Hay unos textos desconcertantes en la Toráh: Ex 20.5; 34.7; Lev 18.25; Núm 14.18; Dt 5.9. Todos ellos hablan de que Dios visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación. ¿Qué significa esto? El Antiguo Testamento asocia la visita de Dios, en algunos casos, al juicio que se desata como consecuencia de la maldad del ser humano. Pero, ¿por qué hasta la tercera y cuarta generación? Parece que se nos presenta a un Dios cruel, vengativo, que se deleita en hacer daño al ser humano, que disfruta con el castigo… Desde un punto de vista jurídico la explicación es menos plausible todavía porque ¿cómo puede Dios ejecutar un castigo de esta magnitud a personas que no son responsables de los actos de sus padres, abuelos…?
Es a esta pregunta a la que intentaré dar respuesta en las siguientes líneas para ver si el Dios que se revela en las Escrituras es tan cruel como lo pintan. He de anticipar que si algo queda claro en los textos bíblicos es que Dios no tolera la maldad en ninguna de sus formas.
La maldad tiene consecuencias no solo para la persona que la comete, sino para los que hay a su alrededor. Nosotros solemos decir: “De tal palo, tal astilla”. Creo que lo que dice la Escritura tiene mucho que ver con esta sabiduría popular. Veamos algunos ejemplos.
Cuando un hombre ejerce violencia de género, ¿qué efecto causa en sus hijos? Los expertos en trauma hablan de cómo queda afectado el cerebro de estos niños y cómo el trauma vivido en la familia les condiciona de manera ineludible de por vida. Estos niños, a su vez, transmitirán a sus hijos sus propias vivencias familiares, no solo lo que han aprendido y visto en casa, sino lo que ha quedado registrado en su cerebro; eso deja una huella permanente, muy difícil de borrar y condiciona biológicamente la conducta de los hijos que han sido expuestos a semejante presión.
Cuando un padre abusa físicamente de su hijo/a, ¿qué efecto le causa? Nuevamente nos encontramos con las consecuencias devastadoras del trauma que dejan una huella en el cerebro y lo transforman. La vida queda afectada. Recuerdo la película Sleepers (extraordinaria) que cuenta cómo la vida de unos jóvenes es truncada por un juego que causa un accidente, y las experiencias que tienen en un reformatorio les marca de por vida.
La guerra también tiene efectos devastadores. Podríamos hablar de la segunda guerra mundial o de lo que han hecho soldados americanos, europeos o de cualquier otra nación, cuando han invadido otros países para supuestamente defender las libertades, y han violado y asesinado a otros seres humanos. Vuelven a casa y ya no son los mismos. Su cerebro y su manera de ver la vida y de comportarse son distintos; algunos experimentan lo que se conoce como “flashback”, es decir, reviven el trauma del pasado en el presente, como si estuviera aconteciendo en este momento y reaccionan de manera antisocial (recomiendo el libro de uno de los mayores especialistas mundiales en trauma, Bessel van der Kolk. El cuerpo lleva la cuenta. Cerebro, mente y cuerpo en la superación del trauma. Barcelona: Editorial Eleftheria, 2015).
La maldad trae consecuencias no solo para la persona que la comete, sino para sus propios hijos que imitan conductas, siguen modelos e interiorizan vivencias, al punto de que el cerebro es modificado. El tipo de relación que se establece en casa es asumido y transmitido a las siguientes generaciones… Elsa Punset, licenciada en filosofía, máster en humanidades por la universidad de Oxford y en periodismo por la autónoma de Madrid escribe: “los hijos se crían con padres que suelen repetir patrones emocionales a veces muy dañinos, heredados a su vez del pasado” (Elsa Punset. Inocencia radical, Madrid: Aguilar, 2009, pos. 645 Kindle).
¿Qué probabilidad tiene un niño de ser un delincuente si sus padres viven del tráfico de drogas, de la violencia, del robo…? No estoy hablando solo de imitación de la conducta, sino de la programación que se realiza en el cerebro, en las conexiones neuronales que condicionan la vida y la conducta.
Hasta hace unos años se creía que el cerebro era rígido, poco permeable y que dirigía la conducta de una manera piramidal siendo poco influenciable… Ahora sabemos que el cerebro es flexible, adaptativo, permeable y lo que ocurre a nuestro alrededor es capaz de moldearlo, de provocar reacciones en millones de neuronas y de transformarlo. Y eso hace que nuestra conducta también varíe. De manera que conducta y cerebro se afectan mutuamente y se retroalimentan.
Hoy sabemos que quienes practican un instrumento musical tienen un cerebro distinto a los que no lo hacen. Los taxistas de Londres tienen el hipocampo (parte del cerebro que rige las relaciones espaciales) un 25% más desarrollado de lo habitual. La experiencia ha hecho modificaciones en sus cerebros.
Sabemos también que el aislamiento temprano puede generar alteraciones neurofisiológicas similares a las de las psicosis. Un niño privado de afecto puede cursar una vida llena de incertidumbre, miedo, inseguridad, agresividad, destrucción…, y esa será la herencia que ha recibido de sus padres y que dejará a sus propios hijos. Recomiendo el libro de Daniel Hughes, “Construir los vínculos del apego. Cómo despertar el amor en niños profundamente traumatizados” (Barcelona: Eleftheria, 2020). Cuenta la historia de una niña cuyos padres no le mostraban afecto y amor, y habla de las consecuencias que tuvo para ella cuando vivió con varias familias de acogida. Es una lectura dura, pero deliciosa en el intento de encontrar caminos que despierten el amor en una niña que ha aprendido a manipular su entorno para sobrevivir.
Así que, lo que tenemos en la Escritura, desde mi punto de vista, no es tanto una sentencia judicial divina (Dios visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación), sino una consecuencia regida por “leyes naturales” de nuestros actos que hoy se ha encargado de avalar la neurociencia estudiando cómo se modifican las estructuras cerebrales a partir de nuestras conductas y de nuestro entorno.
La maldad de los adultos tiene unas consecuencias sobre los hijos que, a su vez, transmitirán a sus hijos… Hoy, la psicología y la psiquiatría, ayudadas por la neurología, permiten tratar de una manera mucho más eficaz los trastornos que puede causar la maldad, sobre todo si se trata en las edades más tempranas.
Esto nos permite llegar a dos conclusiones:
Primera, Dios no es tan cruel como lo pintan los autores del Antiguo Testamento ya que, si lo fuera, no tendría nada que ver con la revelación definitiva que tenemos en Jesús de Nazaret.
Segunda, lo que aparece en la Biblia refleja la cosmovisión del momento en que los autores vivieron. La realidad se interpreta como una lucha de dioses que ejercen su poder para mostrar quién es el más fuerte. Por ello, las palabras del AT han de ser entendidas como una interpretación de los sucesos históricos desde la religiosidad del momento y no tanto como una expresión de la voluntad o el juicio divinos.
Todas nuestras conductas tienen consecuencias, no solo para nosotros, sino también para aquellos que nos rodean, de manera especial para aquellos que están en proceso de formación; por eso, los principales responsables de las conductas de nuestros hijos somos los padres, después los amigos y, por último, la sociedad en la que vivimos. Todo lo hay a nuestro alrededor (llamémosle “Sistema”) influencia y afecta a nuestro cerebro (y el de nuestros hijos) que es moldeado en un intento de supervivencia. De ahí que sea conveniente reducir el juicio ajeno y centrar nuestra atención en intentar ser mejores personas para trasladar una mayor esperanza a nuestros hijos, porque no es Dios el que visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación, somos nosotros mismos que afectamos su corazón y su cerebro.
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