Posted On 30/08/2020 By In Opinión, portada, Sociología, Teología With 1125 Views

El desafío de leudar la masa en pleno siglo XXI | Martin Ajzykowicz

La humanidad está atravesando un período sólo equiparable al proceso de las confrontaciones bélicas mundiales (1914-1918; 1939-1945) y la devastación sanitaria que causó la “gripe española” (1918-1920). A partir del Covid-19, nuevamente el género humano está siendo puesto a prueba dentro de un camino sinuoso que acumula miles de muertos y millones de infectados; se espera que esto pueda sacar lo mejor de cada persona en tanto acciones empáticas y solidarias que tiendan al mejoramiento de quienes padecen los efectos y consecuencias de la pandemia. Obviamente, en muchos casos, la mirada colectiva a nivel mundial se enfoca en los creyentes de los distintos credos y comunidades religiosas con el fin de tratar de conjugar la vida bajo una nueva perspectiva o paradigma. Brevemente, entonces, nos proponemos reflexionar acerca de este punto en tanto la respuesta evangelizadora que las iglesias de las distintas denominaciones puedan dar en esta época, bisagra y coyuntural, tan compleja de nuestra historia.

Algunos teóricos expresan que “la humanidad sin el cristianismo evoca una perspectiva desalentadora”; a su vez, también, quienes son detractores de la fe en Jesús, opinan que cuando rastreamos el entretejido político-económico que en muchos casos subsumió a la fe en el Galileo dentro de los sistemas humanos “el prontuario de la humanidad con el cristianismo es bastante lamentable”. Sin embargo, mantenemos la convicción de que el cristianismo propende a un sentimiento cósmico de liberación integral que excede los tiempos y las territorialidades ya que a partir de la muerte de Jesús quedó afectada “la redención del cosmos y de toda la humanidad” (Johnson, 1989: 581. 53).

¿Por qué, entonces, podemos considerar que esta fe provee esperanza y paz mental en medio del dolor y la angustia? La riqueza del cristianismo reside en el reconocimiento de que Jesucristo, al dar su vida por nuestra salvación como víctima expiatoria cumplió con la medida de amor de Dios para que tengamos “vida eterna” (Jn. 3, 16). Como ofrenda vicaria aseguró la eternidad para que imitemos su vida de abnegación y solidaridad. Al nacer de nuevo (Jn. 3, 3-15) pasamos a vivir en el Espíritu (Rm. 8) con la impronta de que dejemos atrás todo cuanto tenía relación con el pecado (2 Co. 5, 17) y como corolario somos adoptados por el Padre (Gál. 4, 4-7). Ser un/a hijo/a de Dios (1 Jn. 3, 1-2) permite, siendo a “imagen y semejanza” de Dios (Gn. 2, 26-27), la santificación del alma por la fe en Cristo; dado que “todo hombre, es algo único irrepetible, posee el valor de lo insustituible” (Ruiz de la Peña, 1988: 178) quien acepte por la fe a Cristo se renueva “en la actitud de su mente” poniéndose las ropas “de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Ef. 4, 22-24).

El plan de salvación, en su esencia bíblica, conlleva la restauración plena de Dios en el ser humano para lograr que cada creyente sea  transformado “según la imagen de su Hijo” (Rm. 8, 29). Ante la perspectiva que prefigura un anuncio de victoria final sobre el pecado la experiencia de la justificación y santificación por la fe (Ro. 5, 1) toma un matiz determinante en la vida de los cristianos; ocuparse  de la “salvación con temor y temblor” (Filip. 2, 12-16) implica que  los creyentes deben vivir en el mundo pero no de acuerdo a él (1 Jn. 2, 15-17).

Analizando los orígenes del cristianismo, remontándonos a los tiempos apostólicos del siglo I, la fe cristiana tuvo a bien “leudar la masa” (Gál. 5, 9) en un sentido social de tal manera que llegó, con el paso de los siglos, a revolucionar el Imperio Romano. Caminos y mares fueron los medios por los que aquellos/as creyentes en el Nazareno, con un mensaje claro, interpersonal y contextualizado, pudieron desplazarse para transformar las vidas de miles de personas que necesitaban de un salvador. Las palabras de Pablo justamente se dan en este contexto: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gál. 3, 28). La perspectiva cristiana de la vida emergió paulatinamente como un nuevo paradigma interpretativo de la historia y la vida del ser humano en este mundo.

En pleno siglo XXI, nuevos “caminos y mares” se extienden delante de todas las comunidades cristianas. Las redes sociales son los nuevos canales a través de los cuales el mensaje de trascendencia cristiano abarca el mundo. A su vez, nunca debe dejarse de lado la influencia diaria y permanente de los creyentes la cual tiene la impronta de llegar “hasta los confines de la Tierra” (Hech. 13, 47). El evangelio cotidiano transmitido persona a persona es capaz de permear todos los ámbitos sociales y económicos de nuestras familias, barrios, comunidades, etc. Consideramos importante, en este sentido, resaltar lo que a nuestro entender son características básicas del anuncio evangélico y, en consecuencia, las que alientan la extensión de la Palabra.

