El contenido[1] de la enseñanza cristiana, la «sana doctrina» está directamente relacionado con la manera en que nos comportamos con los demás y con la forma en que configuramos una comunidad fraternal con otras personas. En este sentido, la Iglesia, como realidad que vive de antemano la nueva sociedad «familiar» del reinado de Dios, donde todos somos hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios, tiene que ser pionera en los valores que dignifican al prójimo.
Es sencillo: la fe cristiana se vive en comunidad. La Iglesia, cuerpo de Cristo, principia las nuevas relaciones interpersonales del Reinado de Dios. Esta nueva sociedad del Reinado de Dios muestra relaciones saludables entre las personas que viven y se reconocen dependientes de una relación con Dios a través de Jesucristo, nuestro mediador (1 Tim 2,5). Si la vida eclesial no solo no es capaz de restablecer y sanar la forma en que las personas se relacionan en su seno, sino que, además, entorpece y frustra tóxicamente lo que debería ser un clima fraternal, será otra cosa pero no la iglesia de Cristo.
Por tanto, la vida comunitaria experimentada y vivida desde el Espíritu, debe configurar una comunidad de amor, de acogida, de restauración y de vida. Comunidades de cura de almas, de acompañamiento, de seguimiento al Señor. Cada una de nuestras congregaciones configuran una familia de personas redimidas que deben reconocerse a sí mismas como pecadoras, es decir, conscientes del estado real en el que como seres humanos participamos de una existencia alienada que nos tiene condicionados, pero que al mismo tiempo somos justos a los ojos de Dios gracias a la obra de Cristo que lo hace posible.
Siendo conscientes del lema de Lutero, simul iustus et peccator (pecadores y al mismo tiempo justos), partiendo de esta base de lo que somos, sin meritocracia alguna, podemos vivir una vida comunitaria sana, sin chismes ni murmuraciones, sin bullying espiritual, sin critiqueos, donde nadie puede creerse moralmente más santo o más digno que los demás. Es decir, sin «insana pamplina». Lo que Dios ve en nosotros ya no es nuestro pecado, sino la santidad de Cristo proyectada sobre cada creyente. Por eso podemos hablar de un sacerdocio de todos los creyentes (1P 2,9), porque desde la obra de Cristo, todos los (y las) creyentes estamos en el mismo estatus, que desde luego, debe vivirse en gratitud y buenas acciones que estén en consonancia con el proyecto liberador del reinado de Dios.
El problema es que hay un fenómeno extraño, hay muchas congregaciones que se escudan detrás del lema de la «sana doctrina» para herir y juzgar a quienes piensan distinto, a quienes han errado en el blanco (αμαρτία), a quienes se encuentran en un proceso de restauración, o simplemente a quienes «pecan de un modo distinto al de uno mismo». Este tipo de actitud, radica en realidad en no aceptar en nuestro hermano o hermana la justificación que en ellos se opera por la Gracia de Dios. Hipócritamente somos capaces de experimentar la liberación que encontramos en la Gracia inmerecida de Dios, pero somos muy rápidos en condenar a otros que viven la misma experiencia de salvación que nosotros. Si decimos que la Gracia es inmerecida ¿cómo es posible que la consideremos más merecida para nosotros mismos que para otros? No, no existe esta posibilidad.
Tal vez, y solo tal vez, esta actitud se deba a la silenciosa tendencia de adoptar una doctrina de la santificación de perfeccionismo absoluto, que nos conduce a creernos en el derecho de poder acusar a nuestro prójimo a quien consideramos inferior en santidad. Si esto es así, se trata de una actitud errada, que –como señala Joel R. Beeke (y menciono intencionalmente a este neopuritano conservador)–, es claramente contradicha en 1Jn 1,8: «si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros».[2] Siendo conscientes de nuestra condición pecadora, de nuestro propio pecado, y reconociendo que Dios lo que ve en nosotros es la santidad de Cristo (y no la nuestra propia), no tenemos ningún derecho a tener actitudes condenatorias/vejatorias hacia nuestro hermano o hermana, ni tampoco para criticarle a sus espaldas (o en público y redes sociales) creando malos climas en el pueblo de Dios (recordemos: «donde no hay chismoso, cesa la contienda» Prv 26,20b, y me temo que las redes sociales encienden demasiado la contienda y da vía libre al chismorreo y la acusación gratuita).
Una vez dicho lo anterior, esto no significa ser tolerante a la hora de comulgar con el mal, sino que se trata de reconocer que todos los creyentes estamos en el mismo punto, incapaces de ser santos por nuestras propias fuerzas.[3] Por supuesto esto no significa comulgar con la injusticia, ni consentir barbaridades como la pedofilia, el asesinato, el hurto, etc. (todo esto quebranta la dimensión social o comunitaria de la sana doctrina). Los valores de la nueva sociedad del reino promueven la justicia. Tampoco significa que aceptemos un antinomismo que nos lleva a vivir haciendo el mal que nos da la gana razonando que ya estamos aceptados en Cristo.
