El hecho mismo de la Resurrección de Jesús sucedió sólo ante Dios. Ningún ser humano fue testigo directo del momento en que Cristo resucitó ni pudo nunca describir los hechos que la acompañaron en el preciso momento de suceder. No hay ningún hecho conocido en la Historia con el que comparar la resurrección de Jesús. No es reanimación (como pudiera ser el caso de Lázaro y otros); no tiene nada que ver con la supuesta “inmortalidad del alma” (idea extraña y ajena a la cosmovisión bíblica) y nada podría haber preparado mentalmente a los testigos para evaluar un hecho tan insólito.
No sabemos, si es que fue así en qué “plano dimensional o adimensional sucedió la Resurrección pero lo que sí sabemos es que las apariciones si tuvieron lugar indudablemente en el plano histórico. Dios, en Jesús, seguía revelándose dentro de la Historia aunque el resucitado perteneciera ya a una esfera del mundo totalmente nueva, a una situación definitiva que trascendía la propia Historia.
Parecería que, a partir del momento de su muerte, Jesús se sale de la Historia y vuelve a entrar en esa otra dimensión desconocida de la que vino. Pero no, el resucitado, se hace presente durante una serie de días, para que, al menos entre los suyos no haya lugar a dudas y puedan escucharle, verle y palparle. Y, curiosamente, evita hacer lo que la lógica humana, tan revanchista, hubiera hecho sin duda: aparecer a sus enemigos y detractores para dejarles en evidencia y con la boca abierta. Para exigirles el rendido tributo de reconocer su error y suplicarle su perdón. Pero ahí también se deja ver que, efectivamente, Jesús es el Hijo de su padre. Nada que viole la libre voluntad del hombre puede valer para que la rodilla se doble y confiese que Jesús es el Señor.
La misma vida de testimonio fiel y sufrido de los seguidores de Jesús, cuyo fin fue en, prácticamente todos los casos, el mismo que el de su Maestro nos dice al corazón que las apariciones no fueron un fraude producto del deseo de engañar ni un autoengaño piadoso creado por la misma fe de los discípulos. Al contrario, son las apariciones del Resucitado las que suscitan la fe en una comunidad a punto de disgregarse que ha perdido toda esperanza. Son las apariciones, la convicción absoluta de que el crucificado había resucitado, lo que les llevará a decir que aquel profeta de Nazaret, aquel Mesías fracasado al que siguieron era mucho más que eso, era la presencia de Dios en medio de la Historia del mundo. Una presencia que llegó para nunca más irse y para acompañar, confortar, consolar y guiar a los suyos a todo el trabajo que aún quedaba por delante. Porque todas las apariciones tienen un marcado carácter misionero, en todas laten, explícita e implícitamente, las palabras “Yo os envío”.
Con las apariciones los discípulos toman conciencia de que la resurrección es el sí de Dios a la pretensión de Jesús de ser la presencia misma de Dios en el mundo, desautorizando, de paso, el NO de sus supuestos representantes oficiales y convirtiendo a Jesús mismo –no sólo sus palabras, sus dichos o su filosofía- en el Adán definitivo que abra la posibilidad de una Humanidad reconciliada, salvada y preparada para vivir una vida diferente y plena ante la cual la muerte ya no tendrá poder alguno porque la resurrección de Jesús ha abierto una puerta que nadie ya podrá cerrar. Los cristianos predicarán a partir de entonces a un Mesías crucificado, maldito, un extraño tipo de Mesías que a todas luces, parece insostenible e inaceptable. Y es la resurrección constatada lo que le da sentido a este sinsentido porque, con ella como aval, por voluntad y designio de Dios, Padre y Señor de la Historia se llama a la Creación entera a participar en la Resurrección de Jesús.
Dos mil años después, tras muchos experimentos y vicisitudes, mucho de ese trabajo aún está por hacer.
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