“Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.16 Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro).17 Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.18 Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos las nuevas de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas”. (Jn 20).
No me retengas. No me toques. Lo que estamos viviendo en tiempos de Covid, al ver esa expresión de no me toques, hace brotar un sentido que hace unos meses jamás habríamos percibido con tanta fuerza: el tacto no es cualquier cosa. Hace ya unos meses que se nos prohíbe tocar, o es mucho más complicado que te toquen, y cuando te tocan sientes cosas que antes no podías sentir. Yo algún día de este verano en la playa me caí en la arena, y al ir en silla de ruedas tuve problemas para levantarme. Al verme, a cierta distancia, algunas personas tenían miedo de venir y ayudarme a levantarme: porque tenían miedo de tocarme. Al final decidieron ayudarme, y mientras me ayudaban me tocaban, y yo tenía miedo, porque cualquiera tiene esa sensación extraña: miedo y alegría a la vez de que te toquen.
Miedo y alegría, de que te toquen, de que te ayuden, de que te levanten, y de eso trata este texto: del levantamiento del cuerpo. Nos narra a un Jesús que se ha levantado de los muertos y que le dice a María: no me toques. Un verbo que se traduce por retener, y por tocar, ambos significados son importantes. Un doble sentido que no podemos captar en español plenamente. Si lo traducimos como no me retengas perdemos el sentido de bulto, pues se trata de una escena donde el tacto tiene gran importancia. Si lo traducimos por no me toques perdemos ese matiz de retener. ¿Cómo podemos imaginar esto? ¿quizá como a un Jesús a cierta distancia de María, y ella queriendo abalanzarse hacia su recién descubierto Señor, llena de alegría, y este diciéndole: “no me toques”?; o bien ¿cómo una María que ya abrazaba a Jesús y este le dice: “no me toques”, “no me retengas”? ¿Qué nos dice esto a nosotros de nuestra fe?
Hay otro texto a continuación de este, cuando se presenta Jesús a los discípulos, y a Tomás le dice: puedes tocarme, mis heridas, mis llagas. Pero luego les dice, creer está bien, pero no es lo mismo; no es lo mismo que quien me cree sin haber tocado. No es lo mismo que quien tiene fe. Porque no es lo mismo creer que tener fe. No es que creer sea algo malo, es que tener fe es algo más. Es atreverse a ser fiel a lo desconocido. A una revelación que está por llegar. Una revelación que es una sorpresa y que todavía no sabemos que es lo que tiene que decir en nuestras vidas. El texto evangélico y la Biblia están escritos así: para que el creyente encuentre ahí una nueva palabra que le empuje hacia adelante. Una sorpresa. Un secreto. Muchas veces está dirigida la palabra a nosotros personalmente, no siempre es una verdad que pueda transmitirse a otro o a otros. Le llama por nombre: María, directamente. Le llama directamente por nombre.
¿Por qué estoy tan convencido de que la fe tiene que ver con ser fiel a lo desconocido? Porque Jesús se presenta como un desconocido a María. Lo conocía perfectamente, había sido su Maestro, sabía sobradamente quien era, y María lo confunde con un jardinero. Lo confunde con un hortelano, con un payés dirían en mi tierra. No sabe quién es. Hasta que se le revela. En el relato de los caminantes de Emaús, una historia muy similar a esta, se sientan con Jesús y no lo reconocen hasta que no parten el pan. También se presenta como un desconocido. Y es que el misterio no se puede retener, el misterio no se puede agarrar, como Iglesia no podemos creer que ya, aquí, ahora, tenemos toda la verdad, porque la verdad se vive, se revela, se habita. La palabra de Dios es mucho más que un contenido, es un hogar. Donde habitar, donde vivir, donde dejarnos sorprender, por lo que tenga que ocurrir.
Como Iglesia tenemos una misión maravillosa: buscar a Cristo. Buscar a Cristo en el extranjero, en el enemigo, en el extraño, en quien no es como nosotros. En el desconocido. Y si la Iglesia piensa que su misión es transmitir el libro gordo de Petete de las verdades doctrinales de la “a” a la “z” está equivocada. Eso no es la fe, eso es creencia, que no está mal, que está muy bien, pero no es lo mismo. No es lo mismo que quien no ha tocado y ha creído. El jardinero, una figura fascinante. ¿Qué estaría haciendo Jesús ahí? ¿Estaría arreglando los jardines de alrededor?, ¿purificando el olor que había dejado su cuerpo muerto?, ¿plantando flores? No sabemos, pero María lo confunde con un jardinero.