Aparte de lo dicho, tengo que decir algo más sobre la «sana doctrina». La sana doctrina de Jesús, la que tendrá en cuenta en el día postrero, se traduce en pura ortopraxis de amor (es decir una práctica amorosa), el ejemplo de la «proexistencia», vivir dándose a otros, en entrega según el modelo de Jesús (imitatio christi –no en el sentido de Tomás de Kempis–, cristopraxis, modelo de siervo sufriente…), como vemos en Mt 25,31-46 e incluso en la parábola del rico y Lázaro (Lc 16,19-31).
No es una banalidad decir que la sana doctrina es la doctrina que sana. En estos días también se hace evidente que la sana doctrina de verdad se manifiesta en la manera en que tratas a tus opositores (y ese trato puede ser un buen fruto que sale de uno mismo), pero si ese trato muestra actitudes podridas conforme a los frutos de la carne, no podrá estar reflejando doctrina ni mucho menos sana. Somos agentes del mundo nuevo, del reino de Dios que acontece entre nosotros (Lc 17,21).
Ni en ti ni en mí, que estamos llamados a tener conversaciones de buen gusto (Col 4,6), caben palabras corrompidas, que hieren, ridiculizan o menosprecian, sino aquellas que edifican y dan Gracia a los oyentes (Ef 4,29); no cabe en nosotros actitudes airadas que dan lugar al diablo (Ef 4,26-27). En palabras de Bonhoeffer:
Toda ira va contra la vida ajena, siente envidia de ella, busca aniquilarla. Por otra parte, no existe ninguna diferencia entre la ira justa y la injusta. El discípulo no puede conocer la cólera, porque iría contra Dios y contra el hermano. La palabra que se nos escapa, a la que damos tan poca importancia, revela que no respetamos al otro, nos creemos superiores a él y valoramos nuestra vida por encima de la suya. Esta palabra es un ataque contra el hermano, un golpe en su corazón, que repercute en él, le hiere y destruye. El insulto premeditado roba al hermano su honra incluso en público, quiere hacerlo despreciable ante los demás, busca con odio el aniquilamiento de su existencia interna y externa. Ejecuta un juicio sobre él, lo que constituye un asesinato. Y el asesinato también es digno de ser juzgado[4].
Tenemos un compromiso con el buen uso del lenguaje (St 3), este uso consiste en bendecir en lugar de herir. Las palabras indecentes y los memes ridiculizantes y groseros están fuera de lugar según Efesios 5,4. Llegado el día, según nos dice Jesús, nos tocará dar cuentas de cada palabra vana y ofensiva (Mt 12,36-37). Así que, la propuesta que nos queda, en lugar de la actitud contenciosa cargada de juicios y acusaciones hacia las hermanas y los hermanos, es siempre la de perdonar (Lc 6,37). Es la vía para ser comunidades sanadoras y una Iglesia auténtica que refleja el carácter de Jesús, emancipándonos y desprendiéndonos por completo de la beligerancia que tanto se da en el mundillo religioso. A cada persona le debemos el mismo amor que nos tenemos a nosotros mismos (Mt 22,39), quizá más (Fil 2,3), o acaso muchísimo más (Jn 13,34), haciendo con nuestros semejantes lo que nos gustaría que hiciesen con nosotros (Mt 7,12).[5]
Si optamos por la vía de estar con Cristo juntamente crucificado (Gal 2,20), la vía de participar en sus sufrimientos (Fil 3,10; 2Co 1,5, Fil 1,29), de tomar nuestra cruz (Mt 10,38), nuestra participación con él expresada en la anamnesis de su cena, se convierte en nuestro juicio y en una participación indigna si no discernimos que juntos, como participantes, formamos su cuerpo en la comunidad (1Co 11,29). Hay una dimensión comunitaria de la legítima sana doctrina.
[1] No empleo el término con ligereza, aún sabiendo que la revelación es más relacional (darse a conocer por parte de Dios) que proposicional. No obstante, teniendo esto en cuenta, no hay por qué desechar el concepto de dato revelado ni olvidar lo que concretamente ha sido revelado y que atañe a la ética, la conducta, las relaciones, el conocimiento de Dios, etc.
[2] J. R. BEEKE; La santidad. El llamamiento de Dios a la santificación (Edimburgo: El Estandarte de la Verdad, 2000) p,16.
[3] Ibíd. p.12.
[4] D. BONHOEFFER; El precio de la gracia. El seguimiento, 7ªed. (Salamanca: Sígueme, 2007) p.87.
[5] Partes de este artículo están reelaboradas de: R. BERNAL; Opinión y redes sociales. «Tu blog», Protestante Digital, 26 marzo 2019.