En primer lugar, siendo de carácter divino, el mensaje cristiano es universal. El Cristo que en la cruz  murió abrazando a toda la humanidad aun cuando la misma estaba muerta en “delitos y pecados” (Col. 2, 13) desconociendo su salvación (Rm. 5, 8) aún continúa extendiendo su misericordia. Son los/as cristianos/as quienes deben tener a bien ir, en primer lugar, en busca de quienes han quedado al margen de nuestra sociedad que no sólo es de consumo sino que consume lo mejor de la humanidad.

En segundo lugar, siendo de carácter salvífico, el mensaje cristiano es liberador. Frente al derroche, la corrupción y la inmoralidad puede presentar un mensaje integral en un aspecto mucho más abarcante que cualquier otro ismo conocido. No sólo se debe liberar el espíritu de las ataduras del pecado sino, también, se debe devolver la dignidad que está implícita en todo ser humano y, en especial a los pobres, los cautivos y los oprimidos (Lc. 4, 18). En este sentido, tomar posesión de la propia vida implica ser artífice del camino que las personas quieren transitar tomando el báculo de la fe.

En tercer lugar, siendo de carácter humano, el mensaje cristiano es solidario. Tenemos la posibilidad de que el mundo entero, al decir de Juan Wesley, sea nuestra parroquia. Es en ese sentido, el ejemplo de Cristo, “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim. 2, 5-6) tendió un puente solidario entre los seres humanos. No es posible ser cristiano sin ser solidario accionando por el bien (Is. 58, 7) de quienes habitan en este mundo sea cual fuere la condición social o económica de los mismos: “El cristianismo consiste, en efecto, en hacer del semejante un prójimo, y del prójimo un hermano” (Ruíz de la Peña, 1988: 181).

En cuarto lugar, siendo de carácter indiscutiblemente igualitario, el mensaje cristiano es comunicacional encontrando así el sentido de su trascendencia. Dios, en su infinita esencia divina  imprimió en la creatura humana su imagen (Gn. 1, 27) y, por lo tanto, el ser humano posee un carácter social único. Frente al pecado, que rompió esa relación originaria entre Dios y la humanidad (Ro. 6, 23), el restablecimiento del ideal divino se basa en la sociabilidad construida a partir de un Cristo que se “abajó”, se “humilló” para ser nexo de redención (Filip. 2, 8). Este modelo de fraternidad y solidaridad restauró la comunicación de carácter vertical, para con Dios, y la de carácter horizontal, entre los seres humanos (2 Co. 5, 20).

En conclusión, nunca más que en otro momento de la historia la humanidad necesita de cristianos y cristianas comprometidos con la sociedad de tal forma que deben ser iluminen al mundo (Mt. 5, 14-16) a la par de comunidades que logren contextualizar el Evangelio sin perder su esencia (Hech. 4, 20). Esto implica que el anuncio debe ser un mensaje de arrepentimiento y conversión avanzando a una vivencia práctica cotidiana que incida en la sociedad, en términos de fe y práctica (I Co. 1, 17; Hech. 22, 14-15).

El cristianismo, cual Lógos (Jn. 1, 1-3), es acción; a su vez, implica una “kénosis” (Filip. 2, 5-8), un “abajamiento” cotidiano que tiene como efecto inmediato cumplir desarrollar la misión encomendada por Jesús a los discípulos (Mt. 10, 8; 20, 28) y que, en consecuencia, implica la capacidad de impulsar a que los/as bautizados/as a sean fieles testigos dándose por sus prójimos ya que hay un “fuego ardiente” (Jer. 20, 9) imposible de no ser comunicado al mundo. El inherente sentido de trascendencia que promueve la Sagrada Escritura está latente y a la espera de que sean los creyentes quienes puedan anunciar ese mensaje con carácter universal.

La invitación de Jesús es que yendo “por el mundo” anunciemos la buena nueva bautizando y enseñando a “todas las naciones” (Mt. 28, 18-20). El cristianismo del siglo XXI está llamado a influir dentro en la sociedad con el fin de operar materialmente con los principios morales que expresa la fe que sostiene. Esta posibilidad de “leudar la masa” dará como resultado renovar la vida de millones de personas. La invitación para estos momentos es: “No selles las palabras proféticas de este libro, porque el tiempo está cerca” (Apoc. 22, 10). A todas las denominaciones, congregaciones y comunidades a nivel mundial se les extiende esta palabra con el fin de que no se oculten ni se guarden en un rincón de la mente el mensaje de la cruz ya que el mismo es un mensaje de vida eterna (Jn. 10, 10) y supera toda ideología o circunstancia que intente opacarlo dado que tiene la infinita capacidad de alumbrar la noche más oscura de la humanidad por la que estamos atravesando.

 

Bibliografía.

Johnson, Paul. (1991). Historia del cristianismo. Javier Vergara Editor, buenos aires.

Ruíz de la Peña, Juan L. (1988). Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental. Sal Terrae, bilbao.

Martin Ajzykowicz

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