1.- La vuelta de José, María y Jesús a la tierra de Israel (Mateo 2.19-23) cuando Herodes hubo muerto evoca la vuelta de Moisés a Egipto, cuando habían muerto los que intentaban matarlo (Éxodo 4.19; cf. Mt 2.23).
2.- En Mateo se usa cinco veces la frase “Cuando terminó Jesús estas palabras” (7.28; 11.1; 13.53; 19.1 y 26.1), lo que divide todo el evangelio en cinco secciones, como los cinco libros que componen el Pentateuco.
3.- Jesús y la montaña: 5.1; 14.23; 15.29; 17.1-2; 24.3; 28.16
4.- Sentarse.
Los relatos de Mateo
Comencemos estas reflexiones con una especie de experimento o ejercicio. Consiste en confeccionar una lista de los relatos que encontramos en el Evangelio según san Mateo, desde el principio hasta el comienzo del capítulo cinco, e incluir en ella los datos que sean significativos en el contexto.
Esto es lo que hallamos en esos capítulos:
1. Hay una genealogía (1.1-17).
2. En esa genealogía están incluidas cinco mujeres: Tamar, Rahab, Rut, «la que había sido esposa de Urías» [Betsabé] y María (versículos 3,5,5,6 y 16, respectivamente).
3. Una pareja acaba de celebrar su compromiso formal y legal: «María… estaba comprometida para casarse con José» (1.18a).
4. La mujer —María— queda milagrosamente embarazada (1.18b).
5. Se anuncia, en forma extraordinaria («un ángel del Señor se le apareció en sueños»: v. 20) el nacimiento de un niño. Y este nace de una virgen (1.25).
6. A ese niño le ponen por nombre «Jesús» (1.25), porque, como había dicho el ángel, «salvará a su pueblo de sus pecados» (1.21).
7. Unos extranjeros (2.1, DHH: «sabios del Oriente que se dedicaban al estudio de las estrellas») llegan a Jerusalén preguntando por «el rey de los judíos» (2.2).
8. La autoridad política se inquieta al oír la noticia del nacimiento de un niño del que, desde entonces, dicen que es «rey de los judíos». Lo mismo les ocurre a los habitantes de Jerusalén (2.3). Herodes, que es rey de los judíos, percibe que el niño de cuyo nacimiento se le ha informado representa una amenaza a su posición.
9. Echando mano de su cínica hipocresía política, el rey Herodes intenta embaucar a los sabios con el secreto propósito de matar al recién nacido (2.7-8).
10. Los extranjeros terminan siendo los burladores y el rey Herodes el burlado: aquellos desobedecen, por indicación divina (en otro sueño), la orden del Rey de que volvieran para informarle de la ubicación exacta del lugar donde había nacido el niño (2.8), y «regresaron a su tierra por otro camino» (2.12).
11. Al sentirse burlado, el rey Herodes monta en cólera y ordena que maten a los niños menores de dos años (2.16).
12. Por otra intervención divina (un nuevo sueño), José y María, con el niño, huyen a Egipto, donde habrían de residir hasta nuevo aviso (2.13-15).
13. Cuando hubo muerto Herodes, Dios ordena a José (en un nuevo sueño), que regresen a Israel. La «sagrada familia» retorna a su tierra y se establece en Nazaret, siguiendo nuevas indicaciones en sueños (2.20-23).
14. El niño Jesús crece. Ya adulto, es bautizado y oye la voz de Dios mismo (3.16-17).
15. El Espíritu lleva a Jesús al desierto, donde permanece «cuarenta días y cuarenta noches sin comer» (4.1-2).
16. En el desierto, pasa por diversas pruebas, tentado por Satanás (4.3-10. Marcos añade: «Allí estuvo cuarenta días viviendo entre las fieras»: 1.13).
17. Al terminar ese período y apartarse el diablo, «unos ángeles acudieron a servirle» (4.11).
18. Jesús regresa a Galilea (aunque esta vez fue a vivir a Cafarnaún: 4.13), y comienza su ministerio de predicación (4.17), enseñanza y sanidad (4.23).
