayectorias de las configuraciones socioeconómicas globales. Su extenso tratado, a diferencia de la exhortación apostólica de Francisco, está repleto de gráficas, estadísticas y múltiples referencias académicas. Sin embargo, su conclusión es, utilizando un lenguaje distinto, sorprendentemente similar al del sumo pontífice: el sistema económico neoliberal predominante incrementa sustancialmente las desigualdades e inequidades sociales, lo cual amenaza seriamente el futuro de la justicia, la paz y la armonía de la humanidad.

“La riqueza privada”, sentencia Piketty, “descansa sobre la pobreza pública.” ¿No revela ello que como sustrato de su estudio erudito de estadísticas, innumerables monografías especializadas y debates teóricos, subyace en la mente y el corazón de este insigne economista otro elemento esencial: la conciencia ética crítica que esta noche bautizamos como vocación profética?

¿Qué tienen que ver esos juicios diversos pero coincidentes sobre el incremento de las desigualdades sociales y económicas con ustedes, estudiantes que aspiran a ser profesionales del derecho? ¿Cuál es la misión profética de los profesionales del derecho ante las desigualdades e inequidades que lacran y maculan nuestra historia? Responder a estas preguntas es, a la larga, de mayor trascendencia que esta honrosa celebración que disfrutamos esta noche. O que el encuentro cercano con el laberinto del terror de la famosa reválida. Porque de la respuesta que ustedes den a esas preguntas depende la calidad del derecho que impere en nuestro país, la presencia o la ausencia de la justicia y la equidad en nuestra nación puertorriqueña. Con esas interrogantes les dejo. Espero que las alberguen siempre en sus mentes y corazones.

Nuevamente, y para concluir: ¡les felicito y celebro con ustedes sus logros, como estudiantes, como puertorriqueños y como seres humanos! Pero nunca, nunca, dejen de rememorar la vocación profética de nuestro gran poeta Francisco Matos Paoli. Vocación que coincide plenamente, como bien percibió el recientemente fallecido fraile franciscano Ángel Darío Carrero, editor del Canto de la locura de Matos Paoli (2005), con la perspectiva profética y evangélica central en las escrituras sagradas judeocristianas, aquella que tan elegantemente expresara en una de sus geniales intuiciones otro gran poeta y patriota caribeño, el cubano José Martí cuando escribiese…

“¡Son como siempre los humildes, los descalzos, los desamparados, los pescadores, los que se juntan frente a la iniquidad hombro a hombro, y echan a volar, con sus alas de plata encendidas, el Evangelio! ¡La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen!” (El cisma de los católicos en Nueva York, 1887).

Muchas gracias.

Luis Rivera-Pagán

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