Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado (1 Corintios 2, 2. RVR60)
Quienes hace ya algunos años que andamos peinando canas estamos un poco hartos de que ciertos productos “de toda la vida” ya no se encuentren en los (super-hiper)mercados y vengan sustituidos por sucedáneos que, dígase lo que se quiera, no ofrecen ni la textura, ni el sabor, ni la calidad que esperábamos. Recordamos con cierta nostalgia la leche que vendían directamente en nuestra región de origen, recién ordeñada, y su sabrosísima nata, que no se parece en nada a lo que viene hoy en “tetrabriks” o botellas de plástico. Nos viene a la mente el sabor de aquella “fruta del tiempo” que lo era de verdad, muy distinta de la que se encuentra en la actualidad. E incluso hasta las patatas fritas, las populares “chips”, que sabían realmente a patata frita (nos han comentado que hay lugares donde se encuentran patatas fritas con sabor a cualquier cosa imaginable, ¡excepto a patata frita!). Cuando llegó la moda de los productos “light”, concebidos para evitar —se decía— la acumulación de calorías, nos encontramos con que bebidas azucaradas o cualquier otro tipo de alimento ahora tenía sabor de medicamento. Y quien dice productos alimenticios puede también hablar hasta de productos culturales. Ni siquiera las ideologías políticas escapan a la corriente de los descafeinados. Partidos de izquierdas renuncian ostensiblemente a su prístina raigambre marxista, mientras que grupos de derechas pretenden (o juegan a) hacer políticas sociales y obreras.
El pensamiento cristiano, por mucho que haya quienes se empeñen en lo contrario, no es inmune a estas corrientes o modas. La Iglesia refleja, lo quiera o no, las tendencias de la sociedad, y en ello estriba su en ocasiones más que manifiesta gran debilidad, como evidencia incluso el Nuevo Testamento: las comunidades cristianas de origen exclusivamente judío situadas en la Palestina del siglo I vivían demasiado apegadas a sus raíces culturales israelitas, de manera que podían muy bien confundirse con cualquier escuela o secta judía; en las de origen gentil, por el contrario, se evidenciaban pautas de conducta y de pensamiento más acordes con el mundo pagano grecorromano, lo cual planteaba también sus problemas. No era idéntica la percepción o la sensibilidad de un cristiano medieval que la de un creyente de tiempos de la Reforma. Y no entendía las cosas de igual modo un fiel de la época de la Ilustración que otro del siglo XIX, del XX o del XXI. Y si hilamos más fino, hay grandes diferencias de enfoque entre los creyentes jóvenes de hoy y sus padres hace tan solo treinta años. La Iglesia ha de tener, por lo tanto, muy claro cuál es su misión en el mundo y qué mensaje ha de transmitir. No siempre lo ha tenido, ni lo tiene, desgraciadamente.
Son demasiados los creyentes actuales que ostentan una gran tendencia a “irse por las ramas” al presentar el mensaje cristiano. Daría la impresión de que hubiera “evangelios” de todos los gustos, tamaños y colores, casi a la carta. Hay predicadores e instructores que hacen exclusivamente hincapié en asuntos de tipo escatológico y “profético” —no precisamente conforme a la realidad de la profecía bíblica—, mostrando diagramas y mapas con gran profusión de textos bíblicos, sobre todo de los libros de Daniel y Apocalipsis, y cifras que se refieren a fechas, o bien ya pasadas en la historia, o bien —y esto resulta lo más alarmante— futuras; el evangelio de Cristo se reduce en tales casos a poco más que un horóscopo, mejor o peor presentado, y en mutación permanente. Ya hemos conocido a más de un apasionado sostenedor de tales quimeras que se ha visto forzado a reestructurar por completo todo cuanto había enseñado hasta la fecha, sencillamente porque no se había cumplido nada de lo que había predicho para un futuro inmediato. No faltan quienes centran toda la proclamación cristiana en un punto doctrinal concreto, sea cual fuere, que tal vez llamó su atención en algún momento de su vida, de modo que parecería que nada más