19. Después se hace de discípulos (4.18-22).
20. Sube al monte (5.1). [Y llegamos así a los albores del «Sermón de la montaña» (que se registra en los capítulos 5–7)].
21. En ese sermón se destacan, entre otros aspectos sumamente importantes, expresiones atrevidas como «Ustedes han oído que a sus antepasados se les dijo […]. Pero yo les digo» (5.21-22,27-28,31-32,33-34,38-39,43-44). Y así Jesús establece la ley que había de regir la vida de la comunidad de discípulos.
Vista esta serie en conjunto, resulta realmente fácil, si conocemos algo del Antiguo Testamento y de lo que en nuestros tiempos de colegiales llamaban la «Historia sagrada», establecer relaciones entre muchos de estos datos y otra serie de relatos de cierta etapa de la historia de Israel. En efecto, algunas de las informaciones apuntadas en la lista anterior evocan, casi inmediatamente, acontecimientos, relatos o afirmaciones que encontramos de manera particular en el libro de Éxodo.
Los relatos de Éxodo
Como continuación del ejercicio realizado en el texto de los primeros capítulos de Mateo, confeccionemos otra lista, esta vez tomando como base los relatos que encontramos en el segundo libro de nuestro canon. Como en el caso anterior, señalaremos entre paréntesis las respectivas referencias, todas de Éxodo, excepto cuando se diga que no es así. Al final de cada ítem indicaremos qué evoca cada uno de ellos respecto de lo apuntado en la lista anterior. La indicación la haremos colocando, después de las mencionadas referencias, el número, en negrita, que corresponde a la lista ya elaborada.
Y esto es lo que hallamos:
1. Hay una lista de personajes que son los ancestros de quienes van a protagonizar las historias subsiguientes (1.1-7). (1)
2. Hay una pareja recién casada: «Un hombre de la tribu de Leví se casó con una mujer de la misma tribu» (2.1). (3)
3. Las más altas autoridades —representadas por el propio rey de Egipto, «que no había conocido a José»— tienen temor a causa del acelerado ritmo de crecimiento de la población israelita (1.8-12). (8)
4. El rey de Egipto —o sea, el faraón— ordena la muerte, al nacer, de todo varón israelita: «pero a las niñas déjenlas vivir» (1.16,22). (11)
5. Unas mujeres, Sifrá y Puá, ambas parteras de las hebreas (¿eran ellas israelitas o egipcias?) burlan la orden del faraón (1.17). (10)
6. Nace el niño (2.2). (5)
7. A ese niño, cuando ya hubo crecido, le ponen el nombre de Moisés. El nombre es, probablemente, de origen egipcio. Sin embargo, en el relato se interpreta siguiendo la etimología popular o pseudoetimología. Y así, por parecerse el nombre a la palabra hebrea que significa «sacar», se le da el significado de «sacado [del agua]» (2.10). (6)
8. El niño se salva, además, porque (a) su madre lo escondió (2.2), y (b) luego lo colocó en un canastillo de junco que ha calafateado «con asfalto natural y brea» y «lo dejó entre los juncos a la orilla del río Nilo» (2.3). (12)
9. Moisés crece y es educado en casa de faraón (2.10; Hechos 7.21-22). (14)
10. Ya adulto, y a causa de cierto incidente, Moisés se ve en la necesidad de huir de Egipto, «y se fue a vivir a la región de Madián» (2.11-15). (12)
11. Pasado un tiempo, Moisés regresa a Egipto (4.18-30). (13)
12. Moisés se encuentra con Dios y oye su voz (3.4–4.17). (14)
13. A Moisés, que alega ser torpe de palabra (4.10), Dios le concede que Aarón le sirva “en lugar de boca”, pues hablaría por él al pueblo (4.16). (19)
14. Cuando, guiado por Dios y después de muchas peripecias, Moisés saca al pueblo de Israel de Egipto, sube al monte Sinaí y allá recibe la Ley (19.1-2). (20)
15. En el Sinaí, pasa «cuarenta días y cuarenta noches» (24.18; 34.28). (15)
16. En el desierto, Moisés sufre muy diversas pruebas (15.22 en adelante; Hechos 7.38-39). (16)
17. En el transcurso de ese período, Moisés enseña (35.4s) y realiza, por el poder de Dios, milagros (Números 11.1-2; 16.28-31;
21.7-9, etc.; cf. Hechos 7.36). (18)
18. Y, sobre todo, da al pueblo la Ley (35.1s). (21)
Coincidencias: ¿por casualidad o ex profeso?
