(Fuente: Blog de Cristianismo y Justicia | Autor: José Ignacio González Faus) Sin muchos preámbulos quisiera, en este homenaje, señalar cuatro rasgos que pueden resumir la aportación teológica de Gustavo Gutiérrez.
1.- No hay salvación sin trabajo por la liberación.
El primer rasgo es haber planteado desde el principio el problema de las relaciones entre liberación histórica y salvación ultrahistórica. Un cristianismo desfigurado había reducido la fe a una esperanza en el más allá, donde el más-acá de nuestra historia sólo servía para merecer o comprar el billete de ese más allá. Semejante cristianismo chocaba con la pregunta central de Gustavo: “¿cómo hablar de un Dios Padre a aquél que ni siquiera es hombre?”, volviendo casi imposible la evangelización de los pobres que es distintivo de la misión de Jesús (Mt 11,5; Lc 4,18). Y además, desfiguraba y desvalorizaba la Resurrección de Jesús cuya enseñanza es que la salvación escatológica ha de ir gestándose y anticipándose ya en esta historia. De este tema que Gustavo planteó ya en su primera Teología de la liberación, brotó después el lema tan extendido en una América Latina asolada por la injusticia: “sin in-surrección no ha re-surrección”.
2.- De “la fuerza histórica de los pobres” a “Los pobres de Jesucristo”
La primera expresión es título de otra de las obras primerizas de Gustavo. La constatación de una fuerza histórica de los pobres podía ser un dato de la situación de aquellas horas. Pero es evidente que esa fuerza histórica se desvaneció poco después por la reacción del imperio del dios Dinero. Gustavo pasó entonces a hablar de “los pobres de Jesucristo” en el título de su espléndida obra (quizás la mejor) sobre Bartolomé de Las Casas. La fuerza teológica de los pobres compensó su pérdida de fuerza histórica. Con ello se dio relieve a otra de las tesis más decisivas de la teología de la liberación: que el problema de los pobres y la eliminación de la pobreza no es meramente un problema ético: es primariamente una cuestión cristológica y por tanto también un asunto teologal en el que nos jugamos la verdad de Dios o la idolatría. Por eso, cuando más tarde aprovechando la caída del Este, se lanzó la pregunta capciosa de qué queda de la teología de la liberación, el obispo Casaldáliga pudo responder sencillamente: quedan los pobres y queda el Dios de los pobres. O sea: queda todo.
En este punto quizá se estudie algún día la influencia de Guamán Poma en algunas formulaciones de Gustavo. Sospecho que el estudio valdría la pena. Yo me limito a sugerir una comparación entre dos canciones “de iglesia”: a) el himno final de la misa salvadoreña canta: “cuando el pobre crea en el pobre… construiremos la fraternidad” y podremos cantar libertad etc. b) En cambio, otra conocida canción de la época (“Pequeñas aclaraciones”), parte de un presupuesto similar (cuando el pobre nada tiene y aún reparte, cuando un hombre pasa sed y agua nos da…), pero no deduce de ahí ningún pronóstico histórico sino un juicio teológico: no se dice que entonces construiremos nada sino que “va Dios mismo en nuestro mismo caminar”. Con ello, otra vez, la teología y la praxis de la liberación se convierten en experiencia espiritual.
