“En el mundo grecorromano de la época de Pablo, la expresión ‘buenas noticias’ estaba asociada por lo general con la nueva esperanza, la aurora de una nueva era, la ‘buena nueva’ que se comunicaba con ocasión del nacimiento, la ascensión al trono o la recuperación de la salud de un emperador romano. De ahí que pudiera haber más de una sede de las ‘buenas noticias’. Por otra parte, para los cristianos, el Evangelio es la iniciativa de Dios, la buena nueva de que Dios ha llevado a cabo su plan y sus propósitos relativos a la humanidad: su centro lo ocupaba Jesucristo, Hijo de Dios”.[i] (Graham N. Stanton)
En el siglo VIII a.C. vivió uno de los monarcas más grandes de la historia israelita. Se trababa de Jeroboam II, rey norteño.
Jeroboam fue exitoso en lo político y en lo militar. Su territorio se extendió considerablemente, las riquezas se acumulaban gracias a los botines conseguidos en las conquistas. Por si fuera poco, las buenas relaciones comerciales, especialmente con Damasco, eran otra importante fuente de ingresos.
Siria, al norte, sufrió dos ataques asirios que soportó con grandes pérdidas. Jeroboam aprovechó esta situación para retomar el territorio al este del Jordán. El reino estuvo en paz durante todo su largo reinado, 41 años en total. Posiblemente fue el más importante rey del Norte, pero toda esta grandeza y prosperidad no se tradujo en una repartición equitativa de lo logrado.
La clase rica lo fue aún más y la noble llegó a una avaricia extrema, despreciaron a los más pobres y pisaron sus derechos. La religiosidad era una práctica hueca, los ritos para agradar a Dios eran de una horrible y condenable hipocresía. Amós y Oseas profetizaron denunciando todos estos hechos.
Miqueas profetizó un poco después, tras la muerte de Jeroboam II, dirigiendo su mensaje especialmente al reino sureño. En Judá comenzó a reinar Jotán, era el año 752 (o el 750)[ii]. La situación no había cambiado en el Norte, pero es que de forma similar, tampoco lo había hecho en el Sur.
Su mensaje se centró en el sufrimiento de la gente corriente, como los campesinos, que eran explotados por ricos y déspotas terratenientes. Tanto el Reino del Norte como el del Sur iban a sufrir la ira de Dios, aunque tras el castigo vendría la restauración y el advenimiento del Mesías.
Pero dicho esto, lo que estaba pasando en los dos reinos era poco menos que una paradoja para la teología popular del momento. Si Dios premiaba a aquellos reyes, y consecuentemente a sus reinos, que andaban conforme a sus caminos y de igual forma castigaba a los que actuaban de manera impía, ¿cómo era posible que se dieran estas circunstancias? ¿Cómo era que un malvado rey como Jeroboam II, claramente condenado en 2 Reyes 14:24, tuviera éxito en todos sus proyectos? ¿Cómo se explicaba que alguien tan infame fuera a la vez tan próspero?
Los redactores o recopiladores del libro de los Reyes incluso le dan de lado a este hecho tan sustancial ya que al más importante de los reyes norteños se le dedican únicamente siete versículos en todo el libro (2 Reyes 14:23-29). En absoluto lo que había sucedido con este regente encajaba con lo que debía ser la acción de Dios sobre su pueblo.
Por otra parte, el rey coetáneo que dirigía el reino del Sur era Uzías (o Azarías) y se nos informa de que fue un buen rey (2 Reyes 15:3). Pero, ¿cómo es que Miqueas, el profeta, da una visión tan distinta de la realidad social en este reino del Sur? Expresado de otra forma: ¿Cómo era posible que un buen rey como Uzías no hubiera llevado su benéfica influencia a las clases más modestas, a la masa del pueblo que trabajaba duramente por sobrevivir? También lo puedo expresar de otra forma: ¿cómo se explica que a un rey se le catalogue en la Biblia de bueno con lo que acabamos de mencionar?
La razón es que los redactores del libro de los Reyes tenían una determinada cosmovisión que no abandonarían a lo largo de todo su registro. Su forma de proceder era denunciar continuamente los pecados de los monarcas y atribuirle a este hecho el castigo de parte de Dios sobre su persona y sobre su reinado. Pero Jeroboam II era un caso que contradecía de manera contundente este enfoque y la mejor solución a la que se llegó fue ignorarlo casi por completo.