La importancia del tacto, del tocar, es algo que hemos aprendido estos meses, y que este texto pone de relieve. La fe no es solo una realidad de palabras. Mientras escribo esto pienso en el aprieto que es transmitir algo sólo con palabras. Estas muchas veces son ambiguas, dan lugar a muchas interpretaciones, y cada lector entenderá de ellas diversos asuntos. Las palabras son bastante limitadas. La fe va mucho más allá de las palabras. Tiene que ver con el poder tocar, tiene que ver con el abrazar. ¿No están nuestras manos hechas para entrelazarse con otras manos? Es normal que, si amamos a Cristo, sintamos el deseo y la necesidad de tocarle, de abrazarle. La Iglesia vive de la presencia de Cristo, sin la presencia de Cristo no somos nada. Pero no se puede tocar, ni se puede abrazar, como se pueden abrazar a los hermanos y hermanas: a quienes Jesús envía a María.
El mensaje de María hacia la comunidad es claro, pero es mucho más que el mensaje de que tenemos un Dios en común: aunque la presencia de Dios no sea siempre todo lo plena que quisiéramos, aunque su presencia sea escurridiza, sea un misterio, un secreto, es en el otro, en el prójimo, en los hermanos y hermanas, en los vecinos y vecinas, donde se da plenitud a esa promesa de Dios del levantamiento. Porque todo este relato de la resurrección es una promesa. Y por eso es algo que llega y no llega, algo que se puede tocar y no se puede tocar, porque así es la promesa.
El creyente pensará que para tener una fe robusta necesita creer que la resurrección es un hecho histórico y punto. Y esto está bien, ¿para qué negar esto aquí? Pero hay muy buenos creyentes que no creen que la resurrección sea un hecho histórico y punto. Porque lo que realmente importa de la palabra de la resurrección no es si fue un hecho histórico o no. Esto está muy bien para los historiadores, para quien le guste la historia; y en todo caso agotará su sentido para quien verdad sea igual a historia. Pero la verdad no se agota en lo histórico, pues verdad e historia no son siempre lo mismo: no es que la historia no sea verdad, es que la verdad es mucho más que lo histórico. Esta es una palabra profética, esta es una palabra que tiene que ver con el futuro, la resurrección lo que debe hacer es llenar de esperanza y no de convicción. Porque no es en un Cristo presente y claro, yo soy Jesús y aquí me presento y todo el mundo me reconoce. No. Es en un jardinero, en un desconocido, y la palabra de fe es una palabra que llena de esperanza, que nos abre al misterio y a lo desconocido, y no a las evidencias históricas.
Presentando la palabra evangélica como una palabra que llena de convicción en vez de una palabra que llena de promesa, de esperanza, y de incertidumbre, ¿somos coherentes con esa presencia desconocida de quien se da a conocer en su misteriosa voluntad? Una palabra que refleja una vida que es incierta, ambigua, muchas veces dolorosa. María está llorando. ¿Cómo no va a llorar? ¿Cómo no va a llorar si ha muerto su Señor? Es lo normal, lo esperable. Ante la muerte esa es la reacción que se espera de una persona. Y, sin embargo, hay algo más. Sí hay algo más, pero no como una imposición moral, o doctrinal. “Tú tienes que estar bien porque crees en Cristo”: ¿Qué clase de crueldad es esta afirmación? Por mucho que se repita en algunos púlpitos es una barbaridad culpabilizar a quien sufre por la muerte. Es un don de Dios: la esperanza en la resurrección es un don que viene de Dios. Y que se presenta a cada uno de nosotros de forma personal, porque cae del cielo, desde lo más desconocido, a cada uno de nosotros: en su tiempo justo. No hay razón para sentirse culpable por esperar algo que aún está por llegar. El poder tener esperanza en la resurrección es un don, una promesa, que tarde o temprano llegará, aunque sea en el último suspiro de vida.
Muchos buenos creyentes sufren por dentro por no tener esa convicción, pues no pondrían ambas manos en el fuego convencidos de que se trata de un hecho histórico; o de un relato que narra una escena física y punto. El sentido del texto, su mayor enseñanza, aunque roce la problemática histórica, poco o nada tiene que ver con la física. Si tú sufres porque el relato te da esperanza, pero no crees que sea una historia que desafíe la física y la biología más elemental: tranquilo, no hay nada malo en ello. El propósito del texto es crear esperanza, no es un tratado sobre sucesos sobrenaturales.