Esa es la fuerza teológica de los pobres. Y ya que hemos citado a Las Casas, completemos diciendo que el gran dominico no sólo es ejemplo por su defensa profética de los derechos de los oprimidos (y más si son oprimidos en nombre de Dios), sino también por su concepción de la evangelización (ésta sí que verdaderamente “nueva”): porque “Cristo concedió a los apóstoles solamente la licencia y autoridad de predicar el evangelio a los que quieran oírlo; pero no la de forzar o inferir alguna molestia o desagrado a los que no quisieran escucharlo”. Y, a su vez, “la Iglesia no tiene más poder en la tierra que el que tuvo Cristo”,
3.- “Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente”
Esa fuerza teológica de los pobres se despliega en el título de la obra quizás más conocida de Gustavo. Se trata de un breve comentario al libro de Job, que evoca el espléndido verso de César Vallejo (“Dios mío estoy llorando el ser que vivo”), gran poeta peruano muy citado en esta obra. Gustavo pone de relieve cómo toda teología que pretenda hablar y especular sobre Dios al margen del dolor de este mundo (sobre todo del dolor injusto) se convierte en un lenguaje comparable al de los amigos de Job, “consoladores inoportunos” e intachables “ortodoxos” de un dios falso, al que creen poder defender a costa del sufrimiento de su amigo. Pero con ello no hacen más que ofender a Dios, hablar falsamente de Él y convertir su presunta ortodoxia en una blasfemia, hasta verse desautorizados por el mismo Dios al final del libro. En cambio Job, protestando contra la injusticia que se comete contra él, es un testigo más veraz de Dios que todos los que “se acostumbran” a esa injusticia. Esa injusticia le ayudará a salir de sí y de su dolor ante el drama del sufrimiento injusto del mundo, a comprender que no hay nada que justifique el dolor injusto de un ser humano.
Con delicadeza y buenas palabras, creo que pocas veces se ha dado un aviso tan serio a toda esa teología meramente académica que se está queriendo revitalizar entre nosotros a raíz de la involución eclesial y que, so capa de ortodoxia, está elaborando una idolatría o una reflexión sobre un dios falso. Y deja planteado a la Iglesia el más decisivo de todos sus problemas: el de la identidad de Dios, deformada tantas veces por los creyentes y causa (según Vaticano II) de buena parte del ateísmo moderno. Conocer a Jesús es seguir a Jesús han dicho con frecuencia los teólogos latinoamericanos. Y hablar de Dios implica un “practicar a Dios” según expresión de Gustavo. Job es llevado a una experiencia de gratuidad que le deja desconcertado ante su propio dolor, pero le mueve proféticamente a trabajar contra todo el dolor del mundo. Teología y santidad (como la justicia y la paz) se besan para Gustavo.
4.- Fidelidad eclesial.
Por desgracia, como no podía ser menos, Gustavo se vio denostado y perseguido por una curia romana cada vez más ciega y que pretende articular en todo el episcopado mundial una confirmación de su ceguera. No ha sido el único en nuestro hoy ni en nuestro ayer: ciñéndonos al ámbito hispanohablante ¿habrá que evocar que santos y doctores de la Iglesia, como Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Luis de Granada o el arzobispo Carranza, vieron puestas en el Índice de libros prohibidos algunas de sus obras y soportaron dificultades con la inquisición?. Pero lo que aquí merece ser destacado es la fidelidad y ejemplaridad de la reacción de Gustavo, en medio de dolores absurdos que sólo él conoce. He evocado otras veces cómo en Madrid, en un congreso de teología, ante preguntas capciosas que pretendían plantearle una opción entre la Iglesia y los pobres, Gustavo se negó a aceptar el dilema y confesó que él amaba a esta iglesia pecadora “con un amor de antes de la guerra”. Buen punto de referencia para muchos que hoy han compartido su mismo destino crucificado. Y buena lección histórica sobre la fecundidad del seguimiento crucificado de Jesús de Nazaret, que confirma lo que ocurrió con Lagrange, Rahner, Congar, De Lubac… y otros mártires de la teología del preconcilio Vaticano II, reivindicados luego en el concilio.
Las peripecias y los vericuetos de esa fidelidad (que necesitó también la astucia de las serpientes sin perder la sencillez de las palomas) no son para ser evocados aquí y son suficientemente conocidos. Sólo una palabra de gratitud para los hijos de Santo Domingo que salvaron para la Iglesia esta pequeña joya y permitieron a Gustavo convertirse en hermano de su querido Bartolomé de Las Casas.
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