En el contexto de la Semana Universal de Oración por la Unidad de los Cristianos, hemos considerado, por su relevancia, volver a publicar este artículo del pastor Enric Capó (1930-2012). Fue publicado en nuestra revista en el 2010
El próximo mes de enero volveremos a celebrar la Semana Universal de Oración por la Unidad de los Cristianos. Será una semana más o una celebración más de las que nos trae el año. Un precepto, una observancias, un deber cumplido. No será una gran celebración. Lo haremos –si los hacemos- muy discretamente, casi anónimamente, en el interior de nuestros templos. La unidad de los cristianos preocupa cada vez menos y el esfuerzo para conseguirla es cada vez menor. Hemos llegado a la saturación. En primer lugar porque se trata de una celebración sin seguimiento: orar para que Dios haga las cosas, sin intentarlo nosotros.
En segundo lugar, porque no estamos dispuestos a ir más allá de las buenas formas y los buenos modales. Los cristianos, excepto los más fundamentalistas que sólo viven para defender su particular visión de la religión, ya somos amigos. Nos conocemos, nos respetamos, nos disponemos a orar juntos, incluso nos prestamos nuestros púlpitos para, una vez al año, reconocernos públicamente, pero no estamos dispuestos a ir más allá. Nos negamos a sentarnos juntos a la mesa del Señor para participar del pan y del vino del que Cristo dijo: “tomad de él todos”. Nos parecemos al hijo “bueno” de la parábola del hijo pródigo. Invitado al banquete, se negó a entrar porque allí estaba su hermano “perdido”. ¡Que no nos confundan! Pretendemos ser los mejores, poseedores de la verdad, una “verdad” exclusiva y excluyente, que nos aleja, no sólo unos de otros, sino también de Aquel que nos llama al arrepentimiento y a la reconciliación. Es triste y doloroso que la mesa de la comunión a la que Cristo nos invita, se haya convertido en mesa de la división y de la desunión. Y esto por la simple razón de que “yo interpreto la Palabra de Dios mucho mejor que tu; tu doctrina es errónea y la mía es la correcta, por lo que no puedo tener comunión contigo”.
¿Es que la doctrina correcta o “la sana doctrina” no es importante? ¿No hay en las Escrituras palabras condenatorias de los que falsean la verdad? Creo que quien hace estas preguntas tiene razón. Podríamos encontrar numerosas citas en la Biblia que nos avisan contra los peligros de doctrinas que desvirtúan el evangelio de Cristo. Pero, ¿se trata de esto en nuestro contexto cristiano actual? Que yo sepa, la práctica totalidad de las iglesias cristianas confiesan hoy día el mismo credo. ¿No es esto suficiente como base de comunión entre todos? Ya sé que en muchas iglesias, o en todas ellas, hay elementos extraños a les Escrituras. Ya sé que nunca estaremos todos de acuerdo en la interpretación de la Palabra de Dios, pero ¿no es lo más importante la confesión de Cristo como Señor y Salvador en el marco del llamado Credo de los Apóstoles? ¿No es la división de los cristianos y la imagen que damos al mundo que nos rodea, herejía mucho más grave que errores marginales en una formulación de la fe? El centro de la oración sacerdotal de Jesús en Juan 17, no es una cuestión doctrinal, sino su deseo profundo de que todos sus discípulos “sean uno, así como nosotros”. ¿Es que somos sordos al llamamiento de Cristo? ¿No es el amor a Cristo y nuestra voluntad de confesarle delante del mundo argumento suficiente para sentirnos realmente parte del mismo cuerpo, su cuerpo, donde hay muchos y diversos miembros?
No creo que nunca lleguemos a unirnos para formar una sola iglesia institución. Ni tampoco creo que esto sería del todo deseable. Desde el llamado Concilio de Jerusalén, en la Iglesia cristiana primitiva se instaló el pluralismo. Las comunidades de origen judío diferían mucho de las formadas por los gentiles, pero ellas supieron encontrar caminos de comunión. El Concilio no publicó un edicto de unificación, sino de paz y de respeto de los unos con los otros. Eran comunidades separadas por la tradición, pero unidas por el amor a Cristo. ¿Seremos nosotros incapaces de llegar a un acuerdo parecido?
Entre los modelos de unión que se han debatido en el seno del Consejo Mundial de las Iglesias, que no ha de verse nunca como una súper iglesia, sino como una comunión y un lugar de diálogo, se encuentra el patrocinado especialmente por los luteranos. Se trata del modelo llamado “diversidad reconciliada”. Este modelo se basa en la convicción de que la unidad y la comunión entre las iglesias no requieren uniformidad de fe y constitución, sino que pueden y deben compaginar una pluralidad de convicciones y tradiciones. Se trata de una comunión ecuménica en la que cada grupo confesional puede libremente mantener su identidad. Entra en una kononia (comunión) con las demás Iglesias a las que acepta como tales y con las cuales establece vínculos concretos de comunión. Pero esto no significa una mera coexistencia, sino una auténtica koinonia eclesial que incluye como sus elementos esenciales el reconocimiento del bautismo, la participación en la mesa del Señor, el reconocimiento mutuo de los ministerios eclesiásticos y el compromiso de dar testimonio del evangelio y servir al mundo. Cuando esto acontece, las diferencias entre las iglesias pierden su carácter divisorio y surge una visión de unidad que tiene el carácter de “diversidad reconciliada” como una koinonia que reconoce que las cosas de la fe que nos unen son mucho más importantes que las que nos separan.
Este modelo, en este momento histórico que estamos viviendo, puede que sea el camino más apropiado para manifestar una cierta unidad externa de la Iglesia. Tiene la ventaja de que podemos iniciarlo a partir de nuestra propia decisión, sin tener que esperar la decisión de los demás. Uno a uno, iglesia a iglesia, somos llamados a sumarnos a una reconciliación universal en la que los amamos a Cristo nos encontramos, llevando diferentes nombres y representando diferentes tradiciones, en la unidad del espíritu en el vínculo de la paz (Ef 4,3).
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