Mientras escribía estas palabras me sentía enormemente tentado a criticar las teologías que enfatizan luchas espirituales contra el mal, contra satanás, y particularmente contra la enfermedad. Sólo diré, al hilo de N. Wright[1], que los resultados de investigaciones en torno a movimientos neo-carismáticos son contradictorios con los discursos de quienes lideran dichas corrientes: los registros empíricos sobre supuestas sanaciones no corresponden con lo que se dice desde los púlpitos, ni con los espectáculos que se originan. Considerar a una persona con Síndrome de Down una manifestación de satanás, algo que algunos de estos grupos han promovido, merece un calificativo que me voy a ahorrar por convicción pacífica.
Personalmente, siendo parapléjico desde hace veinte años a causa de un accidente de tráfico, he sufrido el acoso de personas que han querido orar para que salga caminando de mi silla de ruedas. Algunas veces ha supuesto una humillación pública hacia mi persona, acusándome de mi falta de fe. Paradójicamente, doy gracias a Dios por no levantarme de dicha silla y fallar así a mi convicción pacífica. Zanjaré este asunto con una sentencia de puro sentido común, y pasaré a otras cuestiones, a mi juicio, mucho más interesantes: quién se sienta llamado a sanar a enfermos debería saber que nunca es tarde para formarse en medicina, enfermería, en primeros auxilios, en psicología, y tantas disciplinas que pueden nutrir la sociedad, y también la Iglesia. Las personas con discapacidad no deberían pagar las frustraciones de las vocaciones pérdidas.
Muy lejos de mi formación y capacidad queda afrontar este asunto de forma global y sistemática. Así que vale la pena que pierda dos líneas en concretar la dirección de mi propuesta. Una pequeña reflexión, desde mi experiencia como persona con discapacidad, del posible papel de la comunidad evangélica en nuestro contexto. Ni más ni menos. Al hilo de algunas ideas que tomaré prestadas, sobre todo, de Moltmann y de Ricoeur. Creo que no descubro nada al subrayar el peso que la Escritura tiene para dicho contexto comunitario. Ahora bien, ¿cómo pasamos del texto a la acción? Con Ricoeur[2], no admitiré que la hermenéutica bíblica es un campo de acción concreto de una hermenéutica más general.
Al hablar de hermenéutica teológica, orientada en los textos bíblicos, es tal su originalidad que se genera “un juego de relaciones inversas”[3]. Sencillamente, al asomarnos al texto bíblico, lejos del corsé endiablado de la narrativa plana, podemos encontrar una invitación a la creación de relatos liberadores. Cuando hablamos de las narrativas vitales de las personas con discapacidad, nos encontramos con una deshumanización, justo cuando esta se convierte en una razón para la exclusión, para la discriminación[4]. El texto no puede ser un pretexto para la perpetuación de estructuras opresoras, sino una oportunidad para la liberación.
Si hemos de ser francos y hacer autocrítica, diremos que no se contempla en la catequesis a la persona con discapacidad. Hay una desatención de la comunidad cristiana hacia la educación de la vida en la fe de la persona con discapacidad[5], algo que se extiende no sólo a un problema del contenido educativo, sino a las propias estructuras arquitectónicas que muchas veces hacen inaccesibles los centros de estudio, los templos, etc.[6]. Esto sólo es una cara de la moneda, y una realidad que evidentemente no puede atribuirse sólo a la Iglesia. La exclusión y discriminación social está generalizada, empieza en las propias estructuras familiares, y se extiende hacia las instituciones educativas, pero también, al hospital, al comercio, etc.
La narrativa más a mano que tengo es la personal, permítame el lector ahondar un poco en ella. Aquello que necesitamos para desplazarnos no debería definirnos ¿Quién se define esencialmente por su bicicleta, su coche, o su tarjeta de metro? Las mejores cosas de esta vida suelen surgir cuando no estoy en mi silla de ruedas, sino en otros lugares: tan variados como en la cama, con alguien amado; como en una butaca, frente a un buen libro; en una mesa, ante una buena comida; o en el mar, espiando la vida de la fauna marina. Sin embargo, los lugares se vuelven inhóspitos para quienes se niegan a ser considerados una “silla”, para quienes se resisten a ser tratados como una “cosa”[7].
