“Aquel, respondiendo dijo: Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, a tu prójimo como a ti mismo.
Le dijo: bien has respondido, haz esto y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿y quién es mi prójimo?” (Lucas 10:27-29 RVR 95).
En la biblia podemos ver muchos ejemplos acerca de enseñanzas sobre la vida cotidiana, pero debemos admitir que nunca podremos olvidar de qué forma esta historia ha marcado de forma exuberante nuestras vidas, comunidades y razón de ser como cristianos. Sin entender por qué, todavía seguimos mirando al samaritano como a alguien bueno a través de sus caritativas obras; pero creo, personalmente, que este hombre no solo sería bueno por sus acciones en primera instancia, sino por las intenciones con las que se acercó a una persona que por costumbre y tradición debía ignorar. Lo importante no es que ayudara a alguien necesitado, cosa que podríamos hacer muchos de nosotros, sino que ayudara exactamente a quien debía discriminar, rechazar o hasta señalar, porque esa era la actitud que muchos de los judíos mantenían hacia los samaritanos, por lo cual eso era lo que este hombre moribundo merecía exactamente del samaritano, el cual entendió que estaban en juego muchos de los principios que recordaba y que su fe le llevo a entender.
En este aspecto, debemos afirmar que la historia de este buen samaritano envuelve en términos de territorio ético algunos principios que debemos destacar; el primero de ellos, y creo que el más importante, es la compasión; el segundo, el compromiso y el tercero es tan importante como los demás, se trata de la aceptación (amor). Esta acción del samaritano nos lleva a pensar en nuestra conducta hacia aquellas personas a las que, por alguna razón, entendemos que deberíamos rechazar. Y por eso, este texto se convierte en un asunto ético, ya que nos invita a concienciarnos de la vida que llevamos en su cotidianidad.
El primer principio que encontramos en este texto es la compasión, que es algo absolutamente diferente a la lastima, pues la lastima se dirige hacia una acción que se suele hacer sin necesidad de pensar que las otras personas son nuestros iguales, sino más bien mirándolas como inferiores y, por supuesto, situándolas ante barreras sociales, económicas e incluso políticas. La compasión tiene que ver, sobre todo, con ponerse en el lugar del otro, sin establecer ninguna barrera de acercamiento. La compasión es tener en cuenta las necesidades del otro y correr en su ayuda. Este único principio incluye muchos más, como la tolerancia, la hospitalidad respetuosa y solidaria para quienes no forman parte nuestro entorno cercano, la colaboración responsable sobre todo, que lleva a quienes ayudan a dar más de lo que deben.
La compasión es el principio que me lleva a reconocerme como ser humano, y a entender que hay otros seres humanos que también tienen derecho a pensar, sentir y existir. Es una forma de decirles que sabemos que son seres con capacidades para seguir adelante y que por eso deseamos tenderles la mano, y asumir sus sentimientos negativos como si fueran nuestros.
La lastima es simplemente una mirada sin acción, pero la compasión es una mirada con una acción que llamamos solidaridad; es una acción que cruza y respalda vidas, ajenas incluso a nuestras comunidades, ofreciendo nuestro mejor esfuerzo aunque no esté a nuestro alcance; se trata simplemente de considerar una situación desconocida como si fuera nuestra.
Recordamos de este modo que cada acción que se hace a favor de una experiencia negativa y que resulta siempre nuestra muestra de compasión, recrea un compromiso mayor hacia todos los seres humanos, y nos obliga a ser más concretos en los actos hacia aquellas personas que lo necesitan, y una vez asumido esto, debemos ser responsables con ese compromiso que hemos adquirido implícitamente.
Resulta interesante saber que todo compromiso requiere arriesgar o entregar cosas concretas para la vida de los necesitados. Esto quiere decir, parafraseando -desde lo que creemos que pensó el samaritano- que una vez que nos hemos encargado de ser compasivos con el que nos necesita, ya no importa lo difícil o arriesgado que nos resulte; estamos dispuestos a curar heridas, a cargarlos sobre nuestros hombros y hasta a pagar por ellos. Eso es compromiso con los que necesitan nuestra ayuda, que redundará en un bien para la comunidad.
Por último, debemos mencionar que aunque Jesús, en este texto, no menciona el valor del amor o de la aceptación como conductas diferenciadas, y estos principios están sólo implícitos en la narración, es obvio que el buen samaritano hizo lo que hizo por amor, aceptando así a quien antes lo había discriminado o simplemente había caído en la práctica de la exclusión. El amor es el motor de las buenas acciones del ser humano, lo que quiere decir que cada uno de nosotros debe entregarse a la ayuda y socorro de los demás. Por eso Jesús termina diciendo “Ve y haz tu lo mismo”… Una invitación que nos brinda para que adquiramos responsabilidades, entre las cuales está la de ayudar a quienes lo necesitan, brindar apoyo a los no lo tienen y sobre todo acoger a los desamparados, tirados por las calles con cientos de heridas que la discriminación, la exclusión y el desamparo social les ha causado.
Dios nos está motivando para ser los buenos samaritanos de hoy y practicar la compasión, el compromiso social y la aceptación de los diferentes en nuestra vida cotidiana, y evitar la insensibilidad de los líderes religiosos cuyo único interés es los cultos organizados, el dinero por recoger y la elegancia de lujosos templos. Debemos volver a la clase de mensaje social en el que la preocupación por los necesitados sea exaltada y destacada. Una vez más debemos recordar que somos la gente que debe detenerse en el camino, aunque muchos de los grandes especialistas del culto pasen de largo, y entender que lo que sabemos nos carga de más responsabilidad y debería motivarnos a practicar el evangelio de la “ayuda al otro”, ese que no es más que el prójimo que olvidó el intérprete de la ley.
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