Porque blasfemias dicen ellos contra ti; tus enemigos toman en vano tu nombre. (Sal 139,20 RVR60)
Hace ya mucho tiempo, años, que venimos dándole vueltas a este asunto que hoy compartimos con nuestros amables lectores. Infinidad de ocasiones hemos pensado seriamente en ello, tanto en forma personal y privada como en conversaciones con otros creyentes a los que también afecta. Si en este momento nos hemos decidido a plasmar por escrito nuestra reflexión es porque hace escasas horas hemos sido una vez más testigos involuntarios de la falta total de respeto, por no decir claramente blasfemia abierta, que ciertos medios de comunicación de nuestro país muestran para con la religión cristiana.
No es de hoy, ni de ayer, ni de antes de ayer, que se emiten de vez en cuando bromas de tono un tanto irreverente, o que se hacen alusiones poco respetuosas a Dios en las cadenas públicas y privadas de televisión o en programas de radio. Cuando no se trata de anuncios publicitarios que se sirven de figuras sacras para comercializar algún producto determinado, puede ser alguna que otra noticia un tanto chocante en relación con estos aspectos religiosos, o algún comentario demasiado fuera de tono. Lo último que nos faltaba por escuchar era que se hiciera una burla abierta, sin recato alguno, de la figura de Jesús como jugador ideal de un equipo de fútbol debido a sus poderes milagrosos, que siempre permitirían la victoria de sus colores y curarían las lesiones de los compañeros de equipo, por graves que fueran, con la frase bíblica “levántate y anda”. Eso sin tener en cuenta otros comentarios chuscos que, afortunadamente, no tuvimos tiempo de acabar de oír, dado que nos había llegado el turno de ser atendidos en el establecimiento en que nos encontrábamos cuando se emitía tan desafortunado programa.
Que una sociedad se declare no creyente es totalmente aceptable, dado que cada cual ha de ser libre de profesar o no un tipo de creencia determinado. Lo que no nos parece tolerable de ningún modo es que desde los medios de comunicación se haga mofa ostensible de las creencias de otros, sean cuales fueren, o que se empleen nombres o figuras consideradas sagradas como motivo de burla o de chiste. No sólo constituye una grave falta de respeto, sino que además puede llegar a herir profundamente la sensibilidad de algunas personas, e incluso provocar reacciones agresivas. Sin ir más lejos, ante la clara manifestación de irreverencia mostrada en aquel programa de televisión, una persona que estaba en la misma fila comentó con muy mala cara y muy poco recato: “Estos individuos (el apelativo original fue mucho menos cortés), ¿ya tendrían agallas (las palabras textuales fueron mucho más expresivas) para decir eso mismo de Mahoma?” Y remachó su pregunta con una interjección dirigida al presentador que, por respeto a nuestros amables lectores, no vamos tampoco a transcribir literalmente.
Siempre habrá quien piense que quizás si, cada vez que apareciera en algún medio público una alusión despectiva o degradante acerca de Jesús o del cristianismo, se organizaran amplias manifestaciones de protesta patrocinadas por grupos o iglesias cristianas, en las que se hiciera mucho ruido mediático, se procediera incluso con signos evidentes de violencia o agresividad y se exigiera rodaran ciertas cabezas, este tipo de emisiones desaparecería de manera radical. Quizás. O quizás no. Nunca se puede saber. Lo que sí podemos intuir es que, de actuar así, se proyectaría del cristianismo una imagen negativa en demasía, la misma que tienen hoy quienes, debido a unas caricaturas de Mahoma, precisamente, lanzaron en su momento incluso amenazas de muerte contra cierto rotativo danés.
La blasfemia y la irreverencia para con Dios y cuanto le atañe, nos guste reconocerlo o no, han sido siempre una constante en la historia humana. La experiencia cotidiana nos lo prueba con creces, y ahí está la misma Biblia para atestiguarlo también. El versículo del Salmo 139 con que encabezamos esta reflexión, sin ir más lejos, viene a reflejar una situación que, sin duda, se daba incluso en el antiguo Israel, pese a todas las reconvenciones y medidas tomadas por la propia ley de Moisés frente a casos similares (Lv 24,10-23). Y desde luego, el Nuevo Testamento jamás prescribe a la Iglesia de Cristo una persecución sistemática de blasfemos que culmine en penas capitales. Dando por sentado que la vida de los discípulos de Cristo no viene marcada por la blasfemia, sino por la exaltación del Señor, ni por irreverencia, sino por un espíritu de sincera adoración, lo que hacen las Escrituras del Nuevo Pacto es presentar la realidad contraria de un mundo adverso a Dios y a sus designios en medio del cual los cristianos hemos de vivir, sabiendo qué terreno pisamos y que no serán precisamente alabanzas al Altísimo lo que más vamos a escuchar mientras estemos en esta tierra.
La realidad es que Dios no necesita de nuestra defensa a ultranza. La historia del cristianismo está, por desgracia, llena de vengadores de su nombre que (sin cuestionar su sinceridad y sus buenas intenciones) lo único que han hecho ha sido lanzar oprobio sobre Él y sobre su Palabra. La existencia de blasfemos, impíos e irreverentes en las distintas sociedades humanas siempre supondrá para los creyentes en Cristo una prueba y una piedra de tropiezo: cualquier mal pensamiento, cualquier actitud inmisericorde o juicio emitido contra ellos nos hará tener que reconocer que no estamos a la altura del ideal del perdón que Dios nos exige; que no somos mejores que ellos, en una palabra. Y eso es algo que no nos gustará.
En definitiva, llegamos a la conclusión, muy personal, de que, frente a situaciones en las que se hace ostensible la falta de respeto al nombre de Dios, a la figura de Cristo o a la religión cristiana en sus distintos aspectos, si está dentro de nuestros alcances, no está mal elevar una protesta firme, aunque no violenta, a favor de quienes pueden sentirse agredidos u ofendidos por tales manifestaciones de intolerancia y de menosprecio a sus creencias; pero si no nos es posible, la mejor actitud es la de hacer caso omiso a tales alardes de impiedad y seguir adelante en ese camino trazado por Dios para nosotros, la senda del testimonio de una vida auténticamente cristiana, al servicio de los demás, que es la manifestación más patente de la realidad del evangelio de Cristo ante un mundo que, aunque no lo reconozca, está muy necesitado de él.
Nota: Este artículo fue recibido por la Redacción unos días antes de los lamentables atentados terroristas en Francia, los cuales lamentamos profundamente.