…si solo perdonaras su pecado; pero si no, ¡borra mi nombre del registro que has escrito!
Exodo32:32
Pese a que aún mantenían en su memoria todas las maravillas que Dios había hecho para sacarlos de Egipto; el pueblo de Israel se encuentra ahora en la encrucijada respecto a qué hacer ante la larga ausencia de Moisés luego de haber ascendido al monte. Han pasado cuarenta días y no han tenido noticias de él. Terminan concluyendo que Moisés ha muerto y con ello dan por perdida toda esperanza de un guía hacia la Tierra Prometida. En consecuencia, construyen un ídolo en forma de becerro, probablemente con la apariencia del dios egipcio Apis, a quién entregan ofrendas, y se rinden en fiestas y orgías paganas.
El relato nos trasmite que Dios se enoja, pierde la paciencia y se dirige a destruir al pueblo. Sin duda, una narración colorida y antropomórfica que busca expresar la intensidad del dolor que Dios ha sentido por tan alta traición; la frustración por tal nivel de impaciencia y desconfianza que el pueblo ha mostrado. Y la decepción por la impulsividad que demuestran; esa que suele caracterizar a quienes se mueven por conveniencia propia más que por amor a otros.
Nadie en su sano juicio se interpondría ante Dios en un estado tal de cólera, pero formidablemente Moisés sí lo hace. Y no solo habla por el pueblo, sino que también se ofrece a sí mismo a cambio de ellos, para que la Gloria de Dios no sea manchada frente a otros pueblos y para evitar la destrucción del pueblo.
Muchas hojas podríamos ocupar para analizar las complejidades de este pasaje, pero en esta ocasión nos detendremos en solo uno de estos aspectos.
Ríos de tinta han corrido intentando explicar si la oración puede cambiar los planes de Dios. Y pese a que por siglos partes de la tradición cristiana insisten en que la intercesión es un vehículo que cambia la voluntad de Dios; la evidencia bíblica y nuestra propia historia humana nos señalan que la oración intercesora principalmente nos cambia a nosotros mismos. De hecho, este Moisés que intercede tan osadamente, no es el mismo que huyó por su vida desde Egipto. Es ahora un manso, humilde y generoso servidor de Dios (Nm 12:3).
Moisés nos enseña con su actuar, que la intercesión tiene una importante cuota de oración, pero que no se queda solo en ella. Sino que desviando la mirada desde sus propias necesidades, se enfoca en la del pueblo. Se trata de dejar de centrarse en el entorno que afecta nuestros propios intereses; y comenzar a tomar conciencia en cómo ese entorno afecta a otros.
La intercesión es un grado mayor de madurez cristiana, donde la importancia del vinculo espiritual, ya no está en el Dios que se ocupa de mí; sino en él que se ocupa de otros. Es el lugar interior, donde reconocemos el valor de la necesidad de los demás e intentamos afectar positivamente en su beneficio.
En pocas palabras, intercesión es una oración que se niega a sí mismo por amor al prójimo.
No obstante, tal como aquel maestro de la ley preguntó a Jesús, quién es mi prójimo (Lc 10:25-29). Bien nos haría reflexionar sobre a quién reconocemos hoy como nuestro prójimo «plesíon». Ya que teóricamente entendemos que se refiere a cualquier persona que nos rodea, pero pareciera que esa idea poco importa, cuando en la realidad la única persona protagonista en nuestra sociedad es el dios «Yo».
Rudolf Otto[i], destacado estudioso del fenómeno religioso ampliará casualmente nuestra idea del prójimo, al señalarnos que en el estudio de lo divino, lo santo, lo sagrado; identificamos a Dios como Lo absolutamente otro[ii]. Es Dios aquello que es completamente distinto a mí, a nosotros y a todo ser viviente. Por lo que profundizando el concepto, teniendo Dios una individualidad distinta respecto nosotros, es Dios nuestro «Gran Prójimo» por excelencia.
Pero es un prójimo que no requiere de nosotros, de hecho, no hay nada que el ser humano pueda hacer para beneficiar a Dios. Lo podemos contemplar, admirar y vivir en agradecimiento, pero no repercute en un beneficio a su divinidad (2 Cr 6:18). Sin embargo…
“Les digo la verdad, cuando hicieron alguna de estas cosas al más insignificante de estos, mis hermanos, ¡me lo hicieron a mí!”. Mateo 25:40
¿Quién no querrá ayudar a Dios? ¿Quién no iría a socorrer a Dios si éste se lo pidiera?
Muchos sin duda estarían dispuestos a socorrerle. Sin embargo, no precisa de nuestra asistencia, sino que nos invita a canalizar esa “voluntad de oro” hacía los demás, hacia quien lo necesita, hacia quien está cercano.
La idea es clara y no implica un gran esfuerzo entenderla. Sin embargo, todo nos hace advertir que existe una brecha aparentemente invisible que separa esta doctrina tan simple de la realidad cotidiana del cristianismo. Parece haber un punto ciego que nos aleja considerablemente entre las expectativas de nuestra fe y la real práctica del amor al prójimo. O probablemente es mucho más aberrante, y la brecha está demasiado cerca, bajo nuestras propias narices y a la vista de todo el mundo…pero nosotros la ignoramos.
