El dios algoritmo es un ser infame, pero también bastante estúpido. Sé que gran parte de las cosas que la gente normal que lee las redes sociales piensa y cree están favorecidas por los ritmos impuestos por el algoritmo, más que por ideas realmente alimenticias. Sé que Internet, en general, en la forma en la que está configurada en estos momentos de la revolución informática, puede ser un vertedero o un semillero de ideas, y que en gran parte depende de cómo tenga el día el algoritmo. En mi caso, como soy traductora y traduzco cosas diversas a lo largo de la semana, utilizo mucho Internet para saber cuál es la opción más común en español entre varias (por ejemplo) o variantes dialectales a tener en cuenta, y así me encuentro buscando ejemplos de lo que se llama cama elástica en España, pero brincolín en México, o qué nombre se utiliza en español para una cama king-size. Hasta aquí, todo normal, hasta que el algoritmo entra en acción y cree que estoy interesada en comprar una cama, y que tengo un jardín en mi casa en el que quiero colocar actividades para niños, y todas las páginas que visito, todas mis interacciones y todas mis redes sociales se llenan de anuncios de tiendas de muebles y de ideas para decorar tu jardín.
El algoritmo es poderoso, pero también estúpido. Da por hecho que cualquier búsqueda en Internet está sometida a un interés económico. Para el algoritmo no existe la posibilidad de la simple curiosidad, o un trabajo como el mío en el que cierta clase de información es clave para hacerlo bien.
El algoritmo influye en otras cosas también, claro está: por esto lo han creado y por esto está al servicio de los intereses lucrativos de alguna persona. En las últimas semanas me pasa que, sobre todo en Twitter, el algoritmo me ha empezado a ofrecer aleatoriamente muchas publicaciones de pastores estadounidenses del ala más fundamentalista y nacionalista. El enunciado dice: «Basado en publicaciones que te gustan». Ay, algoritmo de Twitter: en mi vida me han gustado estas publicaciones. Otra cosa es que las lea porque estoy intentando entender qué ocurre en el mundo, porque estoy buscando información acerca de cómo traducir algo o porque gente a la que sigo los citan para refutarlos, y que tú no entiendas la diferencia. El caso es que en cuanto abro alguna de mis redes sociales se me llena de esta clase de contenidos «sugeridos», lo quiera o no. Hay días que me resulta muy molesto, pero hay días en que quizá el propio algoritmo de mi cerebro (posiblemente no se llame así, pero para entendernos) decide que estas publicaciones me despiertan más curiosidad que rechazo. Y mi cerebro hace algo que también sabe hacer el algoritmo: encontrar patrones.
Los patrones que he encontrado, casi sin querer, es que es muy posible que el algoritmo también esté sugiriendo a estos perfiles fundamentalistas publicaciones del extremo ideológico contrario, porque el algoritmo no sabe diferenciar que, aunque se utilice lenguaje cristiano, no todos lo utilizan con la misma intención. Ya saben. La lingüística computacional ha avanzado mucho, pero siempre choca contra el escollo de la pragmática. Las máquinas no entienden el sarcasmo, que una frase pueda no ser literal y significar lo contrario según el tono y el contexto. Y así, en su incapacidad, es posible que nos estén provocando una guerra, queriendo o sin querer (realmente no conozco las intenciones). Los más fundamentalistas se lamentan de la deriva liberal; los más progresistas se lamentan de que los fundamentalistas sigan siendo tan cerrados de mente. Hasta aquí, nada que no se haya visto nunca en la historia de la humanidad, solo que en un escenario nuevo. Como si fuera una nueva temporada, nada más.
Al fin y al cabo, uno siempre puede decidir no tomarse en serio lo que el otro dice, dejarlo pasar, vivir y dejar vivir. Bastantes males tiene ya la vida corriente.
No pasaría nada demasiado grave, si no fuera porque el bombardeo continuo de información diseñada para confirmar tus sesgos ideológicos y mantenerte atado a la aplicación acaba creando en las personas una falsa sensación de liminaridad y urgencia. Da la sensación de que «hay que hacer algo», o en caso contrario «algo» nos pasará a nosotros. Y ese algo, anuncia el algoritmo, no tiene pinta de ser bueno. En ese estado de urgencia y liminaridad es en el que se toman las malas decisiones. Es en ese estado en el que mucha gente decide que es el momento de tomar el rifle y salir a asesinar personas, porque el mundo está en un estado crítico, al borde del caos. El caos es indefinido y borroso, pero su sensación es poderosa y lo impregna todo. Es casi como una posesión.
No digo que siempre se tome la decisión de provocar tiroteos masivos. A veces solamente se toma la decisión de radicalizarse en otras cosas. Cuando observo muchos de los perfiles fundamentalistas que me sugiere el algoritmo, veo ese mismo patrón de liminaridad y urgencia. Casi todos provienen de gente que no tiene un pensamiento crítico bien desarrollado (suele ocurrir si te has criado en entornos de iglesia con perfiles de alto control, o coercitivos), que no son capaces de ampliar el campo de visión y de poner en duda la información que están recibiendo. Es gente con miedo, mucho miedo. Sí, sin duda, no lo mencioné antes, pero ese es otro de los factores: urgencia, liminaridad y miedo. Hay que tener en cuenta que el algoritmo que gobierna sus redes sociales, cuanto más interactúan con estos perfiles, más contenido les sugiere en esta dirección; así que se da el caso de que entran en Internet y todo lo que ven confirma su sesgo, ya establecido, de que el mundo está en peligro, de que se deshacen los valores cristianos, de que la urgencia del momento es inminente y de que todo va a acabar muy mal si no hacen algo. El problema es: ¿hacer el qué? Ah, no, el algoritmo no te proporciona respuesta a eso. Las únicas acciones que propone son que compres algo. El algoritmo solo utiliza la información que recoge sobre tus gustos para proponerte compras.
