Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás […] Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. (S.Juan 6:35, 37 RVR1960)
Los seres humanos tenemos la tendencia a sacralizar todo lo que amamos. Y con esa sacralización de lo amado le arrebatamos su libertad, su evolución, su crecimiento… En fin, hacemos de lo amado un objeto estático, sin ningún tipo de mudanza y cambio. Y cómo nos asusta lo que está en constante cambio y evolución, porque ello desestabiliza nuestras convenciones sociales y/o religiosas.
Aquellos que se sienten seguros con la estabilidad que les ofrece lo que no muda, lo que siempre es igual, experimentan auténtico pavor a la posibilidad de que el objeto estático de su amor cambie de alguna manera, y eso les hace reaccionar con violencia hacia aquellos que afirman que no todo puede permanecer igual, que los tiempos cambian, y que el soplo del Espíritu de Dios es incontrolable.
Ya la primera comunidad de cristianos experimentó una situación que iba a cambiar el devenir eclesial (Hechos,15). Los no judíos estaban recibiendo el Espíritu, y creyendo en Jesús sin pasar por el judaísmo. Es decir, sin pasar por el rito-señal de la Alianza que Dios hizo con los patriarcas. Fue un conflicto, no pequeño, que nosotros no somos capaces de atisbar en toda su dimensión. Pero lo que sí podemos afirmar es que no existía ninguna enseñanza de Jesús al respecto, y todos los textos de las Escrituras militaban en contra de la admisión de los no gentiles sin pasar por la circuncisión. La primera comunidad tenía dos opciones, o aferrarse al texto, o atender a la acción del Espíritu rompiendo la convención religiosa o escrituras. Evidentemente, optaron por atender al viento del Espíritu que sopla donde quiere, y como quiere. Y esto lo hicieron a sabiendas que iba a levantar ampollas, como así fue, en un amplio sector del «cristianismo» de aquel tiempo.
Cuando leemos las “historia” de Jesús en los Evangelios, debemos caer en la cuenta de que la mayoría de lo sucedido en la historia de la concepción, nacimiento y vida de Jesús contravinieron el pensamiento de los que estaban apegados a la letra del texto, y no a la libertad de actuación del Espíritu de Dios. Esta es una verdad no abierta a la discusión.
El Evangelio de Jesús de Nazaret, el Cristo, nos invita a dejar que nuestra barca sea impulsada por el viento del Espíritu, y no por el viento de “la letra” que nos conduce a ninguna parte. Este último viento da una apariencia de movimiento, pero lo que realmente logra es que demos rodeos constantes en torno al mismo lugar.
De ahí que cuando Jesús de Nazaret, impulsado por el viento del Espíritu, inicia su ministerio, su praxis gira en torno a la comunión de mesa con «publicanos y pecadores». Los apegados a letra de las Escrituras, y a los usos y costumbres de su tradición religiosa, reaccionan preguntando a los discípulos de Jesús, «¿por qué se sienta a comer con esa clase de gente?» (Mc. 2:16). Y es que como ya hemos dicho, dejarse conducir por el viento del Espíritu logra la inclusión a la vida de la comunidad de Jesús a los excluidos y excluidas por el sistema religioso. Mientras que, por otra parte, escandaliza a las mentes bien pensantes según la letra de las Escrituras.
Y de nuevo nos encontramos con las palabras de Jesús con las que hemos iniciado esta reflexión: «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás […] Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera».
El Padre-madre que está en los cielos da a Jesús a todos aquellos y aquellas que a lo largo de los siglos han sido excluidos de la comunidad del pueblo de Dios, y de la sociedad en la que vivían. De tal manera que no hay nadie, absolutamente nadie, que viniendo a Jesús con fe, con ansias de construir el mundo nuevo y con nostalgia de eternidad, le rechace para la militancia en el pueblo de Dios a favor de la conversión de la historia en la nueva forma de convivencia social propuesta por Jesús de Nazaret.
El Espíritu de Jesús abre las puertas que la «letra» cierra bajo cuatro llaves. La “letra” cerraba las puertas a que los paganos formarán parte del pueblo de Dios si hacerse prosélitos del judaísmo; cerraba las puertas a que las mujeres tomarán puestos de dirección, e incluso tomarán la palabra en la comunidad de fe; a que los divorciados y divorciadas participaran de la comunión plena de la Iglesia, y así podríamos seguir con un largo etcétera de exclusiones en la dilatada y densa historia de las iglesias. Hoy, las iglesias inician un discernimiento relativamente nuevo, el discernimiento de no condenar, admitiendo a la comunión plena, a aquellas personas que durante siglos han sido excluidas y maltratadas en sus espacios, las personas LGTBI. Y ahí estamos, iniciando un camino escandaloso para los apegados a la “letra”, y cerrados, en mi opinión, a la inspiración del Espíritu de Jesús. La historia se repite: cada paso liberador que toma la gracia de Dios siempre ha escandalizado a los que idolatran la literalidad de los textos sagrados.
La “letra” puede cerrar puertas, pero el Espíritu de Jesús las abre para no volverlas a cerrar jamás. La “letra” nos condena al hambre existencial y al dolor que este provoca. Sin embargo Jesús de Nazaret sacia nuestro hambre existencial, de tal manera que no volveremos a tener hambre jamás. Pero, siempre hay un «pero»‘, todo depende de que no miremos nunca jamás atrás, porque «nadie que ponga su mano en el arado [con la fuerza del viento del Espíritu] y mire atrás es apto para el mundo nuevo de Dios [donde reinará la justicia, la fraternidad y la misericordia]» (Luc. 9:62 BTI).
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