Recuerdo muy bien mi infancia en un pequeño pueblo de Menorca. No era accesible la biblioteca, no era accesible Correos (entonces era público), no era accesible el ateneo, no era accesible absolutamente nada, ni siquiera el ayuntamiento. Pero la recaudación de impuestos sí lo era: una hermosa rampa perfectamente inclinada permitía el acceso. Las “cosas” no envían cartas, ni les interesan las artes, las “cosas” no tienen por qué participar en política, las “cosas” no tienen por qué leer libros; pero pagar sí deben pagar, como todos los demás. No hay lugar para las “cosas” en la vida pública[8]. Aunque evidentemente hay casos excepcionales. Teatros, cines, colegios, etc., son lugares descaradamente inhóspitos. Del hospital al inhospital, ése es el proceso de la paraplejia[9].
Detrás de cada lugar creado, por la imaginación de unas personas, hay una idea de ser humano. Lugares que después se materializarán, pero que nacen de unas propuestas cuya génesis son ideas. Un lugar inaccesible esconde, en su interior, la propuesta de una humanidad concreta. Un lugar inhospitalario, en su seno, amamanta la idea de una humanidad particular: cuya criatura es fruto de un utilitarismo ciego y descarnado. Nos corroe un exacerbado utilitarismo sobre el que descansa una concepción del ser humano que discrimina a aquellos márgenes de lo considerado “normal”. En base a esa categorización, se crean lugares. En el nombre de la utilidad creamos lugares que hablan de la pobreza de nuestro ideal de humanidad. En el nombre de la seguridad construimos espacios que cantan sobre la miseria de nuestro ideal de persona[10].
Ante la persona de Jesús, esta narrativa concreta de la vida de quien padece una paraplejia cobra una nueva perspectiva. Si hablamos de las condiciones materiales de la Iglesia encontraremos miserias similares a las mencionadas hasta ahora, y, por tanto, mantengo que hay una pobre idea de humanidad. Aun así, el encuentro con quienes viven en ese seguimiento de Jesús ha supuesto en esa narrativa un antes y un después en mi propia historia. Una comunidad cuyos miembros han mirado antes a la persona que a su deficiencia. Rechazando, como el mismo Jesús, la explicación tradicionalista de que el pecado es la causa de una discapacidad (Jn 9, 2)[11]. Yo abogo por unos mimbres que ya son evidentes en la comunidad cristiana a la que pertenezco, pero que necesitan, a mi juicio, como tantas otras cuestiones que se encuentran en precariedad, una atención más plena a sus aristas.
Al mirar en retrospectiva la historia de las personas con discapacidad en Occidente, lejos de una narrativa del avance, sí hay varios paradigmas[12] que se van sucediendo durante el pasado siglo. En los años 60 destaca el Movimiento de la Vida en EE. UU, vinculado con el Modelo Médico-Rehabilitatorio; en los 80 aparece El Modelo Social de la Discapacidad (también en ámbito anglosajón), que pone de relieve la autonomía de la persona frente a los dictados de profesionales sanitarios y sociales[13].
De forma muy resumida, el enfoque pasa desde lo fisiológico, y psíquico, a lo social. Es importante señalar que todas estas dinámicas se dieron en el llamado primer mundo, y no de manera general, pero que originó un movimiento de resistencia que tuvo una de sus culminaciones en La convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad en 2006, decretada por la ONU, y que ha tenido una raquítica implantación por parte de los países implicados en ella[14]. ¿Qué podemos hacer como comunidad cristiana dentro de este panorama?
Lejos de partir de una compasión por el débil, tantas veces falsa[15], la salida debería estar en la convicción de que una comunidad plena necesita de los dones y talentos de todos. Reconocer los contextos que contribuyen a la exclusión, y revisar así las ideas que construyeron los espacios en los que habitamos, es invertir en esa plenitud como comunidad. La necesidad no es algo de unos pocos (Ga 6, 2), pero el reto de reorientar el hábitat, para que la persona con discapacidad encuentre su lugar, es reforzar la propia Iglesia (Ro 12, 4). Las partes que parecen más débiles son las que necesitan una mayor atención (1 Co 12, 22), pues en el fondo esconden nuestra propia debilidad como comunidad.
La narrativa de la persona con discapacidad encuentra en la narrativa de la Pasión unas raíces que se vinculan con el más profundo sentido de la fe cristiana. “En el centro de la fe cristiana está el sufrimiento del Cristo apasionado”[16]. La pasión de Cristo se culmina en la cruz, pero empieza mucho antes. En su proyecto de liberación. En el temor que sintió al dirigirse hacia el dolor de la tortura y la muerte[17]. En los sentimientos de Jesús de abandono la persona con discapacidad encuentra un sentido, en los propios y ajenos muros, que lo enclaustran, a él, y a su familia.
¿Por qué esa vergüenza, esa humillación, ese abandono? Seguramente no hay una respuesta que ilumine el abandono de Dios, más allá de la propia experiencia de abandono. ¿Es que Dios Padre sufre la muerte del Hijo, y el Hijo experimenta el desamparo del Padre?[18].
