A mi parecer, no puede ser despachada como inapropiada al objeto mismo de la dogmática, la observación del exégeta cuando acusa que, desde los particulares presupuestos con que ésta opera, se soslaya con demasiada prontitud la diversidad de las tradiciones bíblicas, en el afán de arribar a lecturas unificantes en materias doctrinales. Y, sin embargo, a pesar de la diversidad de dichas tradiciones, incluso a despecho de sus evidentes tensiones temáticas, se puede advertir que, en aquel conjunto de símbolos y figuras entrelazadas con el devenir histórico del Israel veterotestamentario, se barrunta ya el horizonte de aquellas grandes expectativas de una salvación escatológica por venir, las cuales son comprendidas a una por el mensaje central de todo el nuevo testamento -y así encarnadas y superadas-, en la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret.
Es, entonces, en torno a este centro gravitante: Jesús, su mensaje, su muerte y resurrección, en el que podemos encontrar el canon en el canon del mensaje bíblico, aun en medio de la pluriformidad de fuentes y tradiciones. En tal sentido, como lo ha expresado magistralmente Philipp Vielhauer, la muerte y resurrección de Jesús han constituido la fuerza centrípeta en la que han convergido, finalmente, todas aquellas fuerzas y tendencias centrífugas de la tradición.
En efecto, tanto la muerte como la resurrección de Jesús han sido desde un primer momento el acontecimiento capital que ha dado origen a la novedad de salvación y al comienzo de la edad escatológica. No obstante, no podemos olvidar tal como nos recuerda nuevamente el exégeta, que la realidad única e indiscutible de esta fuerza centrípeta no excluye el aporte parcial, característico e individual de cada filón de la tradición neotestamentaria.
En virtud de lo anterior, se tendrá al menos que admitir que no existe en los escritos neotestamentarios una sola y excluyente aproximación a dicho acontecimiento de la cruz y muerte de Jesús, ni menos una presentación sistemática que nos permita enarbolar una resolución definitiva de aquel acontecimiento: La carta de los Hebreos, las cartas de Pablo y los propios evangelios son una prueba innegable de que la indiscutible realidad de aquella fuerza centrípeta subyacente a toda la tradición neotestamentaria, no puede ser comprendida como uniformidad, sino, antes bien, como «unidad en la diversidad» y que es, por tanto, en el conjunto de todas estas visiones que nos adentramos finalmente a aquello que resulta capital para nuestra fe: El misterio de la muerte y resurrección de Jesús, el Cristo. He aquí entonces, el verdadero canon en el canon en el que descansa toda figura dogmática para el protestantismo.
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