Si raspamos sobre la superficie de la frase bíblica “Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos”, y de sus consecuentes interpretaciones, quizás podríamos ver que sólo un Dios que cambia incesantemente puede permanecer el mismo a través de los tiempos y las personas.
¿Cómo podría ser un Dios de amor para mí, mujer de 2023, igual que lo fue para una mujer de 1900, o de 1745? Es verdad que mis necesidades de trascendencia pueden ser casi las mismas, es verdad también que muy probablemente el paso del tiempo las haya sofisticado lo suficiente como para que parezcan diferentes. Sin embargo, las necesidades cotidianas, humanas, contingentes, no son iguales. ¿Por qué derechos reclamaban aquellas mujeres y llamaban a concurrir a un Dios de amor en su auxilio? ¿Por cuáles yo? ¿Qué necesidades de justicia reclamaban la ideación de un Dios justo que operara en su favor? ¿Son las mismas necesidades que tengo yo? La idea de mujer —o de hombre, o de niño, o de joven o de anciano— que tenían en mente los escritores del Antiguo o el Nuevo Testamento —desde cuyas perspectivas reconstruyeron la imagen de Dios que necesitaban para autopercibirse, a su vez, como su imagen— ¿es la misma que podríamos tener ahora o que podrían haber tenido en 1900 o en 1745 o que tendrán en 3160? Evidentemente, no. Cada vez que un joven de 1745 (¿a quién se consideraba joven en 1745? No a uno de 30, como ahora en 2023) leía Génesis 1:27: “a imagen de Dios los creó”, era imposible que en su mente no construyera —a su vez— una imagen de Dios que se acomodara a la que él tenía de sí mismo. Dicho de otra manera: era imposible que no hiciera el camino inverso de pensar él mismo a un Dios a imagen de sí mismo, puesto que no tenía otro parámetro que su propia imagen. Y en 1900 pasaría igual. Y hoy también. ¿Cómo podría alguien en 1900 llamar “madre” a Dios? ¿Cómo reclamar, entonces, el legítimo derecho de Ruah a ser femenino? ¿Cómo sexualizar a Jesús y ponerlo a la cabeza de la batalla por los derechos de las minorías sexuales, raciales, sociales? Imposible hace cien años, cincuenta años, incluso veinte años.
Porque la maravilla del entendimiento del ser humano como “imagen y semejanza de Dios” es que abre la posibilidad —temblorosa, titubeante, borroneada, propia del palimpsesto y el pentimento— de ver a Dios solo en los diferentes, y siempre cambiantes, rostros humanos. Qué ironía maravillosa se plantea para aquellos que solo miran hacia arriba en busca de lo divino.
¿Será que el Dios que vamos teniendo es un Dios mejor? No estaría tan segura en todos los casos. Puede ser también un Dios incluso peor, según para qué y para quién se lo manipule y se lo use, según quién se sirva de él que —casualmente— no concurre a defenderse.
Lo que sí es seguro es que, en lo contingente, Dios cambia. Y cambia para seguir siendo el mismo Dios de amor para unos y otros, o, dicho de otro modo: para que unos y otros puedan ver en él al Dios de amor o de paz o de bien que están buscando.
Pero además de las necesidades de este mundo, somos seres trascendentes con necesidades existenciales. Necesitamos todo el tiempo un ancla que nos salve de vivir en la intemperie, un reaseguro. Algo. La idea de un Dios absoluto por encima de las relatividades colabora a controlar las zozobras de esta existencia: si él está en control, podemos sentirnos seguros, hay un plan. Es como tener siempre a mano los brazos fuertes de papá o mamá que van a impedir que nos caigamos.
Con la idea de inmutabilidad pasa algo semejante. En un mundo en el que todo cambia, la idea de inmutabilidad provee sensación de seguridad y descanso. Hay algo que no cambia, que está exento de la vertiginosidad del reloj.
Sin embargo, que Dios sea inmutable es sólo una apofática. Es sólo atribuirle a él lo que desearíamos para nosotros: no debilitarnos hasta terminar en la muerte, ser dueños de una infinitud pluritemporal sin proceso de deterioro.
Porque de eso se trata. De que alguien nos diga que pudo —y que nosotros también podremos— finalmente trascender.