Y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces (Is. 2, 4 RVR60)
Desde la decisión tomada por la ONU en 1947 acerca del reparto de Palestina en dos estados, uno árabe y otro judío, llevada a efecto el 14 de mayo de 1948 con la declaración de independencia del estado de Israel, este antiguo y venerable país que los cristianos designamos con el término neutro Tierra Santa se ha convertido, no ya en un polvorín a punto de estallar, sino en un volcán en erupción permanente, como vienen evidenciando de continuo los noticiarios, de forma muy especial en estos últimos días.
Dejando de lado mitos mejor o peor forjados y fantasías desbordadas, que de todo hay, lo cierto es que la presencia judía en el país no data de 1948 en exclusiva, ni siquiera de finales del siglo XIX o comienzos del XX, cuando se empezaron a establecer en Palestina colonias de inmigrantes procedentes en su mayoría de Centroeuropa o la Rusia zarista. Los judíos han habitado esta región del globo desde hace milenios en realidad, pero nunca en exclusiva, siempre compartiéndolo con otros pueblos en mayor o menor proporción. Ya el Antiguo Testamento nos da testimonio de la presencia de otras naciones u otras etnias en territorio hebreo desde los días de la conquista efectuada por Josué hasta la restauración protagonizada por Zorobabel, Esdras y Nehemías. Y en tiempos de Jesús, zonas enteras del territorio ostentaban con total notoriedad grandes contingentes de población no judía bien instalada, de forma que podían considerarse autóctonos con pleno derecho. La toma y destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 d.C. no eliminó la presencia judía en el país, pese a lo que a veces se afirma, sino que ésta siguió siendo una realidad, especialmente en ciertas zonas septentrionales. Y así se perpetuó bajo los sucesivos dominios romano, bizantino, árabe, turco y británico hasta el reparto decretado por la ONU.
¿Actuó bien este organismo internacional, recién fundado a la sazón? ¿Tomó la decisión más adecuada?, cabría preguntarse. Muchos historiadores contemporáneos ya señalaban en su momento la urgencia un tanto exagerada de aquellas medidas, provocada sin duda por la entonces reciente masacre judía orquestada por los nazis en Alemania y zonas europeas ocupadas, que pesaba mucho en la opinión pública occidental. A nadie se le ocultó que hubo grandes presiones sobre los países que en principio se oponían a un reparto de Palestina, dada la innegable influencia de los Estados Unidos, verdadero vencedor de la 2ª Guerra Mundial, y especialmente de sus senadores y magnates judíos, con lo que se entendía que el nuevo estado de Israel no sería más que una sucursal de Washington en el Medio Oriente. Y no faltaron, cómo no, quienes dentro del campo evangélico —anglosajón, particularmente— ventearan biblias en mano el infalible “cumplimiento” de ciertas profecías veterotestamentarias. Por desgracia, el reparto de Palestina en dos estados diferentes abrió la caja de los truenos y provocó una guerra sin cuartel que llega hasta nuestros días entre dos pueblos, no sólo hermanos por sus orígenes ancestrales, sino hermanados por una convivencia histórica (¡y pacífica en su mayor parte!) de siglos.
En el momento en que redactamos esta reflexión bullen los noticiarios con imágenes impactantes de los ataques israelíes a Gaza. Aún no se han borrado de nuestra memoria los cuerpos destrozados, las ambulancias, las sirenas, las gentes desesperadas. Mañana o pasado volveremos a oír de otro atentado terrorista árabe en alguna ciudad de Israel que provocará efectos similares de horror y devastación. Y luego otra vez escucharemos acerca de razzias de castigo de la aviación o el ejército israelí en territorio palestino. Y la opinión pública volverá a estar dividida entre quienes apoyan incondicionalmente a Israel y quienes se decantan con igual fuerza de convicción por los árabes palestinos.
Lo decimos tal como lo pensamos: no podemos, personalmente, tomar partido por ninguno de ambos bandos; no hallamos razones para justificar una escalada de violencia tal que destruye de manera inmisericorde vidas humanas sin distinción de edad, sexo o condición. Desde esta página condenamos por igual el bárbaro, sanguinario, irracional e inhumano terrorismo árabe y las expediciones de castigo israelíes que hoy, según algunos, son más que nada ejecutoras de un genocidio paralelo al que otrora efectuaran los nazis en Alemania contra los judíos. No hay idealismos que valgan ante la realidad de una masacre que va mucho más allá de una simple reivindicación territorial por ambas partes o de una defensa nacional, y que no tiene visos de solución a corto plazo.
Y desde luego, como cristianos y protestantes no encontramos razón alguna para semejante baño de sangre inocente. Ni siquiera supuestos “cumplimientos proféticos”, al estilo de lo que se lee y se propaga por medio de cierta literatura sectaria de baja calidad y harto tendenciosa, amén de las aportaciones de gente mal informada en las redes sociales.
Árabes palestinos e israelíes están condenados a dialogar y a entenderse, lo quieran o no. Convecinos y compatriotas durante mucho siglos, unos y otros pueden alegar idénticos derechos históricos de ocupación de la tierra, pues ambos pueblos pueden muy bien considerarse hoy por hoy autóctonos del país. Ni existen ya los antiguos hebreos de tiempos de Moisés o Josué —los israelitas actuales, como los judíos contemporáneos en general, ostentan una enorme mezcolanza étnica, lingüística y cultural que los hace muy distintos de aquellas doce tribus bíblicas—, ni tampoco los prístinos habitantes del país mencionados en las Escrituras (cananeos, heteos, jebuseos, etc.). La historia política del antiguo Israel veterotestamentario halló su fin con la desaparición del estado judaíta en 587 a.C. El estado judío independiente regido por la dinastía Asmonea iniciado el 129 a.C. concluyó con la presencia romana en el 63 a.C. y la instauración poco después de la monarquía herodiana, amiga y vasalla de Roma. Y finalmente, el significado religioso o teológico del pueblo de Israel del Antiguo Testamento encontró su plenitud en la persona y la obra de Jesús el Mesías. Huelga, pues, cualquier fantasía supuestamente teológica (de ciencia ficción en realidad) que pretenda hoy aplicar al actual estado de Israel declaraciones de los antiguos profetas hebreos.
Es imperativo, por lo tanto, que israelíes y palestinos encuentren una vía de entendimiento, al igual que otros pueblos enfrentados que existen en el mundo y de los que no se habla tanto, que no son noticia o no tienen por detrás el todopoderoso paraguas mediático de los Estados Unidos. Nuestro mayor deseo y nuestra oración para los habitantes de Tierra Santa, judíos o árabes, es que haya paz. Entendemos que no será fácil, que hay demasiadas heridas abiertas, demasiados odios permanentemente avivados. Pero siempre queda una puerta abierta a la esperanza, y es a ella a la que llamamos hoy.
Y como creyentes cristianos esperamos que la proclamación de las buenas nuevas del Señor Resucitado, rechazadas por los judíos y por los árabes (en esto sí que están de acuerdo), permita que la paz sea una realidad palpable en esa vieja y entrañable tierra en la que halló su pleno cumplimiento la Historia de la Salvación.