Supongo que a estos perfiles, si están en un entorno estadounidense, les propondrán anuncios de armas de fuego, de seguridad en los hogares, o les propondrán pódcasts, programas de televisión o canales de YouTube donde se analice la realidad desde su misma perspectiva. Y desde estos canales, después, te venderán cosas. Y nosotros, seres humanos criados en la era informática hija del consumismo, creeremos que eso que nos proponen es la única opción que nos queda para conservar un poco de vida en la que sigamos sintiéndonos cómodos y a salvo.
No quería escribir esto para provocar malestar en nadie. En realidad, quería contar esto para decir que hay buenas noticias, aunque no lo parezca. Que es tan sencillo como desconectarse del algoritmo. O, simplemente, darse cuenta de que está ahí.
Da miedo, no lo voy a negar. Un día estás hablando con tu pareja por la calle de, yo qué sé, de que mira qué gafas de sol tan raras se han puesto de moda esta temporada, y a las pocas horas tu Instagram se llena de anuncios de gafas de sol. El algoritmo es un dios loco al que alimentamos cada día, sin querer. O queriendo. No lo sé.
Quizá lo hagamos queriendo, porque el flujo de no-pensamiento que nos propone el algoritmo es cálido y acogedor. El problema es que permitimos que el algoritmo moldee todo nuestro ser: nuestra ideología, nuestros gustos, nuestras creencias. Quieren que cliquemos en los anuncios. Quieren que compremos camas elásticas (o brincolines, qué maravillosa palabra). Quieren que nos radicalicemos, porque desde la radicalización nos convertimos en consumidores más obedientes. Desde la radicalización decidiremos ceder nuestro voto a proposiciones políticas peligrosas, aun sabiendo que son potencialmente peligrosas, porque el miedo, la urgencia y la falsa liminaridad nos empujan a creer que mejor evitar este peligro actual e inminente, aunque sin forma, que ese peligro futuro concreto. Nos hace permanecer en un permanente estado de alerta donde se interrumpe la imaginación que necesitamos para proyectar posibles futuros, y proyectar la paz y el equilibrio que es promesa del reino de los cielos. Nadie que se encuentra muerto de miedo puede pensar en nada más que en el ahora y en hacer que ese miedo se acabe. El problema es que el algoritmo alimenta constantemente ese miedo, y así nos hace ser involuntariamente obedientes en un ciclo enfermizo y constante.
No he venido aquí, sin embargo, a decir que todo está mal. No, no lo creo. Creo que hay gente que se encuentra muy mal. Hay gente que cree que si se defienden los derechos civiles de una sociedad plural alguien vendrá, llamará a tu puerta y reclamará a tus hijos. No tiene ningún sentido esa creencia, pero no hay explicación ni razonamiento que les haga salir de la urgencia y la liminaridad. Aunque hay algunos que sí se dan cuenta de que esto no puede estar bien. ¿Cómo es posible que los peligros inminentes nunca lleguen a materializarse? ¿Que aquello que en 2018, o 2019, era una realidad inapelable que nos llamaba a la acción ahora se haya quedado perdido en el cementerio de Internet? Como todos los falsos dioses, el algoritmo tiene incongruencias. No es infalible. A veces se le ven las costuras. A veces hay gente que ve esas costuras y sufren, porque no saben hasta qué punto han comprometido su sistema de creencias ante algo que resultó ser siempre una mentira, pero tampoco tienen herramientas para saber qué otra cosa deben creer.
Hay una buena noticia contra el dios algoritmo: cuanto más tiempo pasa uno lejos de él, cuanto más se desintoxica, mejor se vive. El miedo es un veneno del que uno se puede desintoxicar. De hecho, me encanta que el concepto de miedo que propone Jesús siempre sea desde el imperativo a no tenerlo. Siempre dice en los evangelios que no tengamos miedo, es decir: que decidamos no tener miedo. El miedo que se genera en esta sociedad no nos da la opción de evitarlo: nos hace parecer irresponsables, peligrosos para los demás, si no nos sometemos a él. Es algo así como una fuerza irresistible. Entonces siempre es bueno volver a esas tiernas palabras de Jesús: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27). Solo hay que empezar por ahí, a ser conscientes de que el miedo no es la razón por la que tenemos que creer nada, ni por la que tenemos que tomar ninguna decisión sobre nuestra vida, nuestra economía, ni nuestra familia. Es una enseñanza bien sencilla que está en la base de todas las buenas noticias que trae el evangelio. Se puede optar por renunciar al miedo. Si renuncias al miedo, evitarás que el algoritmo te controle.
Sé que muchos os habéis pasado este artículo tarareando esta canción. Clicad en el enlace con responsabilidad, porque en cuanto abráis esa página no dejará de saliros por todas partes durante los próximos días. Que conste que avisé.