El que se diera una imagen tan positiva del rey del Sur, Uzías, contemporáneo de Jeroboam, se debió precisamente al hecho anterior: su perspectiva de la historia. Pero cuando los profetas sociales hablaron lo hicieron desde el centro del conflicto, desde el dolor del pobre y del oprimido. Ellos no eran escribas o “historiadores” de la corte, sino personas que veían en el prójimo el sufrimiento, se lo encontraban por las calles… sin embargo, el panorama moral era todavía más oscuro. A pesar de que las clases más bajas estaban siendo injustamente tratadas, la inmoralidad también había hecho presa de ellas. Únicamente un resto, un pequeño grupo, permanecía fiel.
Por Miqueas 7:1-7 conocemos que el asesinato era algo corriente; que a las gentes de su misma nación se les hacía todo tipo de violencias; que se entrenaban, se adiestraban para realizar el mal; que los dirigentes, las clases más poderosas, aquellas que debían velar por la seguridad y la justicia eran las más corruptas. Pero aun en las relaciones más cercanas, la degeneración estaba presente.
Se nos dice en estos mismos versículos que ya no existía la amistad, el compañerismo. La traición se abría paso por doquier llegando a una declaración, en la segunda parte del versículo 5, de un impacto difícilmente evaluable: “Cuídate de lo que hablas con la que duerme en tus brazos”. El versículo 6 presenta el enfrentamiento de hijos contra padres, hijas contra madres, nueras contra suegras y, podemos añadir, yernos contra suegros.
La maldad, el pecado eran tan profundos que habían destruido la estructura, el sostén y el futuro de toda sociedad: las relaciones familiares, el amor fraterno.
Miqueas, por medio de una magnífica secuencia, demostró que la falta de moralidad personal conlleva unas consecuencias tan graves que son capaces de destruir una sociedad al completo… aunque esa misma sociedad ni siquiera se percate del estado miserable en el cual se encuentra. Está condenada, su colapso es sólo cuestión de tiempo.
Es esto precisamente lo que estamos viviendo actualmente en nuestros países, en nuestra aldea global, y aquí también hay una idea esencial a resaltar, la injusticia y la impiedad no entienden de clases sociales. Muchos hogares, en vez de servir de lugares de refugio, de consuelo y de aceptación para sus componentes, han pasado a ser la tumba y la sepultura para personas que necesitaban urgentemente que alguien las sanara, que les proporcionaran fuerzas para poder seguir adelante.
Si volvemos al tiempo de Miqueas, hombres y mujeres justos estaban pasando por dificultades increíbles, de tal forma que eran enviados a la cárcel por cualquier causa, les quitaban sus tierras, sufrían vejaciones, pero su amor por Dios y por sus familias era indestructible.
Hoy, más que nunca, necesitamos de estas personas que se enfrenten, cueste lo que cueste, a aquello que envilece y que esclaviza al ser humano. Es urgente identificar de dónde procede todo este mal, y para ello no hay que mirar hacia otro lugar que no sea nuestro interior. Se trata de la ausencia de conciencia, de compasión, del yo por delante de todo lo demás.
Ante la situación de desolación que Miqueas contemplaba, sólo le quedaba una salida: confiar en Dios. El profeta clama: “Pero yo aguardo a Yahvé, espero en el Dios de mi salvación: mi Dios me escuchará” (Miqueas 7:7).
Este es uno de los más claros ejemplos de fe de las Escrituras, esto está muy lejos de la “superfe” que algunos presentan actualmente.
El profeta conoce a Dios y, aunque las circunstancias que lo rodean son todas contrarias, espera, confía y aguarda en su Salvador. ¿Fue defraudado Miqueas? ¿Fueron traicionadas en su fe aquellas familias piadosas que esperaban algo más que sufrimientos a su alrededor? Siete siglos después el ángel del Señor se apareció a Zacarías, el que sería el padre de Juan el Bautista, y le dijo:
“El ángel le dijo: —No tengas miedo, Zacarías, pues ha sido escuchada tu oración. Tu esposa Elisabet te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán por su nacimiento, porque él será un gran hombre delante del Señor. Jamás tomará vino ni licor, y será lleno del Espíritu Santo aun desde su nacimiento.
Hará que muchos israelitas se vuelvan al Señor su Dios.