tuviera sentido; en tal caso, las buenas nuevas de Jesús de Nazaret se ven totalmente mermadas y restringidas a una constatación teológica presentada con mayor o menor erudición, pero nada más. Y esto por no mencionar sino de pasada a quienes insisten de forma machacona en que el evangelio no es pensamiento, no es teología —que llegan incluso a repudiar o condenar ostensiblemente—, sino hechos concretos y palpables, orientados por lo general a una praxis de estricta moral, generalmente sexual —en ocasiones con notoria insensibilidad para otras cuestiones mucho más graves—, o una labor social activa a favor de los menos favorecidos; la proclamación cristiana se reduce en tales casos a un moralismo en ocasiones trasnochado y demasiadas veces hipócrita, o a un mero activismo que tarde o temprano tiende a teñirse de tintes políticos decepcionantes. Sea como fuere, todos estos puntos de vista vienen a desenfocar por completo la cuestión, o si lo preferimos, nos presentan un evangelio descafeinado o “light”, vale decir, sin sabor, sin la textura original; un mero sucedáneo que, a la larga o a la corta, deja una sensación de carencia y tiende a frustrar al creyente, a hacer de él una persona insatisfecha que se aleja afectivamente de la comunidad aunque asista a los servicios, y que puede llegar a marcharse de manera definitiva en algún momento.
El texto paulino que citamos más arriba nos da la pauta correcta. San Pablo Apóstol en la cosmopolita, multicultural, multiétnica y al mismo tiempo corrupta ciudad de Corinto se propone exclusivamente hablar de Cristo y Cristo crucificado. Mal negocio en un mundo esencialmente pagano, donde nadie esperaba a ningún mesías ni vivía ni pensaba conforme a las categorías mentales y religiosas judías. Sin embargo, allí se gestó una comunidad cristiana, con sus problemas, cómo no, que andando el tiempo devino una iglesia fuerte y madre de otras que surgirían en la región y en el país en siglos sucesivos.
No le demos vueltas. Los creyentes cristianos de forma individual y la Iglesia en su conjunto, sin importar la denominación o la tradición a que se pertenezca —eso a veces es más una cuestión cultural que otra cosa— estamos puestos por Dios en este mundo para que el nombre de Cristo sea proclamado y conocido, para que los seres humanos escuchen de él y sepan que sólo él es el Señor y el Salvador, que dio su vida por todos nosotros y que venció a la muerte para ascender al Padre y regresar para poner el punto final a la historia humana. No predicamos una idea, por buena que sea, ni una praxis, por elevada que resulte. No difundimos una doctrina ni un dogma, ni siquiera un “mapa profético”, por llamativo o interesante que pudiera resultar. Nuestro mensaje es, simple y sencillamente, una persona que vivió en la historia hace veinte siglos, pero que confesamos que sigue viva hoy, que venció a la muerte y que reina en el universo. Una persona, en definitiva, que nos devuelve a los seres humanos la dignidad que perdemos (o nos hacen perder) de tantas maneras y que nos muestra el verdadero rostro de Dios, es decir, el de aquél que desea ser invocado por los seres humanos como Padre. Un cristianismo cuyo centro no sea este Cristo predicado por San Pablo será siempre una ideología mejor o peor ensamblada, tal vez una moral, quizás un movimiento social cristalizado en ONGs, pero nunca el verdadero Evangelio con mayúscula.
Predicadores, pastores, maestros y monitores de las distintas congregaciones debieran replantearse en muchos casos sus labores y comprobar con total honestidad hasta qué punto se acercan a, o se alejan de, aquel ideal proclamado por San Pablo. Las congregaciones tienen necesidad de Cristo, de saber de él, de oír de él, de aprender acerca de él en las diferentes facetas en que lo presentan los Escritos Sagrados, a fin de fundamentar en él su vida cristiana. Y las gentes de este mundo, sépanlo o no, quiéranlo reconocer o no, precisan conocer a Cristo y de Cristo.
Nuestra tarea como creyentes y como Iglesia está muy clara. Hagámosla.