La fe es ser fiel a lo desconocido. Al secreto. A lo que ha de venir. A lo que se nos ha de revelar. Más, mucho más, que a lo que ya creemos que sabemos. Y no es fácil. Pensamos en la gloria de Dios, y no podemos imaginarnos una fe sin constantes manifestaciones milagrosas que debieron darse en el pasado, y anhelamos que eso se repita en el presente. Pero la gloria de Dios no está en las doctrinas, ni en las convicciones, ni en las certidumbres, ni en creer ciegamente un sentido literalista de lo que se lee en el texto evangélico. Que lo invisible se haga visible, que en lo invisible brille su luz, es una delicia intima. Lo invisible y su manifestación no dependerá nunca de los golpes de pecho que nos demos. Esa gloria es algo que buscar, que desear, si se quiere con lágrimas como María. Oremos para que así sea posible, para que Jesús se presente, entre nuestros vecinos y vecinas. En los extraños. En los enemigos. Buscar a Cristo donde no pensamos que va a presentarse. Ahí es donde se va a presentar, donde ahora mismo pensamos que jamás se presentaría. ¿Está en nuestras certezas?: No, lo siento. Incluso la palabra que le dice a Tomás es engañosa: ¿Cómo se toca una herida? La herida vas a tocarla, y donde ya no hay carne, ¿qué queda por tocar? Así son nuestras convicciones, vacías, como ese tacto en el vacío de una llaga.
Esta es una palabra de esperanza, aquí hay una promesa. Recuerdo que una de las primeras experiencias que tuve en la fe cristiana tuvo que ver con el toque, con el tacto. Recuerdo ver por primera vez a personas cantando y tocando, y pensé, “bueno, yo nunca me atreveré a tanto”; en ese momento pensé que no cantaría en mi vida. Pero luego estás ahí, y te animas, y disfrutas de cantar, de alabar a Dios. Recuerdo que, en una canción, que evocaba esa águila que levanta el vuelo de Isaías, tuve una visión. Volaba junto a dos águilas. Y en ese canto, con mis manos en mis piernas, después de dieciséis años sin sentir nada sobre ellas por una paraplejia, sentí mis manos sobre las piernas. Sentí ese toque. Quizá piensas que me sugestioné, que estoy un poco loco, no importa: me llenó de una esperanza que había perdido por completo antes de ese momento. Esa experiencia fue una experiencia maravillosa. Pero aquí estoy, escribiendo esto, unos años después, sentado en mi silla de ruedas. Y gracias a Dios: porque es una promesa. No es una certeza presente, aunque ya en el presente nos llame por nombre, nos de ese toque, y nos diga: sí hay esperanza, pero, tampoco vayas a retenerme. “No me toques”. Sí hay esperanza, pero tenemos una búsqueda, de nuevas caras, de nuevas realidades que encontrar, en cuya posibilidad su presencia se dé. No se dará en lo que ya retenemos, en lo que ya damos por hecho, en esas certezas donde apoyar la cabeza.
La presencia de Cristo, la presencia del resucitado es algo que más o menos como creyentes hemos sentido. Algunos más otros menos. Le invocamos porque anhelamos que nos toque, que nos abrace, estamos como María. Habrá personas que sientan una enorme presencia de Cristo, y gracias a Dios que están en la Iglesia. Pero también hay personas que sienten una enorme ausencia de Cristo, incluso rozando el ateísmo, y esas personas también deberían tener voz en nuestras comunidades. El cristianismo transita entre las aguas del teísmo y el ateísmo, entre las aguas del deísmo y el panteísmo, ambiguamente, en toda la fuerza salvífica de sus paradojas: tal es su vocación universal. La ausencia de Cristo es lo que hace que la presencia de Cristo tenga sentido, y viceversa. ¿Sólo damos palmas a quienes han engordado sus certidumbres, y como graneros llenos, no dejan ni las migajas a los demás? Esas personas tienen algo que decir sobre Cristo, aunque nos llene de incertidumbre; esas personas necesitan ser escuchadas, por ellas mismas, y por nosotros, para salir de esas seguridades que frenan toda posibilidad de búsqueda. Para recordar que Jesús nos dice hoy y siempre: “No me toques”.