Ante ambas listas, la pregunta de rigor tiene que ver con la relación mutua entre ellas. Los datos idénticos o semejantes, ¿serán todos puras coincidencias casuales? Consideramos posible —y aun probable— que, en efecto, en algunos casos tales similitudes sean producto de la casualidad; pero ¿todos ellos? Nos resulta imposible aceptar siquiera que pueda ser así.
Moisés era, para el israelita —y sigue siéndolo en la actualidad para el judío religioso— el legislador por antonomasia. Las reiteradas palabras de Jesús en el Sermón de la montaña, «Ustedes han oído que a sus antepasados se les dijo», son una referencia directa a la ley establecida por Moisés (y no sólo a la del Decálogo). Los oyentes originales de Jesús, e incluso los primeros lectores del Evangelio según Mateo, debieron haber completado in mente los «se les dijo» (o «fue dicho», de Reina-Valera) con un complemento agente («por Moisés») u otro complemento («en la ley de Moisés»). Por eso, en uno de los últimos libros del Nuevo Testamento en escribirse, se dice que «la ley fue dada por medio de Moisés» (Juan 1.17). Ley y Moisés llegan a ser términos casi sinónimos, consubstanciales. La palabra de Moisés es ley, y es la ley.
En este contexto, la comparación de las listas que hemos confeccionado hace que se destaquen elementos que, nos parece evidente, no están en esas listas por mera casualidad. En otras palabras, consideramos que el autor del Evangelio según Mateo tiene en mente la historia exódica al escribir su propio relato de la vida de Jesús. Si, como supone gran número de biblistas neotestamentarios, Marcos fue el primero de los evangelios que se escribió, y Mateo toma en cuenta a Marcos al redactar el suyo, entonces resultan más significativos los novedosos detalles que introduce Mateo en su relato. Marcos comienza la narración propiamente dicha con un Jesús adulto que «salió de Nazaret, que está en la región de Galilea, y Juan lo bautizó en el Jordán» (Marcos 1.9). Y en el otro extremo del conjunto textual que antes delimitamos al confeccionar la lista mateana, no hay en Marcos ningún «sermón del monte». O sea, que en esta sección las diferencias son, de hecho, muy marcadas, lo que hace resaltar el aporte peculiar de Mateo —y del material que utiliza Mateo— al relato de la infancia de Jesús y del comienzo de lo que se ha denominado su «ministerio público».
Observación previa
Una observación previa debe hacerse al señalamiento de lo que consideramos paralelismos intencionales entre Mateo y Éxodo. Tiene que ver con un dato explícito en el relato veterotestamentario y en cierto sentido implícito en el texto de Mateo.
Leemos así en Éxodo:
Más tarde hubo un nuevo rey en Egipto, que no había conocido a José, y que le dijo a su pueblo: ‘Miren, el pueblo israelita es más numeroso y más poderoso que nosotros; así que debemos tramar algo para impedir que siga aumentando… Por eso los egipcios pusieron capataces encargados de someter a los israelitas a trabajos muy duros. (1.8-11)
Y añade casi de inmediato:
Los egipcios esclavizaron cruelmente a los israelitas. Les amargaron la vida sometiéndolos al rudo trabajo de preparar lodo y hacer adobes, y de atender a todos los trabajos del campo. En todo esto los israelitas eran tratados con crueldad. (1.13-14).
Mateo, por su parte, se limita a ofrecernos los siguientes datos: (1) Jesús nació «en el tiempo en que Herodes era rey del país»: 2.1; (2) el rey Herodes ve, en el niño de quien le hablaban los sabios-magos, una amenaza contra su posición: «se inquietó mucho al oír esto»: 2.3; (3) ordena «matar a todos los niños de dos años para abajo»: 2.16; (4) al regresar a Israel, después de su exilio en Egipto (o: de su «huida a Egipto»), cuando José oyó que en Judea reinaba un hijo de Herodes (Arquelao), tuvo miedo y fue con su familia a radicar en Galilea.
