Ante la cuestión del aborto, los obispos españoles, en una declaración institucional, han optado por la ley represiva. Como siempre. Al menos, como casi siempre. Lo suyo es mandar, imponer, castigar. Una ley permisiva, como el anteproyecto que ha presentado el Gobierno, debe ser rechazada (“ningún católico coherente con su fe podrá aprobarla ni darle su voto”). Según ellos, deberíamos volver a las leyes represivas del franquismo. El aborto, según afirman en su Declaración, debería estar totalmente prohibido, ya que vulnera el derecho a la vida de un ser humano.
Nos parece muy lícito y muy acertado que los obispos hablen a los miembros de su iglesia sobre el valor de la vida humana y de nuestro deber de protegerla. Su concepto de la vida y su rechazo absoluto de la posibilidad del aborto es una postura digna de ser tenida en cuenta. Y, leyendo su declaración, no podemos menos de estar de acuerdo con muchas de sus afirmaciones. En un mundo desquiciado como en nuestro, donde estamos perdiendo importantes valores tradicionales, hemos de respetar profundamente los razonamientos de una institución milenaria, como la Iglesia Católica, que también tiene cosas importantes que decir.
Donde no podemos seguir a la Iglesia Católica es en su pretensión de imponer en el país leyes represivas. No nos llevan a ninguna parte. En este campo, las leyes represivas nos han llevado a situaciones que claman al cielo: a las clínicas clandestinas, a los abortos en condiciones inaceptables, a la explotación de mujeres embarazadas, al enriquecimiento de personas sin escrúpulos que, sin preparación alguna, se han dedicado a prácticas abortivas, a los viajes secretos a Londres, etc. La represión nunca será un camino adecuado para detener el aborto que, por muchos argumentos en contra que aportemos, es, finalmente, un asunto propio y privado de la mujer encinta.
Por esto, creemos que los obispos se equivocan al añorar situaciones anteriores y desear restablecerlas. Si la sociedad española estima que la Ley de plazos, que ha dado buenos resultados en otras partes, es la que debe regir en España, no tenemos derecho a ponerle obstáculos, aun cuando no nos satisfaga ni creamos que es compatible con los postulados del evangelio. Nadie obliga a nadie a abortar. Ninguna ley puede hacerlo. No hay tampoco una declaración moral sobre esta práctica. Lo único que hace el Anteproyecto del Gobierno es proponer una despenalización más amplia que la actual que está reducida a tres supuestos. ¿Favorecerá esto la práctica del aborto en España? Creemos que no. La experiencia holandesa, con una legislación de las más permisivas del mundo, muestra que no ha sido así. Holanda es uno de los países con un índice más bajo de abortos. En este contexto, hay que recordar que los países con menores índices incluyen la asignatura de educación sexual. No todo se soluciona con la represión. Hay otros caminos mucho más acertados.
Otro de estos caminos es el del Evangelio. Es una lástima que los obispos no se hayan limitado a proclamar entre los suyos el mensaje liberador del evangelio de Cristo. Es verdad que no está ausente de su Declaración, pero se halla obscurecido por su insistencia en la represión. Para nosotros, los cristianos evangélicos, las leyes cumplen su función en el mundo en que vivimos, pero no son nuestra norma de conducta. Esta se halla sólo en la Palabra de Dios, lo que significa que somos llamados a vivir la vida cristiana en la libertad de los que aceptan gozosamente el yugo de Cristo. La cuestión del aborto no la hemos de ver a la luz de los límites que nos vienen de fuera, es decir, no nos hemos de regir por normas coercitivas que nos señale la sociedad o las leyes, sino por Aquel que inspira y rige nuestra vida cristiana. Vivimos el evangelio y éste nos muestra, en cada situación concreta, cual es el camino que hemos de seguir o, al menos, nos da pautas de conducta.
La vida es un don de Dios y es nuestra obligación y nuestro privilegio protegerla, incluso cuando no es más que un proyecto. Por esto el aborto está fuera de nuestras perspectivas de futuro. Considerarlo un método de limitación de nacimientos o una comodidad para no complicarnos la vida, son caminos que nos cerramos a nosotros mismos, sin por ello dejar de mantener puertas abiertas ante situaciones que podemos presentar en conciencia delante de Dios. Por esto respetamos, por ejemplo, a los que se acogen a los tres supuestos de la ley actual. No por ser legales son lícitos para el creyente. Nuestra licitud nos viene de arriba, del que nos ha llamado de las tinieblas a la luz. Es allí, ante Dios, que hemos de tomar nuestras decisiones. Y en estas situaciones es muy importante que la Iglesia, y en su caso la sociedad, ofrezcamos a las posibles candidatas al aborto soluciones y oportunidades de futuro. Lo peor es la soledad y el abandono en que dejamos a las que se encuentran con embarazos no deseados. No vale esto de decir, como hacen los obispos, que el principio de vida que hay en ellas no es un asunto privado y que la mujer no tiene derecho a tomar decisiones, si a la hora de verdad la dejamos sola, a su suerte con su problema. Su problema es nuestro problema y no podemos agravarlo amenazando con penas religiosas o seculares. Por mucho que estemos convencidos del acierto de nuestro análisis del problema, no tenemos derecho a condicionar las decisiones de quienes lo viven en su propia carne.
Nosotros, los hombres y mujeres de este mundo, no nos movemos en el terreno de lo bueno y lo malo, del pecado y la virtud, del blanco y el negro; sino en el mundo de los grises y de los colores difusos, en el que hay que tomar decisiones personales que no se nos dan hechas; que implican la aplicación de nuestro criterio y la aceptación de nuestra responsabilidad. A esto nos mueve el evangelio y no hay escapatoria posible. Las hemos de afrontar a la luz de la fe y de la esperanza que hay en nosotros. Nos resistimos a hablar en este contexto –y en otros muchos- de pecado. No se trata de esto. Se trata de buscar y encontrar, en un momento dado, caminos que respondan adecuadamente al llamamiento específico que hemos recibido y a nuestra vocación cristiana.
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