Él irá primero, delante del Señor, con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con los hijos y guiar a los desobedientes a la sabiduría de los justos. De este modo preparará un pueblo bien dispuesto para recibir al Señor” (Lucas 1:13-17).
Una de las características de la era mesiánica sería precisamente la reconciliación familiar, fermento de la sociedad. Si quieres cambiar una sociedad hay que comenzar con las personas que la componen.
El heraldo Juan el Bautista tenía que preparar el camino de su Señor. Debía anunciar la Buena Noticia y ésta significaba precisamente que el Rey venía, que el Soberano reclamaba su corona.
Actualmente, al vocablo “Evangelio” se le han adjudicado demasiados significados que en el siglo I no tenía. El vocablo “Evangelio” tenía, en esa época, un significado técnico. Se refería a una anunciación que se realizaba cuando un general obtenía una gran victoria, o cuando se producía el nacimiento de alguien de gran relevancia, o un emperador subía al trono. Una inscripción encontrada en la costa del Asia Menor y que data del año 9 a C. decía lo siguiente:
“La providencia que ha ordenado nuestras vidas, mostrando preocupación y celo, ha ordenado la más perfecta consumación a través de Augusto, dándole virtud para hacer la obra de benefactor entre los hombres y, con él, enviándonos a nosotros y a los que nos seguirán un salvador, que pone fin a la guerra, que implanta el orden por doquier…; el nacimiento del dios (Augusto) fue el principio del mundo de las alegres nuevas que él ha traído a los hombres…”[iii]
Por tanto, la idea inicial (recalco inicial) no era que el Mesías viniera a salvar al hombre caído de sus pecados. No era que los iba a regenerar y que después les daría su Espíritu y se formaría la Iglesia. Por supuesto que esto era parte de ella, pero la gran noticia, la gran novedad era que el Soberano había nacido y que éste se coronaba como Señor de este mundo, sí, de una tierra devastada pero que reivindicaba como suya. Se trataba de un anuncio de su venida, de su victoria y de su reinado que se resume en la frase: el Señor es Rey. Este Rey sí que sería justo, perfectamente justo, y regalaría de su Gracia sin medida.
Desde esta visión, podemos comprender el impacto que tenían estas palabras en labios de Pablo cuando hablaba de las Buenas Nuevas en un entorno grecorromano. La Buena Noticia no era la toma del trono de un emperador humano, sino la declaración de que Jesús era el único Señor de toda la tierra habitada. Jesús tomó posesión de un mundo arrasado por el dolor. En esta guerra moral el ser humano era la principal víctima.
Cristo encarnó al Rey, pero también al esposo, al amigo, a la hija, al hermano. En su persona se hicieron realidad y posibles todas estas relacionas, toda persona encuentra en él esperanza.
El mensaje de Jesús no era de carácter espiritualista, de contenido escapista o una mera ilusión. Era práctico, real, directo a la persona y a su entorno. Su realización comenzaba aquí y ahora.
Con Jesús hay lugar para la amistad, para confiar en la esposa que duerme en nuestros brazos. El hijo honrará a sus padres, y la hija amará a su madre. La nuera estará al lado de su suegra y los verdaderos amigos, aquellos dignos de toda confianza y aprecio, serán los de su propia casa.
Es cierto que actualmente parece que nada ha cambiado y, conociendo al ser humano, uno tiene la misma certeza para el futuro. El profeta Miqueas seguro que pensó lo mismo, pero lo que no pudo imaginar es que, siete siglos después, nacería en un rincón perdido de uno de los mayores imperios de la tierra un tal Jesús de Nazaret. Su nacimiento fue considerado como la más grande de las noticias posibles, y cuando contaba con unos treinta años inició un ministerio que decía ser el comienzo, la irrupción de un Reino que no era de este mundo. Sí, repito, es cierto que incluso desde entonces nada parece haber cambiado, pero confiemos, únicamente es cuestión de tiempo para que venga a reclamar la totalidad de lo que como Rey y Soberano le pertenece.
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[i] G.N. STANTON, Jesús y el Evangelio (Bilbao, Desclée De Brouwer, 2008) 65.
[ii] En corregencia con Uzías.
[iii] Citado en N.T. WRIGHT, El verdadero pensamiento de Pablo (Terrassa, Clie, 2002) 49.