A su vez, los detalles anteriores nos proveen de la siguiente información: (1) Judea era un reino gobernado por Herodes el Grande, pero no era un reino independiente, sino que existía sólo legitimado por el imperio romano, bajo cuya tutela estaba. (De ahí que Jesús pudiera contar una parábola —perfectamente comprensible para sus oyentes— acerca de «un hombre de la nobleza que se fue lejos, a otro país, para ser nombrado rey y regresar», y «fue nombrado rey» [Lucas 19.12,15]. Eso era posible porque, como dice la nota de la Dios habla hoy a ese pasaje, «los reyes y gobernantes de Palestina eran nombrados por el emperador romano»); (2) las acciones de Herodes que se describen en las perícopas de Mateo lo muestran como político astuto (intentó engañar a los sabios de Oriente y si no lo logró fue por intervención divina) y como gobernante despótico y sanguinario: Manda matar niños casi indiscriminadamente (los únicos aspectos discriminados fueron la edad y el espacio geográfico: de dos años o menos; en Belén y sus alrededores), con la única intención de que no se le escapara el niño anunciado por aquellos extranjeros.
O sea, que los israelitas de antaño, de tiempos de Moisés, tanto como los de hogaño, de tiempos de Jesús, vivían bajo dominio extranjero: unos, esclavizados por el faraón; los otros, sometidos bajo el yugo imperial de Roma. Y en ambos casos, la pobreza era rampante y no faltaban quienes medraban al socaire del poder. Pareciera que en uno y otro caso (y, añadamos, en todo caso) todo imperio está condenado a sustentarse sobre la pobreza y la esclavitud (que en la historia adquiere múltiples formas) de aquellos a quienes somete. (Compárese esto con las palabras de Jesús en Mateo 20.25-28.)
Coincidencias intencionales
Veamos, pues, estos paralelismos:
1. En el principio de ambos relatos se habla de sendas parejas de recién casados: «Un hombre de la tribu de Leví se casó con una mujer de la misma tribu» (Éxodo 2.1); y «María estaba comprometida para casarse con José» (Mateo 1.18). El orden de la mención de los nombres (hombre-mujer, en el primer caso; mujer-hombre, en el segundo) se explica por la naturaleza misma de los relatos.
2. Las autoridades del país resultan burladas.
El texto del Éxodo y, en menor grado, el de Mateo no carecen de elementos marcadamente irónicos. He aquí una de las ironías: quienes burlan las acuciosas malas intenciones de los encumbrados en la cima del poder son personas de las que no se esperaría semejante actitud. En el caso del faraón, unas mujeres, parteras de profesión (¿cuál sería su estatus social?), lo engañan, dándole explicaciones falsas, pues el texto dice explícitamente que ellas “preservaron la vida de los niños” (véase Éxodo 1.15 y, especialmente, el v. 7).
En cuanto a Herodes, fueron unos extraños extranjeros, procedentes de tierras lejanas y paganas, los que hacen caso omiso de su petición y lo dejan —¡a él, el rey!— con tres palmos de narices (Mateo 2.16).
Y al sentirse burlados, los respectivos gobernantes endurecen sus posiciones y muestran su carácter despótico: el faraón había ordenado con anterioridad a las parteras que iban a atender a las mujeres hebreas que dejaran vivir a las recién nacidas, pero que mataran a los recién nacidos. Luego de la burla, la orden se extendió «a todo su pueblo: ‘Echen al río a todos los niños hebreos que nazcan; pero a las niñas déjenlas vivir'» (Éxodo 1.22). Ya no son los soldados o la policía los encargados de ejecutar la pena de muerte decretada contra los niños; se le ordena «a todo su pueblo» convertirse en verdugos (y no meramente en acusadores o «soplones»).
Herodes, por su parte, «mandó matar a todos los niños de dos años para abajo que vivían en Belén y sus alrededores» (Mateo 2.16).