La narrativa que integre, que acerque y mantenga en el seno de la comunidad cristiana una presencia considerable de personas con discapacidad, aumentando así esa experiencia, contará con un Dios que es capaz de sufrir. Pero ¿es capaz de sufrir en su perfección?[19]. La propuesta es la de una narrativa de la Pasión que nos habla de una perfección que pasa por la empatía, y no por la apatía; de un Dios que puede sufrir, y que justo en esa capacidad exhibe su omnipotencia. Haciéndose uno con todos.
En ese paso de la ortodoxia a la ortopraxis, la comunidad cristiana necesita recordar los sufrimientos de Cristo[20]. La liberación será desde el dolor de la carne, desde el hacer camino juntos, pero no desde esa palabra distante, de esa falsa compasión, de la actitud apática, inhospitalaria, frente a la situación de la persona con discapacidad; sino desde el Dios con nosotros, justo donde más lo necesitamos: en el abandono. No desde la apática omnipotencia que libra del sufrimiento, sino en el empático acercamiento de quien sufre en sí mismo el dolor.
En la reflexión sobre el misterio de la encarnación, me pregunto: ¿Dios se hace a sí mismo Discapacitado en la vida del creyente discapacitado, y la comunidad que acoge esa realidad, hace más plena la experiencia de Dios en el seno de su comunión? (c.f Flp 2). ¿El kerigma se extiende hasta donde antes era inalcanzable, la koinonia encuentra nuevas maneras de sentarse en la mesa, y la didaskalia crece en esa experiencia central del cristianismo que es a la vez abandono de Dios, y acompañamiento? El Padre no se presentaría ya como un apático ser omnipotente, sino en una empática omnipotencia que hace de cada gemido de dolor su propio dolor. El problema clásico de la teodicea[21] no es algo que vayamos a solucionar ahora con una propuesta dolorista, pero sí vale la pena poner un signo de interrogación sobre la sentencia de San Bernardo[22], y confesar un Dios que sí padece.
__________
Wright, Renovación Carismática: La Búsqueda de una Teología, London, 1993
Paul Ricoeur, Del texto a la acción, Ensayos de hermenéutica II, FCE, Argentina 2000
Zuza Garralda. La persona con discapacidad grave, Sal Terrae, Santander 2000
Anónimo, Secreto a voces II, Deconstruye, Madrid 2018
Ferreira, M, Cuerpo y discapacidad: perspectivas (latino) (ibero) americanas, Universidad Complutense de Madrid, 2010
Nietzsche, Aurora, Aforismo 133: No pensar en uno mismo, M. E, Editores, 1994
Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 1997
________
[1] N. Wright, Renovación Carismática: La Búsqueda de una Teología, London, 1993, pp.73- 85
[2] Paul Ricoeur, Del texto a la acción, Ensayos de hermenéutica II, FCE, Argentina 2000, p. 111
[3] Paul Ricoeur, op. cit, p. 112
[4] Zuza Garralda. La persona con discapacidad grave, Sal Terrae, Santander 2000, p. 7
[5] Zuza Garralda, op. cit, p. 55
[6] Zuza Garralda, op. cit, p. 56
[7] Anónimo, Secreto a voces II, Deconstruye, Madrid 2018, p. 13
[8] Anónimo, op. cit, p. 15
[9] Anónimo, op. cit, p. 16
[10] ídem
[11] Zuza Garralda, op, cit, p. 96
[12] Siguiendo a Thomas Kuhn, la ciencia médica, psicológica, etc., que trata y ha tratado la discapacidad, más que una historia de progreso es una sucesión de revoluciones.
[13] Ferreira, M, Cuerpo y discapacidad: perspectivas (latino) (ibero) americanas, Universidad Complutense de Madrid, 2010, p. 1
[14] Ferreira, M, op, cit, p. 2
[15] Nietzsche, Aurora, Aforismo 133: No pensar en uno mismo, M.E Editores, 1994, p, 122-124
[16] Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 1997. p. 32
[17] Moltmann, op. cit, p. 33
[18] Moltmann, op. cit, p. 36
[19] Moltmann, op. cit, p. 40
[20] Moltmann, op. cit, p. 45
[21] ¿Cómo va a ser un Dios bueno y a la vez omnipotente? La paradoja de la omnipotencia ha sido contrastada por innumerables pensadores, algunos de la talla, y tan variados, como Averroes, Tomas de Aquino, Descartes, o mucho más recientemente Hawking.
[22] En el siglo XIII escribió que “Dios no puede padecer, pero puede compadecer”.