Posted On 07/03/2012 By In Cultura, Opinión With 3012 Views

El amor en los tiempos del cólera o la vida sin límites

Mi encuentro con esta novela de Gabriel García Márquez, se produjo de forma casual. Había llegado hace algunas semanas a estudiar Comunicación Social en la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica, y estaba aburrido de leer textos en francés.  Un amigo, médico costarricense que también estaba haciendo estudios de postgrado en esa universidad me prestó el libro con una condición:  «solamente por una semana».  Primeramente me pareció rara la condición,  pero mi amigo me dijo:  «Usted tomará este libro y no descansará hasta que lo termine» y así fue.  Lo leí en menos de una semana.  Hace un tiempo atrás a una amiga en Chile le comenté este hecho, hizo la prueba y le sucedió lo mismo.  No pudo dejar de lado la novela del Gabo.

Víctor Rey Riquelme«Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran toda la vida».  Este consejo de Tránsito Ariza a su hijo Florentino pudo y puede ser la de cualquier nana al muchachito de casa acomodada o de mamá modesta a su propio vástago adolescente postrado en cama con mal de amores.

Florentino perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama.   La ansiedad se le complicó con dolores de estómago y vómitos verdes, perdió el sentido de orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado ya no se parecía a los desórdenes del amor, sino a los estragos del cólera.

Pero el padrino, homeópata, al auscultar al ahijado, tras un examen al enfermo, ni afiebrado ni con dolor concreto, sino con una necesidad urgente de morir, comprobó, una vez más, que los síntomas del amor son los mismos del cólera.

Gabriel García Márquez, en «El amor en los tiempos del cólera» (Ed. Sudamericana, 1985), vuelve a armar historias con ternura, precisión, magia, sentido del humor y profundo conocimiento del alma, tripas, corazón, machismo, feminismo, miserias y sublimidades de un rincón latinoamericano del mundo.

Que la trama se teja en una ciudad oceánica y ribereña de la Colombia de García Márquez -como es el caso de la novela- o en cualquier punto del continente, que bien podría ser Chile, da exactamente lo mismo para sentirnos en familia con sus páginas.  Y tan orgullosos de los que por  allí transitan, como el poquita cosa de Florentino y su madre Tránsito Ariza- «una cuarterona libre con un instinto de la felicidad malograda por la pobreza».  Así, nada cuesta entender por qué al rey de Suecia se le reía sola la cara cuando le entregó el Nobel a Gabriel García Márquez, que vestía entero de blanco y con la clásica guayabera.  Tal cual como saliendo de Macondo o de esta actual ciudad junto al Magdalena y al mar, donde todo se sabía inclusive antes que fuera cierto.  La ciudad de los valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores con cuarenta grados a la sombra, donde hasta los ladrones podían resultar tan peculiares, que al despoblar toda una casa, mientras la propietaria hacía el amor con Florentino Ariza, dejaron escrito a brocha gorda en el muro del salón desierto: «Esto les pasa por andar tirando».

Porque Florencio- dado que los seres humanos no nacen para siempre el día que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos- hizo el amor clandestinamente con incontables pajaritas, durante los cincuenta y nueve años, nueve meses y cuatro días que transcurrieron desde el rechazo sin apelación de Fermina  Daza.  Pero no hubo olvido para ese amor platónico, largo, sostenido por correspondencia y miradas furtivas, aunque decisivamente contrariado.  Pese a que ella, también por carta, alcanzó a dar el sí, «siempre que no me hagan comer berenjenas», con una seriedad enamorada que tampoco se alteró cuando una cagada de pájaro cayó sobre la primera carta amorosa entregada bajo los árboles del parquecito que la novia solía cruzar camino del colegio.  Total aquello era de buena suerte, como dijo entonces Florentino, impasible a lo que no fueran sus sentimientos.  Tal como los concibió su padre, quien antes de nacer él escribió en un cuaderno: «Lo único que me duele de morir es que no sea de amor».  Sin embargo, apenas si vio al hijo ilegítimo de la mujer que lo inspiró tanto y que concibió sobre el escritorio de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno dominical, mientras la esposa del infiel oía en su casa los adioses de un buque que nunca se fue.  Familia de próceres fluviales, buques y corrientes, eran juguetes del antojo fantástico de los antecesores por el lado paterno de Florentino Ariza, al cabo de su casi sesenta años de espera amorosa, también pudo poner un buque, con bandera amarilla del cólera, a navegar toda la vida, llevando su anhelada Fermina Daza a bordo.