3. De manera casi milagrosa, Moisés es salvado dos veces por su madre (quien, si el silencio del texto no indica otra cosa, dio a luz sin la ayuda de las parteras, o con la de las parteras confabuladas que tenían «temor de Dios»). Primero, la madre del recién nacido «lo escondió durante tres meses» (Éxodo 2.2); y después, al cumplirse ese período, colocó al niño en un canastillo que había calafateado y puso el canastillo entre los juncos a orillas del río. Para rematar este proceso salvífico, no es ni más ni menos sino la hija del propio faraón quien mandó a una de sus criadas a recoger el canastillo y llevarlo a su presencia. A sabiendas de que era un niño hebreo, la hija del faraón accede a que lo críe una nodriza hebrea —la propia madre del niño, aunque la hija del rey no lo sabía—. «Y ya grande» el niño, la nodriza-madre «lo entregó a la hija del faraón, la cual lo adoptó como hijo suyo y lo llamó Moisés» (Éxodo 2.10). Y nos encontramos aquí con otra ironía: el condenado a muerte por un ucasé faraónico termina siendo educado en el palacio de quien había decretado su muerte.
En la historia de Jesús, la doble intervención divina por medio de dos sueños concedidos a los sabios de Oriente y a José salva milagrosamente al niño de la matanza ordenada por Herodes. Primero, pone sobre aviso a los extranjeros para que no volvieran «a donde estaba Herodes» (Mateo 2.12). Y después, ordenó a José que, con María y el niño, huyera a Egipto (v. 13).
4. Una vez que el niño hebreo fue «devuelto» a la hija del faraón, esta «lo llamó Moisés, pues dijo: ‘Yo lo saqué del agua'» (Éxodo 2.10).
Y desde antes de nacer, al hijo de María el ángel le asigna nombre: Jesús, “porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1.21).
Moisés es «sacado» del agua, para que luego fuera el liberador de su pueblo (cf. Hechos 7.35). O sea, sacado (del agua) para después sacar a su pueblo (de Egipto y de la esclavitud). Salvado para ser salvador.
Jesús recibe, antes que hubiera nacido, el nombre de «salvador», porque salvará. Su nombre señala o describe su función (o misión).
En el caso de Moisés, esta parte del relato también encierra una profunda ironía al exponer, por una parte, los planes de los hombres (representados en la historia por el faraón y sus hombres) y, por otra, la acción de Dios a través de varios agentes.
Y nos enfrentamos a otra fina ironía: el faraón había dispuesto que todo varón recién nacido fuera arrojado al río (Éxodo 1.22). El río estaba destinado, por orden «imperial», a ser la tumba de aquel que se llamaría Moisés. Pero los acontecimientos transcurrirían de tal manera que el río, el Nilo, del cual Egipto es un don —según el decir de Herodoto—, se convierte en refugio salvador, y de sus aguas emerge el condenado a muerte para pasar de la casa de unos esclavos al palacio donde vive la hija del faraón. (¡Bien dice el refrán que «el hombre propone y Dios dispone»!) El río declarado por el faraón instrumento de muerte se transforma, por virtud de la providencia divina, en medio de vida.
5. Una sucesión de acontecimientos fuerza a Moisés, ya hombre, a huir de Egipto. Después de un largo período lejos del país y de su corte —por cuarenta años «se fue a la tierra de Madián», dice Esteban (Hechos 7.29)—, y «en el desierto… un ángel se le apareció en el fuego de una zarza que estaba ardiendo» (Hechos 7.30). Entonces Moisés tuvo que regresar a Egipto con una misión impuesta por Dios mismo. Se nos presenta aquí, pues, una nueva ironía, que Esteban destaca claramente en su sermón: Aquel a quien los israelitas despreciaron porque nadie lo había puesto por «jefe y juez» (en una riña entre dos hebreos), es ahora enviado por Dios como «jefe y libertador (Hechos 7.35) de todo el pueblo. Obediente al mandato divino, Moisés regresó y «sacó de Egipto a nuestros antepasados» (Hechos 7.36). El rechazado de los hombres es luego puesto —impuesto—sobre ellos en virtud de su vocación divina.