Dicen que el pez debe estar fuera del acuario para ver el agua, y pareciera que el novelista ruso Fiodor Dostoyevski es quien logra algo semejante al ver claramente esta brecha “oculta” que no vemos, describiéndola en su famoso poema el Gran Inquisidor.
En su relato, Jesucristo ha venido a dar consuelo y amor a la gente, producto de ello es encarcelado por la Santa Inquisición, y condenado a ser quemado en la hoguera. Cristo irónicamente es encarcelado por predicar el mismo mensaje de amor, compasión y redención a los desamparados. Pero la Inquisición teme una gran revuelta y debe eliminar a Jesús, para que su sistema y orden social no se derrumbe ante la renuevo que el Mensaje puede provocar. Dostoyevski deja en evidencia a una iglesia que ha desvirtuado su mensaje, y cree interpretar mejor el mensaje que Jesús vino a proclamar en su primera venida. No obstante, su Evangelio ya no es conveniente para la Iglesia[iii]. El inquisidor se burla del sacrificio de Jesucristo, y de cómo el ser humano ha terminado despreciando su sacrificio, a cambio de pan y seguridad que la Iglesia le ofrece por su sometimiento. El inquisidor burlonamente casi sobre su rostro sentencia: «El hombre no quiere ayudar a su prójimo, de hecho no lo quiere cerca, sino lo más distante posible…»[iv]. El temor al hambre y a la vulnerabilidad ha enfriado el amor de la humanidad, se han vuelto sectarios, fanáticos, y dispuestos a matar a todo quien amenace el “bien común”, incluso Cristo mismo.
¿Hay lugar para el Evangelio de Amor?
En la parábola del buen samaritano, vemos que el único que atendió al malogrado hombre, era quien no pertenecía a la sociedad religiosa de la época; es más, era un excluido de la sociedad judía.
Pareciera que esta incomoda sinceridad de Dostoyevski es lo que viene a rellenar la brecha que existe entre Jesucristo y el prójimo; y se trata de nuestra propia falta de amor al prójimo. Dostoyevski con la frialdad propia de un ruso, sin sazonar ni recurrir a una retorica colorida, nos advierte que el problema del cristianismo es que ha desviado su rumbo, y ha construido un camino completamente diferente al que Jesucristo camina; y en él están excluidos aquellos que precisamente Dios vino a incluir, «lo peor del mundo». Jesucristo los acoge con tanto amor que tristemente se vuelve el Gran Hereje del cristianismo.
Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Santiago 2:15-17
Tan mordaz como Dostoyevski, Santiago convierte la importancia del prójimo en una piedra basal del cristianismo, señalándola como evidencia necesaria de una verdadera fe cristiana. Santiago profundiza la centralidad del prójimo en el evangelio, advirtiendo que no basta con ser creyente, pues hasta los demonios lo son, (Sgto. 2:19) sino que importa ser obrantes, practicantes de la fe, hacedores de actos de amor que vuelven irrefutable nuestra fe.
Santa Faustina, en su diario nos cuenta en su experiencia místicas con la divinidad «Te doy tres formas de ejercer misericordia al prójimo: la primera, la acción; la segunda, la palabra; la tercera, la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí…»[v]
En este tiempo de pandemia, dónde la necesidad se ha incrementado en nuestro entorno y alrededor del mundo. El mensaje de Jesucristo es uno y el mismo. «Amar al prójimo». La evidencia bíblica y de la historia cristiana abunda en ejemplos de piedad y amor. La propia literatura universal nos recuerda una y otra vez, la responsabilidad que tenemos hacia nuestro prójimo. Siendo la representación y la figuración de Dios mismo.
«Somos las manos de Dios». Y estamos llamados a incluir a los excluidos, a cambiar el juicio por amor; el odio por respeto. Pues no se trata de cuánto amamos nosotros a los demás, sino de cuánto ama Dios a la humanidad. En esto, el cristianismo no nos pertenece, le pertenece a Cristo, por tanto no podemos restringir un amor que nos ha sido regalado sin medida…
Entonces cuando ustedes llamen, el Señor les responderá.
“Sí, aquí estoy”, les contestará enseguida.
»Levanten el pesado yugo de la opresión; dejen de señalar con el dedo y de esparcir rumores maliciosos.
Alimenten a los hambrientos y ayuden a los que están en apuros.
Entonces su luz resplandecerá desde la oscuridad,
y la oscuridad que los rodea será tan radiante como el mediodía.
El Señor los guiará continuamente;
Isaías 58: 9-11
[i] OTTO, Rudolf, Lo Santo, Alianza Editorial, Madrid: 2005, pág. 19
[ii] En algunas traducciones se traduce como: Lo Absolutamente heterogéneo.
[iii] GUARDINI, Romano, El Universo Religioso de Dostoyevski, Emecé Editores: Buenos Aires:1957, Pág. 121-137.
[iv] Poema el Gran Inquisidor, Dostoyevski
[v] Santa Faustina Kowalska, Diario, verso 742, pág. 305