De otra manera no habría sido posible aquel viaje lunático de dos abuelos percudidos que, saltándose el arduo calvario de la vida conyugal, parecieron haber ido sin más vueltas al grano del amor.  Un amor tranquilo y sano luego que Fermina antes de embarcarse fuera al cementerio de la Manga y reconciliarse con el marido muerto.  Frente a su cripta, soltó los justos reproche que tenía atragantados, contó pormenores del viaje y se despidió hasta muy pronto.

«Hace medio siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque eramos demasiado jóvenes, y ahora nos la quieren repetir porque somos demasiados viejos», confidenció la entrañable Fermina a su nuera, para terminar de sacarse el veneno que le carcomía las entrañas.  «Que se vayan a la mierda.  Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande».

Y bien feliz- a su manera- que fue Fermina con el doctor Juvenal Urbino, tan enamorado de ella que en vísperas de la vejez y después de los casí sesenta años juntos oyéndola lamentar que «el inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía nada de hombres», porque al mojar los bordes dejaba el baño apestado a criadero de conejos, llegó a la solución final: orinaba sentado, como ella, lo cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia».

Tan adorable como lúcida, Fermina había descubierto que el tan dotado médico que le cupo en suerte era un pobre diablo envalentonado por el peso social de sus apellidos. «Un hombre de mucho ruido», como lo definió la mulata con que en una oportunidad fue infiel, en visitas de tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en tratamiento de rutina.  Precauciones que naufragaron en el olfato de Fermina, desconcertada por el extraño olor de las ropas del marido y que a la postre resultó «olor a negra», como dijo con rabia.  Ira acrecentada porque él no le negó todo, «como un hombre».  Peleas peores hubo entre ellos, aunque por causas menos graves, como la falta un día de jabón -lo que era cierto- ,aunque Fermina hirvió porque él no reconocía que había mentido a conciencia para atormentarla.  Unos resentimientos resolvieron otros y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores.  El llegó a proponer confesión abierta ante el señor arzobispo, para que Dios decidiera como árbitro final si había o no jabón en el baño.  Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:

«¡A la mierda con el señor arzobispo!»  Lo de histórico- más allá de que la zarzuela popular lo hiciera uno de sus estribillos- rige con Fermina Daza para bandera, efigie, monumento o hasta blasfemia sobre el material básico de que está hecha la mejor mujer de estos lados de América.  Las que confunden el amor con el cólera, como Tránsito Ariza, y que por encima de las Manuelitas, las Paulas o las Rosas de la historia grande, escriben la historia chica de vidas sin límites, pese al abrumo de sus limitaciones.

Mujeres y seres para quienes el amor sigue siendo el mismo que en los tiempos del cólera, como tantas ciudades- este «mordidero de pobres» como alguno llamó a la de Florentino Ariza y Fermina Daza- que permanecen iguales, al margen del tiempo, y las cuales nada ocurre con el paso de los siglos, salvo envejecer despacio.

Gabriel García Márquez las intuye, las conoce y las cuenta como nadie.

Hombre él mismo de muchos amores pero en esencia fiel a su mujer, Mercedes, para quien dedica «por supuesto» esta novela, y hombre políticamente controvertido, hay en García Márquez un cierto parecido con Jeremïah de Saint-Amour, cuyo suicidio da comienzo a «El amor en los tiempos del cólera»: Jeremíah «era un santo ateo.  Pero esos son asuntos de Dios».

Víctor Rey Riquelme
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