Jesús, cuando todavía era bebé, se ve forzado a huir, llevado por sus padres, a Egipto. ¡Y he aquí otra ironía de la historia!: La «tierra de Egipto, casa de servidumbre» para los antiguos israelitas (Éxodo 20.2, Reina-Valera 95), se convierte ahora en el lugar de protección y refugio para la familia sagrada y, en particular, para Jesús, cuya vida había sido amenazada. Huyen a Egipto para salvarse, porque en su propia tierra corren peligro de muerte.
Los movimientos resultan sumamente interesantes:
Moisés: de Egipto → a Madián → a Egipto
Jesús: de Israel → a Egipto → a Israel
¿Anticipación de la naturaleza del ministerio que posteriormente realizaría Jesús, que se caracterizaría por no tener fronteras?
6. En la vida de Moisés, el número 40 va a jugar un papel significativo. De hecho, cuando el protomártir Esteban resume en su discurso (Hechos 7) la historia de Israel, divide la vida de Moisés en tres períodos de 40 años cada uno: a los 40 años huye de Egipto (v. 23-24); 40 años después recibe el llamado divino (v. 30); e «hizo milagros y señales» «en aquella tierra, en el mar Rojo y en el desierto durante 40 años » (v. 36; Deuteronomio 8.2-3). Y en el mismo libro de Éxodo se nos dice que «Moisés entró en la nube, subió al monte y allí se quedó 40 días y 40 noches» (24.18). Y luego, cuando vuelve al monte para recibir por segunda vez los mandamientos, «se quedó allí con el Señor 40 días y 40 noches, sin comer ni beber. Allí escribió sobre las tablas las palabras de la alianza, es decir, los diez mandamientos» (34.28). En el desierto, los israelitas «comieron maná durante 40 años» (Éxodo 16.35). Y cuando exploran la tierra de Canaán, lo hacen durante 40 días (Números 13.25. Este dato se vinculará con el período de tránsito del pueblo por el desierto: un año por cada día de exploración [40 días → 40 años]; véase Números 14.34.)
Jesús es llevado al desierto por el Espíritu (Mateo 4.1; Marcos 1.12; Lucas 4.1; el texto de Marcos usa un verbo que significa «impeler», «impulsar» o «empujar»; véanse estas traducciones: Versión Hispanoamericana, Reina-Valera 1995,Nueva versión internacional,
Nueva Biblia de Jerusalén, Nueva Biblia española), y en el desierto «estuvo cuarenta días y cuarenta noches sin comer, y después sintió hambre» (Mateo 4.2).
7. Y, por último, Moisés sube al monte Sinaí para recibir, en varias etapas, las palabras del Señor y la Ley (Éxodo 19.3,7,8a,9b,14,20,25; 20.21; 24.3,9,13,15-18), y Jesús, por su parte, «al ver la multitud… subió al monte y se sentó». Entonces, se le acercaron los discípulos, «y él tomó la palabra y comenzó a enseñarles». El dato de que “se sentó” no se da para satisfacer la curiosidad del lector. “Se sentó” tal como hacían los maestros de la antigüedad para indicar, con ese gesto, que hablaban con autoridad, que estaban sentando “cátedra” (palabra de origen griego que significa “silla”). Es en este «sermón» (ya se trate de un solo sermón o, lo que es más probable, de una recopilación de fragmentos de varios sermones) donde Jesús repite varias veces la expresión «pero yo les digo». Con ella afirma la autoridad de su enseñanza, que había sido precedida por la autoridad que había mostrado al sanar «a cuantos sufrían de diferentes males, enfermedades y dolores, y a los endemoniados, a los epilépticos y a los paralíticos» (Mateo 4.24). Todo esto le granjeó el favor del pueblo, por lo que «mucha gente de Galilea, de los pueblos de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la región al oriente del Jordán seguía a Jesús» (Mateo 4.25).
El Sermón de la montaña ha sido interpretado de diversas maneras.
Consideramos que el Decálogo representa el pacto que Dios hace con un pueblo de esclavos a los que acaba de liberar. Por eso comienza con esta afirmación: «Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo» (Éxodo 20.2). Como consecuencia de ese hecho, se establecen las normas de conducta por las que debía regirse ese pueblo liberado.
De igual manera, las «nuevas normas» formuladas por Jesús en el Sermón del monte, y especialmente en los «yo les digo», van dirigidas primariamente a sus seguidores (Mateo 5.1), pero sin dejar de lado a los demás oyentes (véase Mateo 7. 28-29: «porque les enseñaba…», v. 29).
El proyecto mateano
Puesto que estos paralelismos no son producto del azar, queda por contestar una última pregunta: ¿qué se propone el autor de este evangelio al tomar como modelo el libro de Éxodo y escoger estos hechos precisos que evocan directamente otros similares en la historia de Israel?
En Éxodo se nos muestra a Moisés como el legislador por excelencia, que legisla, apoya y salva a su pueblo, y que mantendrá a lo largo de su vida esa misma imagen de legislador sin igual. En tiempos de Jesús, Moisés seguía manteniendo inmaculado ese estatus, por lo que no había otro ser humano en aquella comunidad que fuera tan reverenciado como él. Las diversas escuelas que surgieron en el judaísmo alrededor de grandes figuras del rabinismo eran, en sus fundamentos, otros tantos intentos de ofrecer una correcta interpretación, para la época, de la enseñanza impartida por el legislador-profeta.
La enseñanza de Jesús —representada aquí simbólicamente por los «yo les digo» del sermón de la montaña— ha de entenderse en la misma tesitura. El «mas» («pero») no es la negación de Moisés. El maestro mismo lo afirmó, en otra parte de ese mismo sermón: «No crean ustedes que yo he venido a suprimir la ley o los Profetas; no he venido a ponerles fin, sino a darles su pleno valor…» (Mateo 5.17). Y acto seguido comienza la sección de su exégesis de los mandamientos (no sólo de los del Decálogo), sección en la que se incluyen los «pero yo les digo». Estos representan, más bien, la superación de Moisés, no su negación o rechazo.
Podría decirse, pues, que Mateo presenta a Jesús como el nuevo legislador, que da una nueva ley (que, sin embargo, no es nueva sino antigua), para un nuevo pueblo (el de los discípulos o seguidores de Jesús, sin otras limitantes) y con una nueva perspectiva.
Dos detalles completan el cuadro mateano que deseamos presentar:
Primero, el sermón que comienza cuando Jesús sube al monte y se sienta para enseñar, concluye con una parábola (7.24-27) en la que el énfasis es claro: no basta con oír; hay que hacer. El hacer —que no puede desligarse del oír («el que me oye y hace lo que yo digo«: v. 24)— se constituye en la definición del hombre prudente que pone sólido fundamento a su vida de discípulo de Jesús.
Y segundo, la ley (=»mis palabras») de que habla Jesús no es una realidad externa. El imperio de la obediencia (=»hace lo que yo digo») surge desde adentro: es el impulso a la acción que brota de quien es discípulo —ahora del Resucitado—, por lo que tal acción es simultáneamente fundamento y construcción, en un juego dialéctico que corresponde a un «oír mis palabras», que es el que puede dar la indispensable dirección a la práctica cotidiana del seguidor del Galileo, para «hacer lo que él dice». «Oír» es verbo que se usa reiteradamente en las Escrituras, y de manera especial —pero no única— en el Antiguo Testamento. Dios reclama constantemente ser oído («Oye, Israel»). Y, por otra parte, él mismo se presenta como el Dios a quien los seres humanos no pueden ver, porque si lo vieran morirían (cf. Éxodo 33.20; pero, respecto del oír, cf. Deuteronomio 5.23-26). La razón es sencilla: lo que Dios reclama de su pueblo es que lo obedezca; y para obedecer hay que «oír». Por eso, el «¡oye!» no es meramente un llamado a percibir un conjunto articulado de sonidos, portador de significado; es, más bien, una orden: «¡obedece!» Se escucha para oír; se oye para entender; se entiende para obedecer.
Y Jesús mismo —el Dios que se deja ver y oír— indica, con toda su vida (que incluye su enseñanza, su muerte y su resurrección), en qué sentido ha de orientarse nuestra obediencia.